Manchas

Manchas

martes, 6 de noviembre de 2018

REPUBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA




República Bolivariana de Venezuela 1

Un Dólar

Arribamos al aeropuerto de Isla Margarita, Santiago Mariño, el 17 de octubre de este año. Eran las 3 de la mañana y, a pesar de ser un vuelo de menos de 2 horas, tuvimos que pasar largos controles migratorios en Colombia y uno no muy largo en el país vecino. Era un vuelo chárter contratado por la agencia de viajes con la que habíamos comprado un paquete completo que incluía tiquetes aéreos, alojamiento y servicio de alimentación y bebidas por 8 días. Bajamos del avión y nos dirigimos todos a legalizar nuestra entrada. Como es lógico todos íbamos a la expectativa de lo que encontraríamos allí. Lo primero que vi al poner mis pies dentro fue un inmenso letrero que decía “Bienvenidos a la patria de Bolívar y la tierra de Chávez”. Pensé sin decir nada: es raro que este país sea de alguien que está muerto hace ya tantos años. Víctima de un cáncer que, a pesar de los esfuerzos de un gran grupo de los mejores médicos del mundo y todo el dinero y el poder, se lo llevó en menos de tres años, dejando un país en manos de su sucesor que maneja Venezuela a la sombra de un hombre controversial que dejó un legado que está en todas las paredes de colegios, plazas y parques, con su rostro adusto que ya es parte de la historia de este país. Para algunos como un ejemplo de cambio. Para otros la marca indeleble que no se sabe a donde los lleva. Porque si hay una palabra que define el ambiente de todos sus habitantes es la incertidumbre. 

Mientras hacíamos la fila, no podía dejar de mirar a los lados. No había ni un solo almacén abierto, ni ningún lugar para tomar un café mientras esperábamos que llegaran las maletas e irnos a descansar al hotel. Cuando acabamos con el proceso y ya estábamos en la sala de espera vimos los buses de los hoteles. Un hombre alto y delgado, llamado Eugenio, de unos 35 años, nos saludó muy amable y nos explicó que él sería el encargado de llevarnos al Hotel Punta Playa. Iba pulcramente vestido, con su chaleco distintivo de la agencia de viajes, pero para el observador no pasaba por alto que sus tenis Nike de bota estaban desgastados y rotos.   Al ver que no teníamos nada más que hacer mientras cada grupo se organizaba salimos a fumar un cigarrillo. Dejamos las maletas en el suelo y nos quedamos mirando las palmeras que adornaban la entrada. Ya nos sentíamos de vacaciones y estábamos felices de poder disfrutar de unos días de playa y cocteles. Había varios operarios de los hoteles, entre ellos los choferes que eran los que se encargaban de acomodar las maletas. Uno de ellos se acercó muy decente y nos pidió un cigarrillo. Nosotros no dudamos en dárselo y vi como el hombre se alejó un poco a mirar la marca, se lo llevó a la nariz y aspiro hondo el olor del tabaco. Revisó sus bolsillos y regresó avergonzado a pedirnos un mechero para poder encenderlo.

-         - Qué pena molestarlo de nuevo, me acabó de dar cuenta que no tengo como prenderlo. En este aeropuerto hay años que no se consigue nada. A esta hora le toca a uno fumarse un dedo.

Fue muy breve la conversación que tuvimos, pero puede darme cuenta que disfrutó cada calada que le dio a ese cigarrillo. Y si me hubiera pedido más con gusto se los hubiera dado.

El viaje al hotel fue un recorrido de unos 40 minutos. El aire acondicionado estaba a topé sobre nuestras caras y no había forma de desviarlo ni cerrarlo porque las rendijas estaban dañadas.  Tuve que intentar taparme con lo que llevaba a mano. Intenté descansar, pero tiritaba y decidí concentrarme en el paisaje de afuera. Lo primero que noté era que el alumbrado público no estaba en uso, por eso debía esforzarme más para ver algo. No sé por qué cuando veía las casas recordaba las casas de la Habana en Cuba. Todas habían pasado por mejores días. Había un aire de abandono constante y muchas de ellas parecían estar deshabitadas. Casi todo el lugar estaba en penumbra y alcance a ver una familia con las sillas afuera tomando el aire a esas horas de la madrugada. Me imagino que con esa temperatura es difícil dormir sin un ventilador y las personas prefieren quedarse afuera hasta tarde. Gran parte de las zonas que pasábamos estaban sin luz.



El nuevo nombre de la República Bolivariana de Venezuela nace después de 14 años bajo el poder de Hugo Chávez. Bajo un mandato ejecutivo modificó la denominación del país. También de su moneda y de las fuerzas territoriales. En 1999 se darían los primeros cambios con su llegada a la presidencia. La reforma a la Carta Magna que presentó a la Asamblea Constituyente proponía el cambio de Venezuela a su nombre actual, República Bolivariana de Venezuela.  Fue más allá y cambió los nombres de los ministerios: El Ministerio de Relaciones exteriores fue llamado Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Exteriores, entre otros.  Y quizás uno de los cambios más dramáticos fue en el año de 2009 eliminar ceros a la moneda nacional, el Bolívar, llamándolo “Bolívar Fuerte”, que desde ese entonces ha sufrido graves devaluaciones. Por un capricho de niñez hizo fabricar una moneda y pidió de manera expresa al Banco Central poner en uso esta moneda que equivale a 12 céntimos y medio, pero debido a su exiguo valor no tiene ningún uso. Otro de los cambios que intentó ejecutar fue la introducción en los barrios populares de un billete llamado “El Líder”. Por algún tiempo fue usado para que los estudiantes pagaran el transporte público. Esta breve reseña la hago porque según lo que pudimos ver en nuestra estancia en Venezuela, con los antiguos bolívares se fabrican carteras y billeteras, ya que no tienen ningún valor.  



