Manchas

Manchas

domingo, 14 de mayo de 2017

EL VIEJO


- ¿Has leído el Coloquio de los perros de Cervantes?

- No me suena.

- ¿Quién es ese? ¿Un cantante?

- Eres muy bruto, Manchas. Miguel de Cervantes fue un novelista, poeta y dramaturgo español, considerado la máxima figura de la literatura. Su obra más significativa fue El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Y entre otras de sus obras está el Coloquio de los Perros.

- No sabía.

- ¿Y qué tiene de especial ese libro?

- Pues es una historia muy bonita de dos perros que hablan.

- Mira tú, dos perros que hablan como nosotros. Pero ¿qué tiene de ingenioso? tú y yo hablamos todos los días y no alardeamos.

- Eso también es cierto - respondió el Viejo mientras se rascaba una oreja.

- ¿Y cómo se llaman los perros del libro?

- Cipión y Berganza.

- ¡Qué nombres tan raros! ¿No les podían poner Tony y Manchas, por ejemplo?

- Son nombres españoles.

- Si tú lo dices. ¿Por qué siendo tú un perro tan educado e instruido compartes conmigo el destino de la calle? Podrías ser un perro de la guardia presidencial o qué se yo, hasta el amo y señor de una de esas casas tan bonitas a donde vamos a buscar comida todas las mañanas.

- No lo sé. Creo que no he tenido mucha suerte en la vida. Desde muy joven estoy solo y no he conocido más que las calles de este barrio. Pero no te creas, en estos años de andadas  he conocido historias memorables y personas que no se alejan mucho de los personajes de ese libro.

- ¿A qué te refieres?

- No necesita uno conocer el mundo para entender a los humanos, ellos se parecen no importa el lugar de donde vengan o su nivel de educación. Los hay de muchas clases y solo con verlos he aprendido a distinguir los buenos de los malos.

- Yo aún me equivoco con ellos. Son seres muy extraños, a veces tan amables y decentes, otras tan crueles y aburridos. No me gustan mucho las personas. Encariñarse con ellos es difícil, siempre están muy ocupados en sus propios asuntos y no reparan mucho en nosotros.

- ¿Recuerdas a alguna persona en particular? 

- Cuando era un muchacho - continuó el viejo - tuve una amiga muy especial que se llamaba Lucia. La gente en el barrio le llamaba la Señora Piojitos. Ella me acogió en su casa un par de meses. Puedo decir que fueron los días más felices de mi vida. Una vasija llena de papas frías con arroz y una caricia en la cabeza de vez en cuando. Recuerdo que el lugar donde vivía quedaba enfrente de una carretera y yo me sentaba a calentar las patas mientras ella se rascaba la cabeza con el pelo enmarañado.  Ella siempre hablaba sola, los hijos eran unos borrachos feos que nunca me quisieron. Pero ella me quería y eso era para mí era lo más importante. Llegué por allí una noche de lluvia y me enrosque cerca de unos cartones enfrente de su casa. Estaba agotado de caminar sin rumbo y decidí quedarme allí mientras amanecía y seguir mi camino a ninguna parte.

Cuando abrí los ojos reparé en un par de zapatos cambiados y un rostro que jamás había visto. Me asusté mucho e intenté salir corriendo. La mujer me alcanzó un platón con agua limpia y algo para comer que no recuerdo que era. No me sacó a patadas como pasaba siempre sino que arrastró de adentro una silla destartalada y se quedó muy cerca acariciándome la cabeza. Recuerdo que era una mañana clara e iluminada, los pájaros cantaban y yo no sé por qué ese día no se me olvida nunca, creo que esa es la felicidad.

Mientras escuchaba, Manchas se recostó en sus patas delanteras y abrió mucho los ojos para no perderse nada de la historia de su amigo.

-   Cuéntame más, quiero saberlo todo.

-   Esta historia no se la he contado a nadie, me duele un poco el corazón cuando recuerdo. No siempre pensar en los que no están con nosotros es grato. A veces te duele un lugar en la memoria que no sé dónde está. Doña piojitos es lo más parecido a una madre que he tenido. Ella me decía siempre que era un buen perro y que mientras ella estuviera viva me protegería y me daría abrigo y lo hizo hasta el final, ella cumplió su promesa. Lucia ya estaba por los 80 años. La casa era desordenada y siempre que salíamos a caminar ella recogía cosas de la basura: sillones viejos, cuadros rotos, le gustaban muchísimo los zapatos sin compañero. Siempre la veías con un zapato de uno y otro. Era parte de la magia de ser ella, no era parecida a nadie y tampoco le importaba lo que dijeran. Los vecinos cerraban las puertas cuando ella pasaba porque la creían loca pero en el fondo era la mujer más cuerda que he conocido, simplemente era diferente y las personas llevan muy mal el hecho de que otros sean distintos.

