- ¿Has leído el Coloquio de los perros de Cervantes?
- No me suena.
- ¿Quién es ese? ¿Un cantante?
- Eres muy bruto, Manchas. Miguel de Cervantes fue
un novelista, poeta y dramaturgo español, considerado la máxima figura de la
literatura. Su obra más significativa fue El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de
la Mancha. Y entre otras de sus obras está el Coloquio de los Perros.
- No sabía.
- ¿Y qué tiene de especial ese libro?
- Pues es una historia muy bonita de dos perros que
hablan.
- Mira tú, dos perros que hablan como nosotros. Pero
¿qué tiene de ingenioso? tú y yo hablamos todos los días y no alardeamos.
- Eso también es cierto - respondió el Viejo
mientras se rascaba una oreja.
- ¿Y cómo se llaman los perros del libro?
- Cipión y Berganza.
- ¡Qué nombres tan raros! ¿No les podían poner Tony
y Manchas, por ejemplo?
- Son nombres españoles.
- Si tú lo dices. ¿Por qué siendo tú un perro tan
educado e instruido compartes conmigo el destino de la calle? Podrías ser un
perro de la guardia presidencial o qué se yo, hasta el amo y señor de una de
esas casas tan bonitas a donde vamos a buscar comida todas las mañanas.
- No lo sé. Creo que no he tenido mucha suerte en la
vida. Desde muy joven estoy solo y no he conocido más que las calles de este
barrio. Pero no te creas, en estos años de andadas he conocido historias memorables y personas
que no se alejan mucho de los personajes de ese libro.
- ¿A qué te refieres?
- No necesita uno conocer el mundo para entender a los
humanos, ellos se parecen no importa el lugar de donde vengan o su nivel de
educación. Los hay de muchas clases y solo con verlos he aprendido a distinguir
los buenos de los malos.
- Yo aún me equivoco con ellos. Son seres muy
extraños, a veces tan amables y decentes, otras tan crueles y aburridos. No me
gustan mucho las personas. Encariñarse con ellos es difícil, siempre están muy
ocupados en sus propios asuntos y no reparan mucho en nosotros.
- ¿Recuerdas a alguna persona en particular?
- Cuando era un muchacho - continuó el viejo - tuve
una amiga muy especial que se llamaba Lucia. La gente en el barrio le llamaba
la Señora Piojitos. Ella me acogió en su casa un par de meses. Puedo decir que fueron
los días más felices de mi vida. Una vasija llena de papas frías con arroz y
una caricia en la cabeza de vez en cuando. Recuerdo que el lugar donde vivía
quedaba enfrente de una carretera y yo me sentaba a calentar las patas mientras
ella se rascaba la cabeza con el pelo enmarañado. Ella siempre hablaba sola, los hijos eran
unos borrachos feos que nunca me quisieron. Pero ella me quería y eso era para mí
era lo más importante. Llegué por allí una noche de lluvia y me enrosque cerca
de unos cartones enfrente de su casa. Estaba agotado de caminar sin rumbo y
decidí quedarme allí mientras amanecía y seguir mi camino a ninguna parte.
Cuando abrí los ojos reparé en un par de zapatos
cambiados y un rostro que jamás había visto. Me asusté mucho e intenté salir
corriendo. La mujer me alcanzó un platón con agua limpia y algo para comer que
no recuerdo que era. No me sacó a patadas como pasaba siempre sino que arrastró
de adentro una silla destartalada y se quedó muy cerca acariciándome la cabeza.
Recuerdo que era una mañana clara e iluminada, los pájaros cantaban y yo no sé
por qué ese día no se me olvida nunca, creo que esa es la felicidad.
Mientras escuchaba, Manchas se recostó en sus patas
delanteras y abrió mucho los ojos para no perderse nada de la historia de su
amigo.
-
Cuéntame
más, quiero saberlo todo.
-
Esta
historia no se la he contado a nadie, me duele un poco el corazón cuando
recuerdo. No siempre pensar en los que no están con nosotros es grato. A veces
te duele un lugar en la memoria que no sé dónde está. Doña piojitos es lo más
parecido a una madre que he tenido. Ella me decía siempre que era un buen perro
y que mientras ella estuviera viva me protegería y me daría abrigo y lo hizo
hasta el final, ella cumplió su promesa. Lucia ya estaba por los 80 años. La
casa era desordenada y siempre que salíamos a caminar ella recogía cosas de la
basura: sillones viejos, cuadros rotos, le gustaban muchísimo los zapatos sin
compañero. Siempre la veías con un zapato de uno y otro. Era parte de la magia
de ser ella, no era parecida a nadie y tampoco le importaba lo que dijeran. Los
vecinos cerraban las puertas cuando ella pasaba porque la creían loca pero en
el fondo era la mujer más cuerda que he conocido, simplemente era diferente y
las personas llevan muy mal el hecho de que otros sean distintos.