Con los soberanos no alcanza para comprar nada.  Un dólar cuesta una gaseosa. La mayoría de personas que prestan sus servicios como camareros, choferes, guías, reciben un dólar o dos, máximo, de los turistas que al ver que ganan tan poco se los obsequian. Si vas a comprar algo a los pocos almacenes de suvenires hay llaveros, artesanías y recuerdos de la isla en zonas específicas. Casi todo lo que te venden vale un dólar.  Las perlas, reales y falsas, y los objetos elaborados con ellas son más costosos y casi todo se paga en dólar. Por su puesto que está en uso el Soberano, principalmente por los locales, pero si te acercas y preguntas en que moneda puedes pagar te dicen que en la que te tengas. Algunos lugares ya aceptan pesos colombianos, en este momento es el turismo colombiano el que prima en Margarita.  Algo que me da mucha tristeza contar aquí y que me gustaría obviarlo, pero no puedo, es que afuera de los hoteles y los pocos centros comerciales hay niños con mucha necesidad pidiendo algo de comida o un dólar. Uno de esos niños se nos acercó con un billete de dos mil pesos colombianos y mil en monedas de doscientos, empacados en una pequeña bolsa transparente, y le dijo a mi esposo con mucho respeto: Parce, me cambia estos 3 mil pesos por un dólar para comprar comida, con pesos colombianos no puedo comprar nada. Nosotros le dimos un dólar sin recibirle los pesos. Yo pensé: ¿quién demonios le da a un niño de estos en este país un billete de dos mil pesos? Aun no logro comprenderlo.  Con los precios y la inflación de Venezuela ese billete no sirve para nada y tampoco se los reciben en las tiendas. Y aunque un dólar tampoco les soluciona su situación, quizás podrán cambiarlo en el comercio informal por soberanos e ir a un lugar a hacer la fila y comprar algo de pan. Una de las panaderías que vimos no tenía nada en los anaqueles y una extensa fila esperaba a que sacaran el producido del día y, según lo que nos contaron, no alcanzaría para muchas personas. Por eso llegaban con una o dos horas de antelación para quedar en los primeros puestos. No hay insumos, no hay harina, ni huevos, y lo poco que consiguen es caro. Los productos básicos de la canasta familiar tienen precios muy elevados.      


 
Siguiendo un poco por esta línea, teníamos mucha curiosidad por visitar el Hard Rock Café ubicado en la zona comercial de la isla. Aprovechamos una salida guiada, en la que pudimos empezar a ver grandes hoteles abandonados, otros a medio construir, muchos autos de los ochentas y noventas con todas las reparaciones posibles, vallas y murales de Maduro y Chávez por doquier, gente en los paraderos de buses y en los parques, vías poco congestionadas y almacenes cerrados, hermosas playas y caseríos de pescadores. Lo encontramos en un centro comercial que, aunque al parecer es de los más activos, tenía aire a viejo. Había una larga fila afuera de un supermercado y adentro restaurantes y almacenes de marcas conocidas con los precios conocidos y nada económicos. Entramos al café y pudimos ver un lugar vacío. Eran como las 5: 30 de la tarde de un jueves y teníamos dos horas para estar ahí mientras los otros del grupo curioseaban o tomaban algo.  Un joven de unos 25 años salió a recibirnos con la amabilidad que todos los margariteños tuvieron hacia nosotros. Le preguntamos qué moneda recibían, ya nos habían advertido que antes de hacer alguna compra nos cerciorarnos de la moneda, ya que en algunas partes no recibían dólares, solo moneda nacional.  







-          - Ey, muchachos, bienvenidos. Ustedes son colombianos, se les nota por la buena onda. Les voy a dejar la carta y ya pregunto en qué pueden pagar.

Nos quedamos mirando una extensa carta de platos y cocteles. No teníamos hambre así que nos dedicamos a observar los licores.  Antes de retirarse, Carlos nos advirtió que si queríamos comer algo debíamos preguntar.  La mayoría de los ingredientes como especias y salsas no estaban disponibles y por esa razón no todo se podía preparar.  A pesar de pertenecer a una gran cadena de restaurantes, el Hard Rock Margarita sufre, como todos, los embates de una economía en recesión, de un bloqueo tácito, que no permiten separarse de la realidad económica de Venezuela.

-         -  Chicos, me dice la administradora que recibimos dólares, ya todo arreglado.

-         - Nos gustaría tomarnos un mojito y una margarita. El muchacho se quedó mirando pensativo la carta.

-          - Voy a preguntar adentro, a veces no tenemos todos los ingredientes.

Regresó luego rascándose la cabeza.  
-       
        --  No tenemos hierbabuena. Pero les puedo ofrecer el coctel de la casa, esta delicioso y sé que les va a encantar.
     
       Accedimos con tranquilidad. No somos gente quisquillosa, se come de lo que hay y mientras nos den licor, no importa. 
-          
     - ¿Por qué hay tan poca gente? - le pregunté
-        
       -  Es temprano aun, de pronto en un rato lleguen un par de mesas. Eso espero. Esta es mi segunda casa. llevó mucho tiempo aquí. Me siento muy orgulloso de ser parte de Hard Rock Café.
-       
        -   Se nota que disfruta lo que hace - le dije al ver su sonrisa sincera, amable.
-        
         -  Sí, claro, aunque a veces no sé ni cómo llegar ni irme, en la isla ya casi no queda transporte público.
-        
         -  ¿Y vive muy lejos?
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         -   Ni para que le cuento. Vivo muy lejos. Por ejemplo, hoy no sé cómo me voy, ya estoy por salir, pero los quiero dejar muy bien atendidos antes de irme.