-   Igual que con nosotros, si no somos de raza nos miran como bichos raros. Muchas personas se han burlado de mi aspecto por tener las patas un poco cortas. Otros dicen que tengo las orejas muy grandes o que mi color es raro. Siempre me están criticando por cómo me veo.



-   A ella le pasaba lo mismo pero parecía no importarle. Siempre nos levantamos temprano y de la cocina salía un intenso olor a chocolate. Yo me sentaba a mirarla desde el umbral de la puerta, ella se entretenía escuchando las noticias y al final me daba un trozo de pan con un poco de chocolate que sobraba de su taza.  Se ponía a barrer toda la mañana el patio y a alcanzar con la escoba frutas podridas de los árboles. Las apilaba en un rincón y se olvidaba de ellas. Por eso la casa olía raro siempre y la gente prefería no ir a visitarla. También recogía revistas y periódicos viejos, se sentaba a leerlos en voz alta. Se reía mucho todo el día, era difícil verla malhumorada a no ser que me portara mal, me sacaba a palos de la casa y me dejaba castigado afuera. Las primeras veces temí que nunca más volviera a quererme pero antes de irse a dormir abría la puerta y me dejaba agacharme al lado de su cama a dormir cerca de ella. Uno de sus hijos siempre llegaba tarde en la noche arrastrando los pies de lo borracho que estaba. Yo cuando sentía las llaves afuera me ponía lejos de su alcance, no fuera y me pisaran la cola o me diera un puntapié.  Uno de ellos se llamaba Manuel y era amargo y feo el condenado. Siempre andaba en bicicleta y trabajaba en una casa de gente rica como jardinero. Siempre estaba hablando mal de todo mundo: Mamá, usted debería vender este rancho y darme lo que me corresponde para poder largarme de aquí, estoy harto. El del supermercado me dijo que está dispuesto a pagarle una buena plata por este tierrero. Usted coge su parte y se va para donde mi hermano y yo me voy para Bogotá a buscarme una esposa y todos tan contentos, cada cual en lo suyo. - ¡Es que es pendejo! - le contestaba la vieja rabiosa y con la cara roja - El día que me vaya de mi casa es para el cementerio. Su papá y yo trabajamos muy duro por tener este rancho y cuando se murió yo le prometí que nunca me iba a ir de aquí. Si está muy aburrido, lárguese usted, aquí nadie lo necesita.  Usted jamás me ayuda a nada, no me da ni una moneda y tengo que aguantármele la borrachera. ¡A ver qué mujer lo soporta si usted no sirve para nada!

-   ¡Ya empezamos! - resoplaba el hombre molesto - Con usted no se puede. Por eso solo tiene ese perro inmundo que la acompaña. Un día de estos se lo voy a sacar para la calle. Esos animales no sirven para nada, solo para hacer estorbo.

-   ¡Ni se le vaya a ocurrir tocarme mi perrito! Mejor que usted y muchos más sí es. Él no se avergüenza de mí ni anda pidiéndome la herencia cada que le da la gana. Este animal es mi compañero y el día que le pase algo lo saco de aquí con policía. Yo soy su mamá y usted me debe respeto así ya se le haya olvidado. Ahora la va a coger con el perrito que no le hace nada a nadie y es el único que está pendiente de que no se metan por la noche a robarme. ¡Déjeme tranquila y no me joda más la vida!

Se separaban vociferando siempre y yo corría a meterme entre sus piernas para esconderme. Ella me acariciaba y me decía al oído: tranquilo mi viejo que de aquí nadie me lo saca. Y fue así como me quedé con el nombre de Viejo siendo aún muy joven.  Creo que tengo el alma de anciano desde niño.

- Tengo el presentimiento de que esa historia no va a tener un final feliz - dijo Manchas mientras bajaba los ojos con tristeza.

- No lo creas, que no sea lo que uno desea no quiere decir que sea malo. Simplemente las cosas que tienen que suceder  ocurren y ya está. La vida me ha enseñado a aceptar con resignación lo que me toca.

-   ¿Y qué pasó después?

