Nada reflejaba mejor lo que era y
sigue siendo Bogotá como el barrio
El Cartucho (Santa Inés) en el centro de la ciudad. En sus
calles se reunían todos aquellos que por algún motivo se habían apartado del
sistema o el sistema los había sacado a ellos.
Lejos de lo que creería todo el mundo, este era un lugar como cualquier
otro, simplemente las personas que lo habitaban vestían en harapos. La ropa no
era una necesidad, la droga sí. Entraba
todos los domingos por la calle principal que era mirada desde la esquina por
la estación de policía de la sexta que parecía un edificio abandonado a pesar
de estar repleta de hombres vestidos de verde que atropellaban con sus motos a
los que llaman indigentes. Ellos a su vez son llamados cerdos por los
habitantes de calle, no indigentes.
Al entrar, la música vieja
retumbaba por todo el lugar. Una tienda donde se vendían gaseosas y cervezas
estaba siempre abierta. Era atendida por un hombre de unos 50 años, limpio y
humildemente vestido. Las personas se acercaban casi siempre a comprar una taza
de agua panela caliente con pan, se sentaban en las escalerillas a tomar con ansiedad la que era tal vez su
única comida del día, si había suerte. Se dice que la mezcla de ácido
sulfúrico, gasolina y restos de cocaína que contiene el bazuco hace que la
sensación de hambre disminuya para los consumidores.
Aquí empezaré a hablar en primera
persona con todo y el riesgo que eso conlleva cuando me lean personas cercanas.
Ha llegado el tiempo de la honestidad y es necesario escribir los hechos como
fueron. Tengo que decirles también que
no me arrepiento de nada. Las épocas más
difíciles de mi existencia fueron también las más hermosas porque conocí la
vida de la calle, de los otros, esa fue la única manera de verme a mí misma, de
enfrentar mis fantasmas, de ser quien soy hoy. El Cartucho me enseño la
fragilidad de los seres humanos, la pérdida y la muerte. También dilucidé lo largo que sería mi caminar por un mundo que jamás me ha gustado, las relaciones personales tan complicadas
para mí y esa manera mía tan personal de
verlo todo. Como si subiera a un bus y me sentara en silencio a contemplar la
vida de los otros, oscura y fría como la propia.
Me gustaba escuchar la música que
sonaba en el Cartucho. Me recordaba a mi padre. Canciones de cantina para tomar aguardiente. Letras
desgarradoras y tristes que hablaban de la desolación de la vida, de lo difícil
del amor que aún no conocía. Fumándome un cigarrillo deambulaba por mi historia
y la de los míos, trayéndolos de vez en cuando en el tarareo monótono de la
canción que retumbaba por todas partes. El cartucho me pareció siempre un lugar
de bellas melodías, la arbitrariedad del ritmo, la cadencia lúgubre de un mundo
que no se parecía a nada de lo que había
visto, era una música real detrás de las posturas ficticias de la mayoría de la
gente que conocía. Ellos eran de verdad, sus demonios existían. No competían
por parecer ser otros o tener algo que no deseaban. Eran tan humanos como yo,
bailaban en la dirección de la amnesia. La música del callejón de la muerte
tenía la distancia de las cosas ajenas, de las que se miran de reojo porque
incomodan por su absoluta sinceridad, el rock de la realidad humana sin
posturas, sin ataduras, sin nada más que el vacío. Esa era la melodía que concordaba con la
Bogotá que conocía, sin máscaras, sin toda esa mierda que me llenaba de asco.
El mundo normal. Lo que se suponía que
tenía que ser y la rebeldía absoluta de no querer ser parte de ninguna fila, de
no tener ganas de parecerme a nadie. Por eso no quería bailar El Combo de las
Estrellas en navidad, ni ponerme el uniforme del colegio de monjas donde
estudiaba y me lavaban la cabeza rezando padrenuestros para salvar mi alma de
la podredumbre; no quería la ropa de señorita que mi mamá me compraba, no
quería repetir la historia de nadie, quería mi propio lugar, por eso el rock,
la mariguana y la contracorriente. Por
eso el centro, por eso las calles llena de gente anónima, por eso la vida de
los que caminaban conmigo, por eso los Ramones, los Sex Pistols, Nirvana, Joy
División. Por eso la vida pendiendo de un hilo, por eso un soplo para estar,
para vivir, para ser.