Recorrimos los tres el lugar. Nos contaba con mucha gracia cada foto. Su acento y la pronunciación isleña del inglés me encantaban, era sin lugar a dudas un muchacho que a pesar de la adversidad intentaba no demostrarla. Hay mucha dignidad en los venezolanos, a sabiendas de su precaria situación están bien vestidos, aunque a casi todos se les ven los zapatos gastados.  Los zapatos son la prenda de vestir que enseña primero el trajinar de todos los días.    

- Estudié Comunicación Social y Periodismo aquí en Margarita, pero como está la cosa el único periódico que había cerró hace un par de años porque no había papel para la imprenta.  Por eso me quiero ir para Colombia a trabajar allá en el Hard Rock, queda en una zona muy bonita y mientras tanto buscar un trabajo en lo mío.

-En Colombia las cosas están complicadas. No creas que es el paraíso, nosotros estamos con un nivel de desempleo grande. La cantidad de venezolanos que están llegando está generando mucho impacto. No tenemos la infraestructura, nosotros somos un país pobre. 

Carlos se quedó pensativo un momento. Me sentí un poco mal de haberle dicho eso. Quien era yo para decirle una cosa de esas. Pero me preocupa que las personas crean que aquí encontrarán un nivel de vida mejor. Las personas que veo a diario en las estaciones de Transmilenio venden dulces al lado de los colombianos que están igual de necesitados. Muchos barrios marginales los reciben a continuar un ciclo de pobreza que nosotros tenemos desde siempre, esto no es Estados Unidos. Los de aquí también aguantamos hambre, los niños están desnutridos y muchos jóvenes no pueden educarse. Entonces escuchar una persona que ve en este moridero una oportunidad me sorprende mucho. 
-        
        -  Yo de todas maneras no pierdo la esperanza.

Se fue a cambiarse porque ya tenía que salir si quería regresar a su casa. Me quedé mirándolo mucho rato mientras bromeaba con sus amigos y recibía a otro joven de su edad que lo reemplazaría. Cuando por fin se acercó para despedirse Jairo, mi esposo, le dio un billete de 5 dólares que él observó con agradecimiento.
-        
        -  Ustedes no saben lo mucho que significa este billete para mí, mil gracias.

Lo perdí de vista un rato. Pensé que ya se había ido.  Cuando alcé la mirada esperando mi segundo coctel lo vi en la puerta despidiéndose de alguien. Llevaba en las manos una bolsa con arroz y otra con frijoles. Se despidió de mi con la mano. Me quedé viéndolo ir. Adiós Carlos, ojalá la vida sea dulce y próspera para ti.  

Desde mi llegada tuve la sensación de tristeza, algo no encajaba muy bien con el espíritu caribe que uno espera encontrar. Los pocos rostros que había visto tenían un aire de preocupación, un poco de pesadumbre, resignación quizás. También imaginé que no iban a estar saltando en una pata por recibir el desfile de turistas colombianos, pero había algo en ellos que me decía que las cosas en la isla eran complicadas. Esa manía mía de verlo todo, de analizar cada cosa, a veces me juega en contra. Es como si empezara desde muy pronto a armar un rompecabezas, siento mucha curiosidad por los sitios que nunca he visto y creo que la única manera de construir algo es observar con detenimiento cómo son las personas, cómo hablan, cómo miran, cómo nos miran.  Imagino que tampoco somos un público muy deseado, ya se sabe que los colombianos somos caprichosos y cansones, burdos, ruidosos, borrachos, peleoneros.  Me aburre tener que estar en grupo durante mucho tiempo porque odio de manera personal el espíritu de la manada e intento siempre estar por mi cuenta, pero en planes como este tendría que acostumbrarme porque era parte del concepto vacaciones todo pago.



 República Bolivariana de Venezuela 2

Situación País


Volviendo a nuestra llegada, mientras nos registrábamos nos hicieron pasar al comedor donde nos tenían preparada una merienda. Yo opté por servir un café que apenas probé, no supe qué pensar al respecto. Era como cuando te tomas un tinto hecho en una cafetera durante todo el día y te dan el ultimo cuncho. Una señora muy animada que venía con nosotros, ya mayor, de unos 70 años, dijo: pero esto qué es, ¿café naturista? Mi esposo y yo nos reímos. Jairo no pudo evitar la curiosidad y tomó un poco de mi taza. Me miró sorprendido, eso para nosotros no era café.

Del hotel, 4 estrellas, la sorpresa fue que en lugar de la habitación que esperábamos, encontramos un apartamento con sala, cocina, dos habitaciones, dos baños y un gran balcón con vista a la piscina, estábamos en el paraíso. No dormimos mucho y vimos el amanecer al calor de un aguardiente Antioqueño que compramos de manera apresurada en el aeropuerto El Dorado por si llegábamos con ganas de un guarito para dar inicio a nuestras vacaciones. A esa hora, obviamente, el bar del hotel no estaba abierto.