-   Muchas cosas. Un par de meses después llegó al tejado una nueva visitante. Era una gata negra muy joven que venía siempre en las noches a hablar conmigo. No he sido muy amigo de los gatos, pero ella era especial. Sus ojos eran inmensos y su pelo brillaba en la oscuridad. Siempre me quedaba debajo de un árbol esperando a que llegara, a veces mucho tiempo sentado y nada. Cuando menos esperaba, aparecía ella.

-   ¿Cómo se llamaba?

-   Cleopatra.



-   ¿Y quién le puso ese nombre?

-   Mi Lucia.

-   ¿Estas triste, Viejo?

-   Lo estoy.

-   Me tienes a mí.

-   Eso también lo sé. Eres un buen amigo, ¿lo sabias? - Le dijo el Viejo mientras se recostaba a su lado a contemplar las estrellas.

-   ¿La extrañas?

-   Todos los días.

-   Yo también la extraño. Siento que ya la conozco. ¿Algún día la veremos de nuevo?

-   Estoy seguro de eso. Siempre nos reencontramos con los que amamos, es ley de vida.  Si no fuera así ¿qué razón tendría conocerlos? lo importante es tener la certeza de que cuando todo esto termine los volveremos a ver en un lugar más bonito.

-   Eso es muy cierto, Viejo, yo por ejemplo quisiera saber si encontrare de nuevo a mis 8 hermanos.

-   ¿Ocho? no sabía eso, Manchas.

-   Hay muchas cosas que no sabes de mí. Aparento ser joven pero no lo soy tanto. Ya hasta se me están cayendo los dientes.

-   Eres afortunado - contestó riendo el Viejo - a mí ya no me queda ni uno.

-   Cuéntame un poco más de Cleopatra, me intriga saber qué pasó con ella.

-   Esa gata era una gitana embaucadora que robaba corazones y panes de la mesa. Lucia la descubrió una noche rondando por la cocina y se escondió detrás de la nevera para sorprenderla. Ella me culpaba de las extrañas desapariciones nocturnas. Pero al aguzar el oído algún día descubrió que no era yo el que entraba a hurtadillas a robar los panes del desayuno. Cuando Cleopatra se encontró frente a frente con la anciana se metió debajo de la mesa y comenzó a llorar desconsoladamente. A la mujer se le rompió el corazón y le sirvió, como era su costumbre, un poco de leche con migajas de pan y se lo puso cerca para que comiera. La gata se fue directo hacia donde estaba mi ama y se frotó contra sus piernas. Desde ese día no se separaron nunca. Y aunque al principio me sentí rabioso porque me robaba su atención, poco a poco fuimos volviéndonos amigos.

-   ¿Como hermanos?

-   Algo parecido a eso, Manchas.

-   ¿Yo soy como tú hermano?

-   Tú eres el mejor de los hermanos, amigo mío.

-   ¿Me quieres más que a ella, verdad?

-   Son cariños diferentes. Todos somos distintos y uno aprende a querer las cualidades de los otros y a no soportar a veces los defectos. Siempre recuerdo a mis amigos por las cosas positivas y ella fue una gran compañera aunque a veces fuera un poco huraña y silenciosa. Los gatos son personajes muy extraños, no son como nosotros.

-   ¿Por qué son diferentes?

-   Son naturalezas que distan mucho de parecerse. Los gatos son desconfiados, los perros somos muy tontos y nos dejamos engañar con facilidad. Los felinos son seres dotados de unas cualidades que parecen mágicas. Ellos detectan el odio en el aire, tienen un olfato muy agudo para las malas gentes.  Siempre vigilan desde lejos, es difícil ver un gato que se lanza a  saludar al que llega. Ellos observan sin prisa a los nuevos. Nosotros los perros siempre llevamos las de perder por que nos acercamos creyendo que todos nos quieren, por eso las patadas y los golpes son siempre para nosotros, somos muy tontos para querer. Cuando conocí a Cleopatra era muy joven. Nunca había tenido una gata cerca así que muchas veces pequé de bruto y me acerqué por sorpresa y recibí uno que otro manotón en la cara. Yo me molestaba mucho con ella y no la determinaba un par de días pero a ella no le importaba mucho y cuando estaba por ahí acostado echando la siesta  se arrebujaba en mi lomo y se quedaba muy quieta con su cabeza pequeña muy pegada a mi corazón. Yo intentaba no decirle nada, aunque quisiera cantarle la tabla, pero podía más mi cariño y siempre terminaba olvidando la razón de mi rabia con ella:

-   Eres un cascarrabias.  Si no vengo a buscarte te haces el loco y me ignoras.

-   Pero si te busco me das un golpe y me sacas corriendo.

