Usted sabe… toda la tierra se convertirá en un jardín
florido, y la vida será entonces extraordinariamente fácil y agradable.
Antón Chéjov.
Con el epígrafe
anterior da inicio Celso Román a Los Amigos del Hombre, una de las historias de
animales más hermosas que he leído en mi vida. Quise iniciar con ella para
empezar la historia de mi amigo Cantero.
Camina siempre
mirando a los lados, preso de un estado casi frenético. Está malhumorado y, aunque digan que los
animales no hablan, él lo manifiesta.
Gruñe a su paso por un mundo que lo humilla y lo margina, gruñe a las
personas que lo ignoran y maltratan, gruñe a otros perros que le compiten la
comida y el territorio, gruñe y ladra incluso a los que lo queremos, no
sabiendo otro lenguaje. No creo que cantero haya tenido un hogar nunca. Las
caricias le son extrañas, pero las recibe con felicidad y gruñe. Una lucha
entre el perro callejero que no puede mostrar debilidad y el cachorro manso y
tierno que se esconde detrás de la rabia de estar siempre de un lado para otro
sin importar las inclemencias del tiempo, la falta de comida o la intolerancia
de la humanidad que no repara mucho en él. No creo que a estas alturas le importe mucho,
y estoy segura que no soportaría la cárcel de un apartamento, ni las reglas de
nadie, porque Cantero es un hijo de la calle y ya está.
Talvez podría
adecuarse a una finca que fuera solo suya. Estar 24 horas al acecho de los
intrusos, caminando el día entero de aquí para allá, ladrando al viento y a los
pasantes, sin cadenas. Encontrar una familia para él a estas estas alturas no
sé si sería la mejor opción. Para un animal como él encerrarlo sería
matarlo. Además, sería difícil que alguien viera su belleza debajo de su pelo
mugroso, sus muchas cicatrices y sus colmillos pelados. Lo encontramos en cualquier esquina y lo
saludamos, a veces repara en nosotros, otras veces camina rápido y no nos
determina. Él siempre parece resuelto a
ir a alguna parte, me encanta eso de él.
Parece mucho más decidido que muchas personas que conozco que no saben
si casarse, viajar hasta encontrar el amor de sus vidas o simplemente
suicidarse.
Todos los perros
que he encontrado tienen algo que enseñarme. Por eso siempre intento mirarlos
detenidamente. Al regresar a casa siempre estoy hablando de ellos, es una
charla que no para, y mi esposo entiende perfectamente de lo que hablo porque
igual que yo está a gusto con ellos y no dudaría un segundo en preferirlos
sobre las personas que nos aburren muchas veces. Estoy segura de que el secreto
de los animales está encallado en esa dulce presencia que no exige de nosotros
el desgaste permanente de las palabras, tan sobrevaloradas, en un mundo que
está hecho de búsquedas banales de éxito y eternos monólogos de egos inflados.
Ese querer siempre tener la razón. Ellos están hechos de pequeñas cosas que
resuelven enigmas indescifrables para muchos. El cariño, la alegría, muchas
veces la soledad de sus vidas, iluminada con una caricia, un plato de comida,
una pelota para jugar un rato.
Con Cantero el
código es distinto. Con él siempre debo ser mesurada, si lo abrazo muy fuerte
puede mostrarme los dientes. Hace un par de meses llegó al parque herido de una
de sus patas de adelante. Se acercó hablando en su lenguaje, al parecer con
mucho dolor. En la maleta que saco todos los días, generalmente tengo
antibiótico, cremas cicatrizantes y soluciones para limpiar heridas. Son tantos
los que llegan a diario que ya estoy preparada para cualquier cosa. Dejó que lo limpiara con mala cara, me miraba
sin saber qué le hacía y después de comer un poco se fue alegando, rengueando
de esa pata que no le impedía seguir su peregrinar, su lucha. Después de eso me busca siempre, casi todos
los días viene a saludarme. Y no es cualquier saludo, llega ladrando a todo
pulmón y espantando a los que están por ahí estorbando. Conmigo es un peluche,
aunque cuando dé la vuelta, esté arrastrando a otro del cuello para demostrarle
que es rey del parque.