-
Igual
que con nosotros, si no somos de raza nos miran como bichos raros. Muchas
personas se han burlado de mi aspecto por tener las patas un poco cortas. Otros
dicen que tengo las orejas muy grandes o que mi color es raro. Siempre me están
criticando por cómo me veo.
-
A
ella le pasaba lo mismo pero parecía no importarle. Siempre nos levantamos
temprano y de la cocina salía un intenso olor a chocolate. Yo me sentaba a
mirarla desde el umbral de la puerta, ella se entretenía escuchando las
noticias y al final me daba un trozo de pan con un poco de chocolate que
sobraba de su taza. Se ponía a barrer
toda la mañana el patio y a alcanzar con la escoba frutas podridas de los
árboles. Las apilaba en un rincón y se olvidaba de ellas. Por eso la casa olía
raro siempre y la gente prefería no ir a visitarla. También recogía revistas y
periódicos viejos, se sentaba a leerlos en voz alta. Se reía mucho todo el día,
era difícil verla malhumorada a no ser que me portara mal, me sacaba a palos de
la casa y me dejaba castigado afuera. Las primeras veces temí que nunca más
volviera a quererme pero antes de irse a dormir abría la puerta y me dejaba
agacharme al lado de su cama a dormir cerca de ella. Uno de sus hijos siempre
llegaba tarde en la noche arrastrando los pies de lo borracho que estaba. Yo
cuando sentía las llaves afuera me ponía lejos de su alcance, no fuera y me
pisaran la cola o me diera un puntapié.
Uno de ellos se llamaba Manuel y era amargo y feo el condenado. Siempre
andaba en bicicleta y trabajaba en una casa de gente rica como jardinero.
Siempre estaba hablando mal de todo mundo: Mamá, usted debería vender este
rancho y darme lo que me corresponde para poder largarme de aquí, estoy harto. El
del supermercado me dijo que está dispuesto a pagarle una buena plata por este
tierrero. Usted coge su parte y se va para donde mi hermano y yo me voy para
Bogotá a buscarme una esposa y todos tan contentos, cada cual en lo suyo. - ¡Es
que es pendejo! - le contestaba la vieja rabiosa y con la cara roja - El día
que me vaya de mi casa es para el cementerio. Su papá y yo trabajamos muy duro
por tener este rancho y cuando se murió yo le prometí que nunca me iba a ir de
aquí. Si está muy aburrido, lárguese usted, aquí nadie lo necesita. Usted jamás me ayuda a nada, no me da ni una
moneda y tengo que aguantármele la borrachera. ¡A ver qué mujer lo soporta si
usted no sirve para nada!
-
¡Ya
empezamos! - resoplaba el hombre molesto - Con usted no se puede. Por eso solo
tiene ese perro inmundo que la acompaña. Un día de estos se lo voy a sacar para
la calle. Esos animales no sirven para nada, solo para hacer estorbo.
-
¡Ni
se le vaya a ocurrir tocarme mi perrito! Mejor que usted y muchos más sí es. Él
no se avergüenza de mí ni anda pidiéndome la herencia cada que le da la gana.
Este animal es mi compañero y el día que le pase algo lo saco de aquí con
policía. Yo soy su mamá y usted me debe respeto así ya se le haya olvidado.
Ahora la va a coger con el perrito que no le hace nada a nadie y es el único
que está pendiente de que no se metan por la noche a robarme. ¡Déjeme tranquila
y no me joda más la vida!
Se separaban vociferando siempre y yo corría a
meterme entre sus piernas para esconderme. Ella me acariciaba y me decía al
oído: tranquilo mi viejo que de aquí nadie me lo saca. Y fue así como me quedé
con el nombre de Viejo siendo aún muy joven.
Creo que tengo el alma de anciano desde niño.
- Tengo el presentimiento de
que esa historia no va a tener un final feliz - dijo Manchas mientras bajaba
los ojos con tristeza.
- No lo creas, que no sea lo
que uno desea no quiere decir que sea malo. Simplemente las cosas que tienen
que suceder ocurren y ya está. La vida
me ha enseñado a aceptar con resignación lo que me toca.
-
¿Y
qué pasó después?
-
Muchas
cosas. Un par de meses después llegó al tejado una nueva visitante. Era una
gata negra muy joven que venía siempre en las noches a hablar conmigo. No he
sido muy amigo de los gatos, pero ella era especial. Sus ojos eran inmensos y
su pelo brillaba en la oscuridad. Siempre me quedaba debajo de un árbol
esperando a que llegara, a veces mucho tiempo sentado y nada. Cuando menos
esperaba, aparecía ella.