Con la luz del sol llegó el hermoso paisaje. Una brisa que venía de cerca, el viejo mar estaba a una cuadra y ya podíamos sentir su presencia. La estancia en el hotel no tenía muchas variaciones, el comedor siempre dispuesto con jugos naturales y alimentos a toda hora. Como siempre, donde haya humanos no pueden faltar los animales y nuestros compañeros de estadía serian una gata preñada anaranjada con blanco, que bauticé como Rita Indiana, dos hermanos siameses y un gato gris que se llamó Juan Pedro en honor al protagonista de mi libro de Viaje: Trilogía Sucia de la Habana, de Juan Pedro Gutiérrez.  Un relato maravilloso de un cubano que habla de la realidad de un país comunista en que sus habitantes apenas sobreviven con lo poco pero que no pierden la ilusión ni las ganas de follar todo el día y tomar ron mecidos por la brisa del mar en el malecón: “Isabel ha adelgazado demasiado. Esta fuera del caldero, como todos. Pero sigue alegre y simpática. Lavando por unos cuantos pesos, pasando hambre. Soportando al tipo con el que vive que no tiene donde caerse muerto. Así pasa los días con un cigarro, o un buche de café. Con un macho que le guste. A veces logra tener todo al mismo tiempo. Y mucha música. Eso no puede faltar. Lo otro es pensar poco”. El espíritu de este relato es sincero y habla de la robustez de ánimo que desarrollan las personas que no han tenido nada fácil en la vida, que desde que se levantan deben ingeniarse la manera de buscar algo de comida, de ver como sus vecinos y el lugar donde habitan es adverso para todos. Muy afín al lugar en el que estábamos. Admirable la idea del socialismo, pero ninguna ideología perdura cuando el pueblo muere de hambre. Uno desde la comodidad de su sofá puede defender el discurso, pero ya parado en medio de la nada con el estómago gritando no creo que se sostenga por mucho tiempo.  No quiero entrar en detalles sobre mi posición al respecto porque hablar de política es muy agotador, pero solo espero que cuando terminen de leer este escrito ustedes saquen sus propias conclusiones sin tener que sentarme a hablar de escritores reconocidos, ni de la catedra literaria que suena tan bien en el papel pero que se define única y exclusivamente cuando vez de primera mano que las personas sufren de necesidad en lo más básico. Una cosa es cierta, la abundancia y el desperdicio no son lo ideal. Pero otra cosa muy distinta es que no puedas comprar arroz, frijoles y un huevo. Eso me parece demoledor y no le encuentro soporte a ningún discurso que quiera ver una sociedad hambrienta en pro de un sistema político.



Creo que la primera mirada real a la isla fue el segundo día que salimos a conocer la playa.  Una planta de desalinización a pocos metros de la salida del hotel y varias personas bañándose con una manguera. Varios carro-tanques aprovisionándose de agua para llevar a las comunidades alejadas que desde hace meses sufren de racionamiento, nadie sabe la razón real. Simplemente los servicios básicos no son como antes y la rutina de vida de todos los margariteños ha cambiado notablemente. Muchos pasaron de tener trabajo permanente en los hoteles a preferir el trabajo informal de la calle donde pueden ganar un poco más si tienen suerte, ya que un día de trabajo vale 3 dólares y las jornadas cambian y la rotación de personal es permanente.

En la llegada a la playa vi varios lugares, donde antes se vendían cocteles y comidas, cerrados. Solo un chiringuito con varios nativos de la isla vendiendo con pocas botellas y poco surtido. Un grupo de varios vendedores a la sombra de los arboles charlando animados. Las mujeres intentaban convencer a los turistas de hacerse trenzas o un masaje relajante. Casi todos los vendedores ofrecían sus productos por un dólar sin necesidad de cambios o de vueltas. Ya desde Colombia nos habían advertido que lleváramos muchos billetes de dólar. Y no se equivocaron. Ninguno de ellos se comportó con nosotros de manera irrespetuosa, al contrario, si no aceptabas te dejaban pasar con tranquilidad. Como siempre los grandes contrastes de la vida. Los que no ven nada y pasan de largo a refugiarse en el bar del hotel o a las tumbonas a tomar el sol haciéndose los desentendidos porque no les importa nada, gente que va por la vida, esa gente que es casi toda, que baja los ojos para no ver la realidad de un mundo distinto. Tal vez no pueda hacer mucho por nadie, pero creo que una de las maneras de no dejarlos solos es retratarlos en mis escritos. Esa es la manera que tengo de no dejarlos morir. Es la manera que tengo a través de demostrar que hay personas que ven, que sienten y que estamos aquí para contarlos. No soy afín a muchos. Paso de conversaciones aburridas, pero me interesan aquellas personas que tienen algo que decirme, que mueven las manos, que te miran con firmeza, que te tratan con respeto y que a pesar de su adversidad tienen un momento de su vida para dedicarte. No hay mucho de eso en ninguna parte. Por eso cuando lo encuentras debes ser agradecido y profundamente respetuoso por las circunstancias que viven. Creo que esa es la única manera de acercarse.



En esos primeros días, y aun sin ver nada de la isla que es aproximadamente 10 veces el archipiélago de San Andrés, tan solo esa playa cercana al hotel, conocí a José Manuel, un Cartagenero que llegó a Margarita hace 20 años cuando los dólares corrían como agua y había mujeres lindas por todas partes. Se casó con una nativa de la isla y tiene 4 hijos pequeños.  Desde hace 5 sobreviven como pueden. Su mujer ahora hace bolsos con billetes de bolívares de diferentes denominaciones. Una cartera o una billetera con decenas de billetes te vale 7 dólares. En el comercio interno ellos manejan el soberano, la moneda actual, que no vale un “soberano culo”, pero en el comercio informal con los turistas se maneja el dólar. Para el gobierno un dólar equivale a 60 soberanos, en el comercio informal un dólar equivale a 120 soberanos actualmente. Hace un mes equivalían a 180 soberanos. En unos meses es probable que un dólar valga 80 soberanos o menos.

Entre los niños que ofrecían conchas con vírgenes, collares de perlas y manillas, vi a lo lejos a José Manuel sentado con su esposa almorzando una ensalada sin nada más. Más tarde me contó que tratan de ayudarse mutuamente hasta con la comida y, para los almuerzos, cada uno lleva lo que puede y lo comparten. Me quedé mirando una cartera y me acerqué para hablarle. Me interesaba saber cómo podían hacer un trabajo tan bello. El dejó su plato de lado y se quedó mirándome.