La ley de la
calle es cruel y no permite animales débiles, deben luchar por territorio, por
las sobras en las bolsas de basura, por las perritas en celo, por el dominio de
la manada. Eso debemos saberlo todos los que luchamos por ellos o al menos
quienes sientan afinidad por los hermanos peludos. Es una lucha difícil, pero
hemos avanzado, y estoy segura de que, aunque nos queda un largo camino,
estamos haciendo lo correcto que es, al menos inicialmente, visibilizarlos. A Cantero ya no le tocó la adopción, a él
tenemos que acompañarlo y esperar todos los días que regrese con vida. Porque
si hay algo cierto es que la calle nos los quita todos los días. No sabemos cuándo
pueden ser atropellados, envenenados, cuándo se puedan perder detrás de una
perra en celo, a pesar de su agudo olfato y buena memoria.
Cantero no tiene
manada, es un lobo estepario. Hay algo humano en su mirada, no sé realmente lo
que es, si es su expresión, la forma de sus ojos o el color café humano, si eso
fuera un tono, pero cada vez que se queda mirándome fijo yo presiento algo más
allá de un perro. Sí, pueden llamarme loca y tal vez después de 5 años de estar
rodeada permanentemente de animales y no de humanos, los códigos de
comunicación míos han cambiado y les puedo asegurar que charlo con los perros
varias horas sin aburrirme. En las mañanas dedico un par de horas a hacer
ejercicio y mientras lo hago los tengo por todas partes. Siempre estoy
pendiente de cada uno. Por eso cuando pasan un par de días y falta alguno,
siento miedo de no volver a verlo y trato de preguntar a la gente y recorrer el
barrio buscándolo. El viejo, por ejemplo, desapareció un día de hace 2 años y
por más que Jairo lo buscó por todas partes, nunca supimos a ciencia cierta qué
pasó con el abuelo. Nos quedamos con la
idea de que no quiso morir al lado de sus amigos y se fue lejos, solo porque
así son los animales y porque hay un montón de orgullo en sus vidas. Eso de
irse a morir lejos es un acto de rebeldía que solo que es difícil de entender.
Tal vez alguien se lo llevó, no podemos ni queremos dejar de creer en esa
opción, aunque sea la menos frecuente.
He pasado un par
de meses sin saber muy bien si quiero seguir escribiendo. Tengo varios textos
guardados que no he vuelto a mirar porque me aburren y las historias, que son
muchas en este barrio, a veces siento que a nadie le interesan. Por eso entre
una cosa y otra intento mantenerme motivada para seguir haciendo mis historias
animales y esto es lo que hago en las tardes cuando por fin las tareas de la
casa y las perritas me permiten sentarme un rato al computador. Leyendo a Tomas
Gonzales en Las Noches Todas, el último libro que leí, pensé mucho en la
vocación que tienen los seres humanos para girar siempre en sí mismos, en su
soledad, en su tristeza, en sus anhelos. Y estoy tan harta de las historias
humanas que no tengo ganas de escribirlas.
Para eso ya hay un montón de gente que tiene la fórmula perfecta para
ganar premios, que escribe y reescribe las búsquedas humanas, que pueden
escribir lo que vende que es un eco de la habladuría incesante de los hombres.
Prefiero perder un poco el tiempo en cosas que interesan a pocos. También me ha
rondado la cabeza mi último paso por la academia que me dejó exhausta,
intentando demostrarles a las personas que sí podemos escribir de otras cosas,
que los parámetros de la crónica, el relato o el cuento son infinitos y que las
formulitas ganadoras que te llenan los bolsillos y el corazón de vanidades, no
son siempre la mejor opción si queremos escribir y contar de corazón. Quería
decirles que el arte siempre ha estado del lado de los oprimidos y que en nuestro
tiempo, los más oprimidos son los animales. Poco conseguí de aquello y me
retiré en silencio al bar más cercano a emborrachar a mis personajes.