-
¿Cómo
se llamaba?
-
Cleopatra.
-
¿Y
quién le puso ese nombre?
-
Mi
Lucia.
-
¿Estas
triste, Viejo?
-
Lo
estoy.
-
Me
tienes a mí.
-
Eso
también lo sé. Eres un buen amigo, ¿lo sabias? - Le dijo el Viejo mientras se
recostaba a su lado a contemplar las estrellas.
-
¿La
extrañas?
-
Todos
los días.
-
Yo
también la extraño. Siento que ya la conozco. ¿Algún día la veremos de nuevo?
-
Estoy
seguro de eso. Siempre nos reencontramos con los que amamos, es ley de
vida. Si no fuera así ¿qué razón tendría
conocerlos? lo importante es tener la certeza de que cuando todo esto termine
los volveremos a ver en un lugar más bonito.
-
Eso
es muy cierto, Viejo, yo por ejemplo quisiera saber si encontrare de nuevo a
mis 8 hermanos.
-
¿Ocho?
no sabía eso, Manchas.
-
Hay
muchas cosas que no sabes de mí. Aparento ser joven pero no lo soy tanto. Ya
hasta se me están cayendo los dientes.
-
Eres
afortunado - contestó riendo el Viejo - a mí ya no me queda ni uno.
-
Cuéntame
un poco más de Cleopatra, me intriga saber qué pasó con ella.
-
Esa
gata era una gitana embaucadora que robaba corazones y panes de la mesa. Lucia
la descubrió una noche rondando por la cocina y se escondió detrás de la nevera
para sorprenderla. Ella me culpaba de las extrañas desapariciones nocturnas.
Pero al aguzar el oído algún día descubrió que no era yo el que entraba a
hurtadillas a robar los panes del desayuno. Cuando Cleopatra se encontró frente
a frente con la anciana se metió debajo de la mesa y comenzó a llorar
desconsoladamente. A la mujer se le rompió el corazón y le sirvió, como era su
costumbre, un poco de leche con migajas de pan y se lo puso cerca para que
comiera. La gata se fue directo hacia donde estaba mi ama y se frotó contra sus
piernas. Desde ese día no se separaron nunca. Y aunque al principio me sentí
rabioso porque me robaba su atención, poco a poco fuimos volviéndonos amigos.
-
¿Como
hermanos?
-
Algo
parecido a eso, Manchas.
-
¿Yo
soy como tú hermano?
-
Tú
eres el mejor de los hermanos, amigo mío.
-
¿Me
quieres más que a ella, verdad?
-
Son
cariños diferentes. Todos somos distintos y uno aprende a querer las cualidades
de los otros y a no soportar a veces los defectos. Siempre recuerdo a mis
amigos por las cosas positivas y ella fue una gran compañera aunque a veces
fuera un poco huraña y silenciosa. Los gatos son personajes muy extraños, no
son como nosotros.
-
¿Por
qué son diferentes?
-
Son
naturalezas que distan mucho de parecerse. Los gatos son desconfiados, los
perros somos muy tontos y nos dejamos engañar con facilidad. Los felinos son seres
dotados de unas cualidades que parecen mágicas. Ellos detectan el odio en el
aire, tienen un olfato muy agudo para las malas gentes. Siempre vigilan desde lejos, es difícil ver
un gato que se lanza a saludar al que llega.
Ellos observan sin prisa a los nuevos. Nosotros los perros siempre llevamos las
de perder por que nos acercamos creyendo que todos nos quieren, por eso las
patadas y los golpes son siempre para nosotros, somos muy tontos para querer. Cuando
conocí a Cleopatra era muy joven. Nunca había tenido una gata cerca así que
muchas veces pequé de bruto y me acerqué por sorpresa y recibí uno que otro
manotón en la cara. Yo me molestaba mucho con ella y no la determinaba un par
de días pero a ella no le importaba mucho y cuando estaba por ahí acostado
echando la siesta se arrebujaba en mi
lomo y se quedaba muy quieta con su cabeza pequeña muy pegada a mi corazón. Yo
intentaba no decirle nada, aunque quisiera cantarle la tabla, pero podía más mi
cariño y siempre terminaba olvidando la razón de mi rabia con ella:
-
Eres
un cascarrabias. Si no vengo a buscarte
te haces el loco y me ignoras.
-
Pero
si te busco me das un golpe y me sacas corriendo.