Compraba siempre un paco de
bareta por mil pesos que me alcanzaba para toda la semana. En la olla ya me
conocían, era la mona porque tenía el
pelo largo y claro. Nadie se metía conmigo, era su visitante habitual, la
mayoría sabía que me tomaba una cerveza en la esquina mientras esperaba el
encargo envuelto en hojas de periódico. Mientras esperaba miraba las personas a
mi alrededor, la miseria en sus ropas, el olor a basura, al humo dulzón del bazuco. Era una atmosfera perturbadora, parecía una
historia del libro La Gente del Abismo de Jack London. Las calles
aniquiladas por el tiempo y el uso. El
que había sido en otras épocas un barrio hermoso y colonial, llamado Santa Inés
en el año de 1833, ahora era un socavón
derruido. Se habla de que en aquellos
años existían en esas calles chicherías, fábricas de instrumentos de cuerda,
velas y jabones. Este lugar era visitado por todo tipo de personas y con el
tiempo empezaron a alquilarse habitaciones y a generarse robos y problemas en
la zona. El periódico el Cachaco de Bogotá, bajo la dirección del periodista
Florentino Gonzales, aseguraba: “vagan por las calles enjambres de hombres y
mujeres que pueden ser pobres. Se dice que son vagabundos y embusteros” Este mismo personaje propuso cerrar las chicherías, limpiar las esquinas
contiguas al Rio San Francisco y prohibir los espectáculos públicos. Estas
serían las primeras políticas públicas expresadas acerca de los habitantes de
la calle. En 1829 el jefe de la policía
de la ciudad, el señor Ventura Ahumada, reclutaba a los vagos y gente sin oficio,
deseaba que las prostitutas se emplearan en oficios “más limpios”, como decía
él. Las calles del barrio Santa Inés empezaron a ser vistas por la clase
dominante como un espacio marginal donde
se encontraba lo sucio y feo de la sociedad. Situación que no ha cambiado en nada. Ahora hay más ollas en diferentes sitios de la
ciudad, ya no es exclusivo del centro de Bogotá ser zona roja, ya cada sector
tiene su zona de tolerancia. La descomposición a la que tanto temían en épocas
pasadas se ha propagado como una plaga. Las
difíciles condiciones de vida, la falta de educación y oportunidades, la
desigualdad, el interminable desplazamiento y la migración de personas de todo
el país a la capital por violencia o en busca de empleo, han poblado las
calles.
En el Cartucho se encontraban
extranjeros, periodistas, médicos, comerciantes, políticos, etc. No es una
leyenda urbana, los vi caminando sin rumbo, hablando otros idiomas en medio de
la euforia asesina de las drogas. Entre
todos ellos estaba Jorge Gaviria Pérez, El Científico lo llamaban. Se
decía que era arquitecto de la
Universidad Javeriana, que venía de una familia acaudalada pero que se perdió
en el vicio y terminó viviendo en el callejón de la muerte. Todos lo conocían
porque se sentaba al lado de la hoguera que siempre ardía de cara a la avenida
Caracas a componer poemas:
“Desechables, el tiempo nos hace desechables, nos baja la
mirada.
Nos arrastra la
mirada por el piso las angustias, rondamos la basura del ayer.
Dominando días
blandos de cartón, despertamos el enigma del futuro”
Fue Clara la loca, su mejor amiga,
quien le dijo que no dejara perder sus
poemas, que los guardara, que eran hermosos. Entonces El Científico empezó a
buscar entre la basura lápices y cuadernos para escribir sus letras llenas de
tristeza y soledad. A unos compañeros de
calle empezó a dárselos para que los vendieran en los buses y pudieran dejar de
mendigar por un pan y de ser atropellados por la gente. Con el tiempo empezaron
a sacar fotocopias en una tipografía y nació El
Volante, un proyecto que buscaba darle dignidad a un centenar de
personas que no tenían nada. Fue amigo personal de María Mercedes Carranza
quien lo invitó a varios recitales de poesía en la Casa de Asunción Silva. El Científico murió en el año de 1990 víctima
de una neumonía a sus 35 años, se lo tragó la calle. Quién sabe qué lo hizo llegar
allí o qué circunstancia de la vida lo marginó de sí mismo, lo único cierto es
que detrás de cada ser humano hay historias que nadie conoce, la vida es un
destino perdido para muchos.
En 1894, este barrio en el
corazón de Bogotá se convirtió en un vecindario al que llegaban viajeros de
otras partes del país. Llegaban en el nuevo servicio de ferrocarril a la
estación de la Sabana. Entre los años 1919 y 1925 se abrió la avenida Jiménez
de Quesada hasta la Plaza San Victorino, se construyó la escuela Santa Inés y
se acondicionó para el barrio la línea del tranvía por la calle octava, la carrera once y San
Victorino. Se habla de casas estilo republicano con entradas de inmensos
portones de madera tallada, dando paso a inmensos zaguanes que llevaban a
patios centrales rodeados de piletas y materas.