He ido renovando
poco a poco la esperanza en mis crónicas animales y vuelvo a trabajar a ver que
sale de todo esto. Conque se renueve mi fe en lo que hago me doy por bien
servida, porque finalmente es el único combustible que podría hacer que un
proyecto en el que pocos han creído tenga algún valor, y no me refiero a lo
monetario, sino a la manera en que las personas se acercan a las historias
anónimas que intento contar. La vida de Cantero puede parecer una historia como
cualquier otra, pero no lo es. Es la
historia del perro enfadado que es metáfora de la vida misma. Que desentraña un
profundo valor para aquellos que han tenido muy poco, pero han sobrevivido. Son
unos luchadores, son animales sin tierra ni dueño. Son parias, son historias de
vida.
Para justificar
aún más el símil de la vida de cantero con la de cualquier lucha, debemos
remontarnos un poco más atrás en su historia. Cantero no es propio de este
parque. Las primeras veces que lo vimos venía detrás de un muchacho joven que
trabajaba como vigilante en la Canteras de Manas a unos tres kilómetros de
donde vivimos. De ahí el mote que le pusimos a falta de un nombre. Algo debería
darle el muchacho más de lo que podía obtener en la cantera para que se viniera
con él. A diario hacía el mismo recorrido y se devolvía a dormir en el sitio
que llamaba casa. Fue así como nos conocimos y empezó a quedarse más tiempo en
el parque donde sabe que encuentra un poco de comida y cariño.
De Cantero tengo
un recuerdo vívido y hermoso que me acompañara siempre. Son mis mañanas de
trotada por la ciclo-ruta Cajicá- Zipaquirá, cuando se va a mi lado por más de
dos kilómetros. Bravero, tratando de protegerme de los perros amarrados de las
fincas, de las bicicletas que vienen en contrasentido, siempre alerta, como un guardián
que no sabía que tenía, porque ni siquiera mis propias perras lo hacen, esperándome
impaciente porque no alcanzo a tener su ritmo, es un deportista sin títulos que
me mira de lejos. Él no presume de maratones, pero las ha corrido todas y no le
interesa publicarlo. Con él me siento muy orgullosa, quien no ha de sentirse
feliz de tener un amigo así y de contar una historia como la suya.
Dejé de verlo hace
un par de días, mientras escribía su historia. Siempre me entra el miedo de que
no regresen y fue Jairo el que confirmó mis sospechas. Cantero estaba desaparecido.
Retomé la ruta de mi ejercicio y paré en la cantera a preguntarlo. Un vigilante
con mala cara me dijo que no sabía nada de él. A veces tengo muy malas maneras
y resulto grosera, pero ese día intenté ser amable para que el hombre me diera
razón del perrito, pero todo fue inútil. Regresé triste mirando entre la
carrilera a ver si lo veía por ahí tirado, uno nunca sabe la suerte que corren
ellos, niños que no saben cruzar calles, niños que desconocen los peligros de
un mundo que no está hecho para ellos.
La semana pasada,
entrando al conjunto, un vigilante que me ayuda siempre en los quehaceres de
lidiar con perras en celo, cachorros en hogar de paso, perritas recién
operadas, etc, me dijo que a Cantero lo habían adoptado. Me quedé pasmada sin
saber muy bien lo que él me decía. Una señora del conjunto donde vivo lo vio
afuera en una noche de lluvia y lo entró a su casa para protegerlo sin saber si
se quedaría o pediría la calle nuevamente. Durmió toda la noche agotado y el
día que siguió no quiso moverse de la cobija que ella le dio. Apenas si salió a orinar y volvió a dormirse.
Agotado de caminar años quería quedarse acurrucado en el calor de un hogar que
no había conocido. Y esa mujer lo llevó a un refugio donde lo bañaron y están
tratando de socializarlo con otros animales para poder traerlo a casa. No sé qué suceda, pero hay una pequeña luz de
esperanza, porque si logran que se adapte el perro malhumorado, refutan mi
afirmación inicial de que hay perros que son de la calle y tendría que replantear
y decir que todos los perros quieren un hogar, sin excepción.
Espero que la
próxima vez que lo vea, paseando con su humana, haya perdido un poco el mal
humor tras el cariño de una familia y sus aullidos sean solo de felicidad. Lo
merece, igual que todos.