-        -  Qué bonito bolso. ¿Cuánto tiempo se demora haciéndolo?
-         
      - De tres a cuatro días. Mi suegra y mi esposa los hacen, yo he intentado, pero no me salen. Ellas son unas mujeres muy inteligentes. 
-         
       - Y ¿la gente los pregunta?
-          
       - Pues muy poco.

A las personas no les interesa mucho, pero tienen trabajo. Son tres días una cartera. Y si quieren alguna aplicación o broche es más trabajo. Todo depende de los gustos.
-        
            -  No tengo plata ¿me lo guarda y mañana vengo?
-        
            -  Si quiere voy con usted y se lo llevo.

Nos fuimos caminando de regreso, él a mi lado tranquilo, no intentando ser agradable, eso se siente.

- ¿No ha pensado en regresar a Colombia? le pregunté mientras caminábamos.

- Claro, pero la mujer no se quiere ir. Salir de Venezuela es triste. Es mi tierra pero la estamos pasando mal. Mucha hambre. A mí nunca me ha importado ser humilde, pero cuando uno ve los hijos enfermos no sabe qué hacer. Yo he resistido pero los niños no dan más.  No tenemos medicamentos. Tuve a mi niño menor muy enfermo la semana pasada y sin saber qué hacer a punta de agua de hierbas. Para mí como padre es muy triste ver los hijos enfermos y saber que no uno no puede ir a una farmacia a comprar un medicamento para ellos. Por eso quiero regresar, tengo familia en Cartagena y ellos me van ayudar con los muchachos mientras yo despego. Lo único claro es que nos toca irnos y que el regreso aquí no lo veo posible. Esto pasó de ser el mejor vividero del mundo a un lugar muy difícil. 



Nos quedamos en la puerta del hotel charlando como dos viejos amigos.  Jairo entró por la plata mientras yo conversaba un rato con él.       

- Usted es de las pocas personas que me pregunta por mi historia. A casi nadie le interesa. La gente viene con ganas de vacaciones y a uno tampoco le gusta mucho decirle a la gente sus penurias. No es fácil pasar de tener una vida cómoda a estar en una playa esperando qué trae el día. A veces nos vamos con nada. Pero lo más importante es que estamos vivos. Y mientras Dios nos regale la vida seguiremos luchando. Los colombianos nos ayudan viniendo. Aquí no volvió nadie. Entonces uno agradece cualquier ayuda. Eso para nosotros es una bendición.

- ¿Qué es lo más complicado de conseguir?

- La verdad todo. Aunque las cosas de aseo son imposibles. Los medicamentos para el dolor de cabeza, el acetaminofén, imposible. Las toallas higiénicas ni se ven y un paquete puede costar más de 3 dólares, no se puede.

Nos separamos en la puerta del hotel. Le prometí que antes de irnos le dejaríamos los medicamentos que habíamos llevado y las cosas de aseo, así lo hicimos. Juan Manuel lo repartió todo entre sus amigos vendedores de la playa. Aunque no fue mucho, sé que de algo les servirá. ¡Que viva la República[U1]  Bolivariana de  Venezuela, camarada!



Según los últimos datos de la ONU, 2,3 millones de venezolanos han abandonado su país en los últimos dos años. Entre 2015 y 2017 la migración se incrementó en 132%. Consultores 21 dice que a finales de 2017 la cifra de migrantes alcanzaba los 4 millones. Tendencias Migratorias Nacionales de América del Sur informa que la mayoría de los migrantes se ha dirigido a Colombia o lo usan como tránsito para dirigirse a otros países. Otra fuente que realiza la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de la Población Venezolana (ENVOVI), elaborada por un grupo interdisciplinario de las universidades más importantes del país en cuestión, señala que el 8% de los hogares venezolanos reportan al menos 1,3% familiares en el exilio. Una cifra que oficialmente es rechazada por el presidente Nicolás Maduro que habla de una conspiración internacional para desacreditar su gobierno. Yo a eso contestaría que los he visto caminado por la autopista norte, vía Chía Bogotá. Mujeres, hombres y niños con apenas lo puesto, soportando las inclemencias de la sabana con la ilusión de llegar a la capital. Muchas de las personas que atienden los restaurantes son venezolanos y las noticias hablan de peleas y situaciones violentas en nuestro país. Somos violentos, gentes de sangre peligrosa. Nadie dijo que esto sería un jardín de rosas. Tengo que reconocer que me avergüenza ser colombiana a ratos. No somos gente buena, así nos creamos chéveres, tenemos una carga de violencia genética, intentamos parecer funcionales pero tantos años de porquería nos han convertido en gente que va por el mundo saqueando y obstruyendo. Aquí muchos dirán: yo soy de los buenos, pero ¡qué va! estamos hechos de la misma mierda.