En este patio estaban los opulentos salones de recibo. En los segundos pisos se encontraban las
habitaciones. Había un tercer patio donde estaban la cocina, la pila de recoger
el agua y los baños.
Santa Inés estaba habitada por
gente común y corriente. Eran familias provenientes de Boyacá, los Llanos
Orientales y Santander. La cotidianidad solo se interrumpía por las sirenas de
la fábrica de Bavaria que retumbaba en las calles a las 7 am. Los viernes era
el día de mercado en la Plaza Central. Los productos eran traídos de Villeta y
Facatativá. El transporte de los alimentos se hacía en zorras o, para que no
suene tan mal, transporte de tracción animal. En esta época ya se reportan
trancones monumentales en esta zona de la ciudad. Esta historia encaja de
manera perfecta si se quiere entender la dinámica del centro de Bogotá. En este
barrio también existieron personajes como el bobo del tranvía, la loca
Margarita y el poeta Tamayo, editor de la Voz del Pueblo. Este personaje vivía
en la calle 10 y perteneció a un movimiento literario llamado la Gruta
Simbólica, considerado un grupo de humanistas y poetas que representaron una
sociedad dividida y con grandes diferencias de clase. Querían que se respetara
el lenguaje tradicional y se oponían a la vanguardia que robaba la identidad de
las gentes y sus tradiciones originarias.
Como siempre, las élites vivían
en otros lugares y miraban de reojo una realidad que les molestaba enormemente.
Los Turbay, los Rima y los Salem compraban pan fresco en la tienda del polaco y
exuberantes arreglos florales donde una madame francesa de finísimos modales, las
elegantes señoras que querían parecer españolas compraban costosas telas a los
árabes en la carrera 9. Las mujeres de alta sociedad cuando tropezaban con un
pobre le gritaban “indio zarrapastroso”, la ciudad cambiaba, mostraba su cara
más real e incomodaba a todos los que querían residir en un lugar de bellos
parques e inmensas iglesias para ir sin falta los domingos. Rezar era una
costumbre muy arraigada ayer y siempre para lavar culpas, para expiar
conciencias manchadas. La iglesia ha patrocinado desde siempre la desigualdad,
la pobreza y ha fomentado la exclusión. ¿Acaso
la miseria no es la mejor manera de colonizar y segregar a las personas haciendo
de unas pobres y otras ricas?
El oficio del reciclaje, que data
de esta época, sucedió porque muchas personas padecían hambre y veían como los
que tenían recursos botaban a la basura cosas que ellos ni en sueños tendrían. En
los desechos encontraban envases y papel.
Después de la canalización del rio San
Francisco quedó marcada la ruta hacia la calle del Cartucho, lugar de reunión
de las mujeres de pañolón negro de flecos que recorrían la ciudad gritando a
voz en cuello: ¡comproooo botellaaaa, papel!
Los tesoros mejor pagados eran los envases de perfume María Farina
porque en ellos se reenvasaban perfumes adulterados y pachuli barato. Estas
mujeres caminaban días enteros con un costal al hombro por zonas en
construcción como Teusaquillo, Chapinero y la Candelaria. Otra de las funciones
de las botellas recogidas era para rellenarlas de “Pipo”, un licor que era preparado en
alambiques caseros, una mezcla de aguardiente con gaseosa y gasolina. Ya podrán
ustedes imaginar el resultado de esta combinación que resultó ser explosiva y
la causa de problemas de orden público en el barrio. Algo así como para
nosotros en los noventas una cajita de Tequimón o un chorrito de ron Jamaica.
La Cucha
Tenía unos sesenta años mal
llevados. El rostro con marcas de heridas y la boca sin dientes. Siempre
llevaba el pelo recién bañado en una cola bien peinada. Limpia, con ropa que
parecía no ser de ella, que le quedaba grande, los zapatos inmensos sin medias.