-
No
me gustan las sorpresas. Me pone los nervios de punta que algo se abalance
sobre mí. Por eso intentó estar en guardia siempre y ver con detenimiento todo
lo que sucede a mí alrededor. Uno nunca sabe lo que puede pasar, por eso
siempre duermo con un ojo abierto.
-
Yo
siempre duermo con los ojos bien cerrados, no faltaba más.
-
De
eso puedo dar fe yo. Además, roncas.
-
Yo
no ronco.
-
Bueno,
lo que tú digas.
Lucia tenía muchas particularidades, una de ellas
era que nunca se ponía triste a no ser que la molestaran. Alguna vez sacó corriendo a los niños de la
cuadra que la importunaban con sus tonterías. Era muy celosa de sus cosas, lo
que para muchos era basura acumulada, para ella eran grandes tesoros. Un
tocador con el vidrio roto adornaba su habitación humilde. La cama cubierta con
un edredón de retazos hechos por ella misma. Un armario desbaratado con la ropa
revuelta. Unas cobijitas en el suelo, siempre dispuestas; era ese lugar el más
preciado para mí y mucho más cuando llovía y me acurrucaba a escuchar su
respiración. Hablaba entre sueños mi ama evocando los viejos tiempos y al
hombre que se había ido de su lado apenas unos años atrás. Yo apretaba fuerte
los dientes y me daba mucha tristeza porque sabía en mi corazón que la hora de
la partida estaba cerca.
Los días fueron buenos para Cleopatra y para mí.
Ella tuvo muchos hijos de diferentes padres. Unos blancos de ojos penetrantes,
algunos negros como ella, algunos no llegaron a abrir los ojos. Mi ama siempre
los ponía en una caja cerca del fogón de leña y los cuidaba. Si me veía
merodeando por allí me decía que no los molestara y me sacaba de un coscorrón. Yo
solo quería mirarlos de cerca, eran tan pequeños y peludos que me daban ganas
de jugar con ellos. Al poco tiempo desaparecían y veía yo a Cleopatra muy
triste buscándolos por todas partes. Se ponía de muy mal humor y se iba semanas
enteras. Yo nunca le dije que Lucia regalaba
a sus hijos de puerta en puerta. Muchas veces se sentaba en la puerta principal
y se los regalaba al que le interesaran. Se iban los pequeños felinos sin
despedirse de su madre.
-
Es
el destino de todos - Agregó Manchas con voz baja.
Algún día desperté tarde. No sentí a Lucia
levantarse como todos los días. Cuando abrí los ojos, ella aún seguía recostada
de lado en la cama. Intenté acercarme para que se levantara pero no respondió.
Estaba muy quieta y no escuché su respiración por más que me acercaba a su
cara. El día que tanto había temido había llegado: mi ama estaba muerta. Corrí
como un loco a ladrar a la puerta para que alguien la ayudara, nadie vino. Me
quedé a su lado hasta el anochecer cuando uno de sus hijos la encontró. Me sacó de una patada de la casa y me dejó
afuera para siempre. Se llevaron a mi vieja para el cementerio sin lágrimas ni
adioses. Cuando se la llevaron pusieron
un candado grande en la puerta y nadie volvió en meses. Soporté lo que pude
hasta que el hambre me ganó y me fui para no volver nunca. Me despedí de
Cleopatra que se quedó adentro y se negó a irse:
- Me voy, amiga, ¿quieres venir
conmigo?
- No, viejo, yo me quedo. Quizás vuelva la doña y
quiero estar aquí para recibirla.
- Si vuelve, dile que la quiero.
- Se lo diré.
- Cuídate, Cleopatra.
- Cuídate, Viejo, no te metas en problemas.
Desde aquel día todo ha sido peregrinar. No he
vuelto a encontrar a un humano al que pueda llamar amo. Mis amigos de correrías
han sido otros perros que me aceptan por mi experiencia en las calles y
seguiría siendo así de no ser porque ahora en verdad estoy viejo. Me canso muy
fácil y quisiera pasármela durmiendo en algún lugar caliente como aquellas
cobijas de las que te hablé. Apenas hace unos días he podido estarme quieto por
la señora de las perritas que nos da comida en este parque y que me trata como
lo hacía Lucía. Algo de parecido tienen, aunque la señora de las perritas es
más joven y delgada, pero me mira de la misma manera. Así que ya vez, Manchas,
a veces se encuentra a los que hemos querido en otros. Por ejemplo, yo en ti he
encontrado a otro perro color bellota que me acompañó por mucho tiempo hasta
que nos extraviamos.
-
No,
yo soy único e irrepetible.
-
Todos
lo somos. Aun así, sé que en el mundo hay muchos viejos como yo.