En fin, con todo, en este momento los margariteños agradecen el turismo colombiano porque es la razón de que la crisis no se sienta tan fuerte como en el interior. Nos lo dijo otro José, nuestro guía del tour de “Shopping”, un viaje a las bodegas que quedan, con mercancía extranjera, pero, principalmente, ron venezolano de buena calidad: Cacique, Santa Teresa, Pampero. Tiene 51 años y más historias que la biblia. Ha sido mesero, chef, guía de turistas alemanes por toda Venezuela. Conoce su historia y su geografía como pocos y nos regaló un montón de información en el único tour gratuito. Se ofreció para pagar con su tarjeta en soberanos a quienes quisieran comprar en almacenes que no aceptaban dólares, recibiendo la moneda gringa porque también es negocio para él. Fue muy claro y sincero. Nos dijo de cuanto ha cambiado todo desde que el turismo en Margarita era inaccesible para los latinoamericanos promedio, hasta hoy que es más barato que ir a Cartagena. La mayoría son adultos mayores y, aunque al principio nos pareció extraño, al final fue una ventaja. No beben tanto ni son tan problemáticos ni bullosos como los jóvenes. No faltaba una que otra pareja joven de luna de miel pero primaban los ancianos comentándolo todo, comparando todo con sus planes anteriores y arriesgando su presión arterial, su colesterol y su glicemia con un par de piñas coladas y no dejando pasar ni uno solo de los snacks gratuitos a media mañana y media tarde. José nos dio las gracias al final del tour por visitar Margarita y ser ayuda económica para ellos. La misma señora mayor del café coordinó la recolecta de dólares para la propina para él y para el chofer de la van. José, fue de las pocas personas que nos dio la impresión de que con todo y lo duro de la situación, no decía la situación del país si no que decía “la situación país”, tenía todavía al toro por los cachos con su amabilidad y su parla.


Aun así, la constante es el deseo de partir. Luz Marina, la bartender de la piscina del hotel por los primeros dos días, de unos veinticinco años, experimentada, ducha en su arte, amable y conversadora, nos dijo que era su último día de trabajo porque se iba para Colombia. “Son tantos los ausentes que si falta uno más, no cabe”, escribió Macedonio Fernández. Esa tarde la vimos despedirse de sus compañeros de trabajo entre lágrimas y abrazos. Todos deseando poder hacer lo mismo. Al otro día, una empleada de la cocina intentaba aprender a agitar el mezclador y recibía regaños de su entrenadora cuando echaba más licor del permitido, aunque fuera de mala calidad.

Sentimos el dolor de su partida como si fuéramos amigos desde niños. Así nos llegaba esa imagen tan común cuando un colombiano se debe ir a buscarse la vida en Estados Unidos o Europa. Dejar el terruño y la familia y los amigos no es fácil. Nos carga de melancolía.

Ese es el sentimiento predominante. Melancolía.



De eso cantaba Don Efrén Fermín con su cuatro venezolano a las afueras de la iglesia de la Virgen del Valle. No sé si las canciones eran compuestas por él, pero hablaban de Margarita. Nos contó que toda su vida había sido músico y que llegó a cantar en el show del payaso Popy, famoso en Venezuela en épocas pasadas. Lo recuerda con un orgullo igual al de su impecable camiseta de la virgen del valle, aunque sus alpargatas, el calzado delator, hablaran también de épocas mejores. En su ritmo llanero nos pareció escuchar trovas santiagueras o sones que describen la belleza del Caribe. Mientras nos hablaba seguía cantando para los turistas que salían del pasaje de la iglesia. Nos fuimos con pesar de dejarlo sabiendo que tenía muchas más historias que contarnos.





Esa es la sensación más difícil de manejar en lo que pudimos ver en Margarita, el corto tiempo y el saber que se vuelve a la realidad de un país capitalista en el que, con todo y la corrupción, la desigualdad y la violencia, puedes entrar a un D1 y conseguir casi todo a precios económicos y que aun encuentras verduras y frutas, farmacias 24 horas y centros comerciales con más de lo que se puede necesitar.

El último día en Margarita decidimos irnos para la playa a ver el atardecer. Sabíamos que el hotel tenía bar allá y tiendas para resguardarse del sol, pero no sabíamos hasta qué hora. Sabíamos que en el hotel nos precavían de no quedarnos fuera hasta muy tarde y advertían de cuidar las pertenencias por si los ladrones. Hasta el último momento me pareció una advertencia redundante para colombianos enseñados al raponeo y los atracos. Nunca sentí nada sospechoso y, por el contrario, nos demostraron al final una amabilidad casi extinta en Colombia.

Nos enteramos que el bar del hotel en la playa iba hasta las 4 de la tarde. Llegamos a las 3 y 30. Alcanzamos a tomarnos un ron con hielo lejos de las carpas, todas copadas. Nos gusta más así. Al terminar, Jairo fue a preguntar al único chiringuito si tenían ron y le dijeron que solo coco loco. Estaban tomando y uno de ellos dijo: ¡Dele un trago!  Le sirvieron dos vasos de ron con hielo y cuando los iba a pagar le dijeron que les diera lo que quisiera para colaborar con la botella. Pagó a dólar el vaso y se devolvió a donde yo estaba con una sonrisa en los dientes. Queríamos estar allí toda la tarde. No nos importó la calidad del ron, no debía ser mucho peor que el del hotel, aunque después nos dijeron que hace unos años ese ron lo usaban para limpiar a los gallos de bichos, que el Cacique y el Pampero los regalaban con la compra de vodka, ginebra o whiskey extranjeros.



La más grata sorpresa nos vino cuando al rato, ya acabando nuestros vasos, vimos a un hombre, Victor, en su treintena, venir hacia nosotros cargando otros dos vasos de ron con hielo. Descompletaron su botella y nos lo trajeron hasta donde estábamos. Nos pusimos a hablar con él y nos contó que era ingeniero de acueductos y que trabajaba en la planta de desalinización, que había trabajado en hotelería pero se había cansado por el mal pago, que estudió en el interior, donde le hacían burlas por su acento margariteño, que para salir de la isla tocaba en avión, con lo difícil de obtener un pasaporte, o en ferri. Cuando nos terminamos el trago, ya estaba atardeciendo, nos fuimos con él hasta donde estaban los otros tertuliantes del desamparo y nos tomamos el último vaso con ellos, despotricando de nuestros países, hablando del narcotráfico en Colombia y de Maduro, y del turismo, y de la pesca, y del chorro, y de todo, como viejos amigos. Nos reímos relajados y cuando se acabó el garrafón de plástico, caminamos juntos hasta el hotel, donde nos despidieron con sonrisas y bulla, éramos unos ocho o diez, nos abrazamos y dejamos un par de dólares para que compraran la otra botella en su barrio. Como lo hubiéramos hecho acá, en Colombia.