-   No me gustan las sorpresas. Me pone los nervios de punta que algo se abalance sobre mí. Por eso intentó estar en guardia siempre y ver con detenimiento todo lo que sucede a mí alrededor. Uno nunca sabe lo que puede pasar, por eso siempre duermo con un ojo abierto.

-   Yo siempre duermo con los ojos bien cerrados, no faltaba más.

-   De eso puedo dar fe yo. Además, roncas.

-   Yo no ronco.

-   Bueno, lo que tú digas.

Lucia tenía muchas particularidades, una de ellas era que nunca se ponía triste a no ser que la molestaran.  Alguna vez sacó corriendo a los niños de la cuadra que la importunaban con sus tonterías. Era muy celosa de sus cosas, lo que para muchos era basura acumulada, para ella eran grandes tesoros. Un tocador con el vidrio roto adornaba su habitación humilde. La cama cubierta con un edredón de retazos hechos por ella misma. Un armario desbaratado con la ropa revuelta. Unas cobijitas en el suelo, siempre dispuestas; era ese lugar el más preciado para mí y mucho más cuando llovía y me acurrucaba a escuchar su respiración. Hablaba entre sueños mi ama evocando los viejos tiempos y al hombre que se había ido de su lado apenas unos años atrás. Yo apretaba fuerte los dientes y me daba mucha tristeza porque sabía en mi corazón que la hora de la partida estaba cerca.

Los días fueron buenos para Cleopatra y para mí. Ella tuvo muchos hijos de diferentes padres. Unos blancos de ojos penetrantes, algunos negros como ella, algunos no llegaron a abrir los ojos. Mi ama siempre los ponía en una caja cerca del fogón de leña y los cuidaba. Si me veía merodeando por allí me decía que no los molestara y me sacaba de un coscorrón. Yo solo quería mirarlos de cerca, eran tan pequeños y peludos que me daban ganas de jugar con ellos. Al poco tiempo desaparecían y veía yo a Cleopatra muy triste buscándolos por todas partes. Se ponía de muy mal humor y se iba semanas enteras.  Yo nunca le dije que Lucia regalaba a sus hijos de puerta en puerta. Muchas veces se sentaba en la puerta principal y se los regalaba al que le interesaran. Se iban los pequeños felinos sin despedirse de su madre.

-   Es el destino de todos - Agregó Manchas con voz baja.



Algún día desperté tarde. No sentí a Lucia levantarse como todos los días. Cuando abrí los ojos, ella aún seguía recostada de lado en la cama. Intenté acercarme para que se levantara pero no respondió. Estaba muy quieta y no escuché su respiración por más que me acercaba a su cara. El día que tanto había temido había llegado: mi ama estaba muerta. Corrí como un loco a ladrar a la puerta para que alguien la ayudara, nadie vino. Me quedé a su lado hasta el anochecer cuando uno de sus hijos la encontró.  Me sacó de una patada de la casa y me dejó afuera para siempre. Se llevaron a mi vieja para el cementerio sin lágrimas ni adioses.  Cuando se la llevaron pusieron un candado grande en la puerta y nadie volvió en meses. Soporté lo que pude hasta que el hambre me ganó y me fui para no volver nunca. Me despedí de Cleopatra que se quedó adentro y se negó a irse: 



- Me voy, amiga, ¿quieres venir conmigo?
- No, viejo, yo me quedo. Quizás vuelva la doña y quiero estar aquí para recibirla.
- Si vuelve, dile que la quiero.
- Se lo diré.
- Cuídate, Cleopatra.
- Cuídate, Viejo, no te metas en problemas.


Desde aquel día todo ha sido peregrinar. No he vuelto a encontrar a un humano al que pueda llamar amo. Mis amigos de correrías han sido otros perros que me aceptan por mi experiencia en las calles y seguiría siendo así de no ser porque ahora en verdad estoy viejo. Me canso muy fácil y quisiera pasármela durmiendo en algún lugar caliente como aquellas cobijas de las que te hablé. Apenas hace unos días he podido estarme quieto por la señora de las perritas que nos da comida en este parque y que me trata como lo hacía Lucía. Algo de parecido tienen, aunque la señora de las perritas es más joven y delgada, pero me mira de la misma manera. Así que ya vez, Manchas, a veces se encuentra a los que hemos querido en otros. Por ejemplo, yo en ti he encontrado a otro perro color bellota que me acompañó por mucho tiempo hasta que nos extraviamos.

-   No, yo soy único e irrepetible.

-   Todos lo somos. Aun así, sé que en el mundo hay muchos viejos como yo.