Cuando caminaba arrastraba los pies,
parecía cargar sobre sus hombros un sinfín de historias y pobreza. Yo le llevaba galletas, café y cigarrillos
Piel Roja cuando podía. La mujer se alegraba de verme siempre. Alguna vez me
invitó a su casa y me mostró como vivía: una pieza húmeda con un colchón en el
piso y una bolsa de basura negra llena de cachivaches viejos que vendía en la calle principal del Cartucho por las
tardes. Por las mañanas apenas se paraba, víctima de la resaca del bazuco que
le dejaba el cerebro hecho pedazos y le quitaba las ganas de vivir. Pantalones
viejos, camisas rotas, cosas por lo que apenas conseguía un par de monedas para
una bicha de bazuco. Me dijo que me sentara mientras preparaba un
café en lo que al parecer era una improvisada cocina en el pasillo. Mientras miraba
la pared a punto de caerse escuchaba a la mujer dando bomba a una estufa de
gasolina. Por una de las ventanas traseras de la habitación se veía una pieza
grande en penumbra. Sin embargo, se entreveían
varias figuras de personas envueltas en un humo blanco y espeso. Una de las
sombras caminaba de un lado a otro como si el volumen de la música de su cabeza
estuviese muy alto. Una sombra alargada
y de pelo en la cintura estaba mirando de frente la pared y parecía hablar con
ella. Sentados en un sofá raído algunos otros miraban al vacío sin decir nada.
Tuve mucho miedo, era la primera vez que conocía de cerca un lugar tan sórdido,
tan lleno de nada, tan completamente carente de alegría. Mientras intentaba ver para otro lado, una
canción empezó a sonar en mi cabeza y los pies se empezaron a mover, repetía una
y otra vez la estrofa de Soledad Criminal de las 1280 Almas:
“Un hombre sale en
la noche a buscar compañía.
Y termina apelado
por la policía.
Alguien compra y se
inyecta la dosis letal.
Alguien corre en la
calle peligro mortal
Alguien grita y
llora y nadie lo entiende
Un anciano
olvidado se vuelve demente.
Es esta soledad
criminal.
Es esta soledad
criminal”
- Usted está muy joven para andar
metida por acá - me dijo mientras me entregaba una taza rota con tinto.
- No pienso mucho en eso - le contesté
con antipatía.
- La diferencia de muchos de los
que vivimos aquí es que no tenemos más opción que esta.
- Pero ¿por qué no se va? - le dije incrédula.
- A uno después de que lo coge el
bazuco no lo suelta, ese es mi demonio, mi infierno y mi muerte.
- A mí no me gusta esa vaina – respondí
- Solo fumo marihuana.
- Ojalá que nunca le dé por
gustarle, sería muy triste tenerla de compañera de pieza. Es solo una fumada lo
que lo separa a uno de una vida medianamente feliz a vivir confinado en un infierno
como este.
La mujer sacó del sostén una pipa
hecha con una tapa de gaseosa y encendió un fosforo que acercó con maestría a
su boca repleta de arrugas. Dio una intensa calada y se quedó mirando al vacío.
No había pánico en sus ojos ni prisa en sus palabras, simplemente una mueca
vacía en sus labios apenas dibujados en su rostro cenizo.
-Siempre me acuerdo de mi mamá
cuando fumó. Es como si por alguna razón se me aclarara la mente y la viera
frente a mi hablándome con esa voz tan bonita que tenía ella: ¡Arréglese el pelo
mija que parece una bruja! Me decía en broma. Yo me iba a abrazarla fuerte
porque me encantaba que me dijera bruja. Mi madre murió cuando yo tenía 16 años
y la vida para mí se acabó ese día. No hay un solo momento que no la extrañe y
solo espero el momento en que pueda reencontrarme con ella, lo único que temo
es que el humo que se me ha metido en la cabeza no me evite verla cuando por
fin salga del purgatorio.
- Gracias por contarme eso - le
dije mirándola con tristeza - tenga la confianza de que la va a ver y ella a
usted.
- Ojalá - respondió la anciana
cansada.
La historia de la cucha había
sido el resultado de una familia dividida por la muerte de la madre por un
cáncer fulminante del estómago. Su padre las abandonó mucho antes y al
fallecimiento de ella quedó totalmente desamparada. Al principio vivió con una
hermana de su mamá pero se cansó pronto de ser la empleada del servicio de ella.
Nunca quiso estudiar y cuando se dio cuenta ya tenía más de 25 años y no sabía
hacer nada. Conoció a Nelson, un ladronzuelo del centro de Bogotá, y empezó a
fumar marihuana con regularidad. Con él se organizó y tuvo su primer hijo que
le fue arrebatado por el Bienestar Familiar por su abuso con las drogas.