Del plan todo incluido, lo más bonito fue esa tarde con los venezolanos que no incluía el plan.



      





 [U1]

martes, 2 de octubre de 2018

Hotel Bellavista, sobreviviendo entre gigantes (Un texto a 4 manos)




Un lugar que no conocíamos. La magia de la noche con la brisa del mar pegando de frente en la fachada del viejo hotel Bellavista en Cartagena. Una entrada espaciosa con ventanas coloniales y las columnas que hablan de muchos años de vida e historias. Rodeado de grandes titanes blancos que parecen mirarlo por encima del hombro, él resiste en su sencillez con la dignidad de un anciano de noble cuna. Guarda en su interior más grandeza que cualquier hotel presumido de la ciudad.

El mito comienza cuando te dicen que es tal vez el hotel más antiguo de Cartagena, que lo fundó una inmigrante francesa que llegó a la ciudad de turista y se enamoró de tal manera del lugar que dedicó su vida a recibir en su propia casa a nuevos viajeros, amor que heredó a su hijo y actual propietario. Porque más que un hotel es un hogar en el que hay residentes permanentes que viven su cotidianidad en los pasillos y áreas comunes, entre los anfitriones felinos que son como porcelanas itinerantes que varían la decoración del lugar todo el día, entre las raíces de los árboles que parecen convivir serenamente con la casona que los alberga como parte de la familia.



Todo en esta casa habla de su historia. Los muebles rústicos en el lobby que te cuentan de todas las personas que han reposado su cansancio en ellos, que se han resguardado del sol del caribe en la frescura de estas paredes que parecen tener vida propia y respirar un aire renovador, pero a la vez conocido, los carteles en las paredes que nos hablan de tertulias literarias, de pintores y de festivales de jazz  y de música del caribe, y por supuesto, los árboles que han visto pasar generaciones.

El hotel Bellavista es una vecindad que hace sentir en casa hasta a los recién llegados. Hay quienes lo prefieren existiendo otros con mayores excentricidades, como luces y puertas que se manejan con tarjetas o piscinas con cocteles exóticos a precios exorbitantes. En este hotel se han escrito novelas porque su espíritu se respira desde la entrada.   “Aquí ha venido Mario Mendoza, muchas de sus historias son historias del Bellavista”, nos dijo Adriana Di Bello, una bogotana que administra el hotel y que, en sus palabras, es la todera del lugar, la cabeza que dirige con todo su corazón la orquesta añeja que todavía suena bien, desde una oficina en alguno de los pasillos de la casa (el Bellavista es un lugar que hay que recorrer para encontrar su alma de laberinto) acompañada de una secretaria de doce kilos, peluda, Lupe, que asumió su oficio por preferir el aire acondicionado de la oficina a la caliente brisa costera. Para ejemplificar su dura labor, debemos contar sobre Don Enrique Ramón Sedo Talazae, propietario, un viejo barbiblanco, adusto, barrigón, que pasea su inquietante humanidad en chanclas, a ciertas horas, por su hotel, principalmente velando por el bienestar de los gatos, quien según nos contaron, en alguna vez que el hotel se inundó, salió con dos pelicanos que tenían en recuperación bajo los brazos, sin importarle otras cosas de la casa hasta que alguien le dijo que los pelicanos sabían nadar.



En el Bellavista hay una mentalidad de respeto por los animales. En algún momento de su historia llegó a albergar más de cien gatos. Hasta el día de hoy, nos contaron, les dejan camadas en frente del hotel porque saben que los residentes les buscarán un hogar.  Una noche, nos sentamos en una mesita al lado del comedor, en la que participamos por un breve instante del ritual nocturno de la cerveza y el cigarrillo conversados de dos residentes de la casa y una española, visitante regular, en el que incluso, y para su propia sorpresa, las acompañó don Enrique unos pocos minutos bromeando sobre la vocación de fiera de un cachorro recién recogido por una huésped, que tenía a los gatos con los pelos de punta con su energía inocente e infantil.

-         - Ustedes le tienen que enseñar a este señor que tiene que respetar el espacio de los gatos. Ellos son los dueños de la casa y él tiene que saber desde ya que es un invitado - Decía muy serio don Enrique mirando al cachorro ir y venir como loco a la entrada del restaurante donde permanecen siempre La Señorita, Pretzel, Dominó, nombre de algunos de los gatos.  



Entre las mesas, sin molestar a nadie, los Gatos del Bellavista son animales dóciles que no se acercan si no son invitados, no intentan quitarte la comida porque tienen la panza llena y su distribución por la casa es puramente territorial.

La nueva madre adoptiva de Martin le decía a Don Enrique entre risas:
-          ¡Pero si es muy obediente! Mira: ¡Martin sentado! - y el cachorro corría a morderle los dedos de los pies al hombre que lo miraba divertido, sin hacer el más mínimo caso a las órdenes.

Cuando quedó demostrada la naturaleza díscola del perrito, el dueño del aviso se sentó a la mesa con las tres ritualistas que daban pequeños sorbos a sus cervezas entre cigarrillo y cigarrillo y disfrutaban de las situaciones que para ellas eran lo normal en una noche del Hotel Bellavista. La española le dijo:

-          Don Enrique, ¿A qué debemos el honor de que nos acompañe?, debo anotarlo, querido diario… - e hizo la mímica de escribir en un cuaderno.
-          No haga que me vaya – le respondió el barbado con una sonrisa en el rostro, como no muy enseñado a las lisonjas.
En ese instante, la hija de Doña Adriana se le acercó por detrás y lo abrazó acercando su cara a las hebras plateadas de su pelo revuelto y él hizo otro mohín de viejo huraño.
-          No se le puede hacer ningún cariñito – dijo ella.
-          Eso de que lo huelan a uno es un poco raro – respondió él, como intentando mantenerse fiel a su personaje.



No tardó mucho en retirarse con su música de chancletas por los recovecos privados de la casa, dejando atrás a las mujeres que cada noche repiten esta escena independientemente de quien se siente a su mesa.

-          Mañana vamos a vacunar y desparasitar a Martin – dijo la mujer sentada a la cabecera, quien después supimos era veterinaria.
-          Y ¿La camada? – preguntó la hija de Doña Adriana refiriéndose a una camada de mininos que les habían tirado hacía un par de días en el antejardín.

Aprovechamos la oportunidad para preguntarles:
-          ¿Cuántos gatos hay ahora?
-          Entre residentes y visitantes, unos treinta – nos respondieron intercambiando miradas. Nos dijeron los nombres de algunos de ellos y nos contaron algunas historias, por ejemplo, de que Lupe ha salido en fotografías a nivel internacional, y al poco tiempo acabaron sus cervezas y la veterinaria dijo que debía madrugar y se fueron retirando dejándonos a nuestro libre albedrío, con la única “vigilancia” de los gatos que nos acompañaron hasta que nos dio la gana de irnos a dormir.



   Despertar en la mañana era saber que al cruce de la avenida estaba el mar con sus pescadores recogiendo atarrayas; con las garzas, gaviotas y pelícanos esperando las tripas gratuitas que les dejan antes de venderlos a los transeúntes; con Andrés, el encargado de instalar las carpas rojas para resguardarse del sol, que madruga a esperar a los bañistas y a sus amigos locales, a quienes les reserva una carpa sin importar que tan llenas estén las playas, siempre contento, almorzaba con ellos del mismo plato ofrecido por los vendedores ambulantes por siete mil pesos. Un joven afrocolombiano, trabajador, que desmiente el mito de que el costeño es perezoso.

Despertar en el Bellavista también era saber que en la cocina se estaban fritando las arepas de huevo y calentando los chocolates para recargar baterías para un día de sol.

-          Buenos días.
-          Buenos días – respondía siempre con una sonrisa la persona en el mostrador del lobby.

De alguna manera, podrías quedarte todo el tiempo en ese espacio de casa y playa que te daba todo lo necesario para estar feliz y tranquilo, pero Cartagena esa una ciudad con muchos sitios para visitar. Sin embargo, al final del día, el regreso a casa, siempre era gratificante.



Actualmente, tienen convenios con universidades que tienen carreras que necesitan mar, como biología marina, cuyos estudiantes tienen allí su morada mientras hacen sus prácticas. Buscan maneras de no depender absolutamente del turismo. Es difícil aguantar entre gigantes. Hay que saber vender la familiaridad, la tranquilidad, la sencillez, ante el lujo rampante que promocionan ciudades turísticas como Cartagena.

Todo incluido versus haz lo que tu prefieras y siéntete en casa.

Para nosotros, visitantes primerizos, una de las cosas que nos gustó, además de lo que hemos dicho, fue que, desde la primera noche, en una caminata ingenua y desprevenida, nos encontramos a pocas cuadras de la ciudad amurallada, lugar de visita obligada y digno de repetir. Nos recibieron también las cometas adornando y llenando de colores un espacio de otro tiempo. Cerca al centro y a la vida, playa de nativos y no de turistas, el lugar para nosotros.

En el hotel siempre encontrarás personas gustosas de indicarte los planes más comunes y otros menos conocidos y la mejor manera de realizarlos, incluso hay personas que te venden los paquetes para ir, por ejemplo, a Playa Blanca y las Islas del Rosario. También a un par de cuadras del hotel se encuentra el Cartagena en letras gigantes sobre la playa, para tomarse la foto en la salida del sol o al atardecer. Cerca de allí queda el bar Carioca, un pequeño bar de salsa, acogedor y económico.         
Ubicado en Marbella, carrera 1 # 46 -50, queda cerca de la casa museo Rafael Núñez, del Parque del Cabrero, de la Ciudad Amurallada, del barrio Getsemaní y relativamente cerca del Castillo de San Felipe de Barajas y del aeropuerto internacional. En la avenida frente al hotel puedes conseguir fácilmente transporte a Boca grande y El Laguito, a La Popa y a otros lugares de la ciudad, ideal para visitantes nuevos.



La comida del hotel es deliciosa y en la playa te ofrecerán ceviche, jaiba, almuerzos, raspao, agua y cerveza a muy buen precio.  Tu estadía se puede pagar en efectivo o con tarjeta y te llevarás un hermoso recuerdo del lugar, de la gente y de su historia que harán mucho más memorable tu viaje si tienes la sensibilidad y el espíritu para reconocer el alma de las cosas y habitar un espacio lleno de historias que te permite no ser un turista más si no un residente por un corto espacio de tiempo, que representa el pasado, presente y, de corazón esperamos, el futuro de Cartagena de Indias.   

¡Ah! Casi se nos olvida. También puedes conversar y tomarte un tinto en agua de panela de los vendedores de todas las mañanas en la entrada del hotel que son tan familiares como todo lo demás.