En los años noventa empezaron los rumores de que sería demolido
el barrio Santa Inés por ser una amenaza
de ruina por el mal estado de las casas y ser el refugio itinerante de
vendedores y consumidores de drogas. En más de una ocasión fueron tomados por sorpresa sus habitantes por
intensos operativos policiales que daban como resultado el decomiso de armas y
drogas, motos robadas y toda clase de objetos que eran vendidos a bajos precios
por los adictos. Se hablaba de que allí se reunían diez mil personas entre
delincuentes, recicladores, consumidores y habitantes de calle. Lo que la gente
sabía y no le importaba era que ejército y policía se lucraban de actividades
como la venta de drogas, prostitución de menores y cualquier actividad ilícita.
Las fuerzas del orden estaban vendidas al mejor postor, regateaban con la
muerte, con la miseria. Las mayores ollas de consumo de drogas en Bogotá
estaban, y siguen estando, frente a sus ojos porque ellos las patrocinan, ellos
son los que han sacado provecho. Los dueños de las ollas no son indigentes, son
empresarios, son militares de altos rangos, es el estado hipócrita que tiene el
control. La pobreza es la mejor manera de perpetuarlo todo. Los indigentes, los
drogadictos y las prostitutas lavan dinero, con sus cerebros pagan la cuota de
un país enfermo desde adentro. Nadie nos quiere inteligentes, nadie nos supone
medianamente informados. Nos quieren
callados, nos desean víctimas, nos anhelan muertos. Aunque sea en vida.
Este barrio tuvo mejores épocas,
confesaba la anciana, aquí vivía gente muy rica. Su nombre viene de los hermosos cartuchos
que florecían en los jardines de las casas
de este sector. Por la
proximidad de este barrio con la plaza de mercado y sus actividades de reciclaje la zona empezó
a deteriorarse. Otro de los factores que dio el golpe final para que el barrio
Santa Inés se acabara fue el Bogotazo que hizo que gran cantidad de personas
desplazadas y gente que buscaba nuevas oportunidades llegaran a él. La
demolición posterior de la plaza y la iglesia de Santa Inés para la
construcción de la carrera decima daría una nueva dinámica de miseria a esta
zona céntrica de Bogotá. La alta tasa de desempleo en la segunda mitad del
siglo XX produjo grupos de personas que se establecieron como vendedores
estacionarios en la carrera 10 con calle 12. La calle se convirtió en un canal
de servicios, la clase obrera tomo la calle como su única vía de sustento y
comenzaron a luchar por la reivindicación y respeto de sus derechos.
En los años sesenta y setenta se
registraron grandes migraciones por la reforma agraria que hizo que los dueños
de las tierras fueran unos pocos y los campesinos azotados por el hambre y la
miseria tuvieron que salir del campo a buscarse la vida en la ciudad. El
desplazamiento no es un fenómeno nuevo, hace parte de nuestra historia. En
aquella época empezaron a desfilar familias numerosas buscando un lugar donde
vivir. Muchos de los niños recién llegados, debido a la necesidad, empezaron a
salir a las calles a mendigar. Mientras los cachacos disfrutaban de la ópera y
la tertulia, otra parte de esa misma ciudad pasaba infinidad de necesidades.
Los extraños, los recién llegados, empezaron a unirse a la población de las
calles. La hermosa ciudad que todos soñaban se empezó a sentir insegura, era
mejor no salir tarde en la noche porque las esplendidas damas de sociedad eran
despojadas de sus collares y sombreros.
Meses después de conocer su casa,
la cucha desapareció para siempre de aquellas calles. Un día cualquiera me encontré
con la esquina vacía y por más que pregunté nadie supo darme razón. Me arriesgué
y la fui a buscar a la vieja casa donde solía vivir pero la puerta estaba
cerrada con un inmenso candado. Intenté mirar por una de las ventanas y no vi
nada, no estaba el colchón ni la ropa, se había esfumado. La cucha aún camina en mi cabeza y estos
días que la he traído de regreso en mis recuerdos ha vuelto a hablarme en voz
baja. Espero que esté con su madre pero tengo la certeza de que cualquier lugar
es mejor que este.
Entraron las retroexcavadoras, la
fuerza pública acabo con todo a su paso. Millares de personas tuvieron que
darse por vencidas ante los gases lacrimógenos, las golpizas y los asesinatos.
Los que no tenían nada, tuvieron que salir de un lugar que nunca fue propio, con
la promesa de un parque hermoso que engalanaría el centro de una ciudad que es
más de ellos que de cualquiera. Y con todo, sigue siendo un espacio marginal
donde aún están. No puedes suprimir con arrogancia la verdadera esencia de lo
que somos y seguiremos siendo, la Bogotá sin adornos, sincera, triste, macabra.
La Bogotá de todos y de nadie.