CHURRA O LA MIRADA MATADORA
Hablar
de la Churra es para mí como contar un secreto, confidenciar algo muy íntimo,
hablar con la pareja acerca de una exnovia con la que se duró más tiempo, verse
obligado a revelar detalles vergonzosos jugando a “la verdad o se atreve”,
simplemente porque la Churra sufre un grave complejo de Edipo y yo no puedo
negar que nadie me mira o me ha mirado con tanto amor como ella lo hace y no sé
si lo merezca. En esta historia sabrán por qué.
AL COMIENZO
La
primera vez que vimos a la Churra íbamos caminando con la Mona hacía la cumbre
(aún no habíamos adoptado a la Negra) y nos topamos con una manada de perros
jadeantes acechando a una perrita manchada, de mirada triste, sucia, con el
rabo entre las piernas, pelándole los dientes a todos esos machos atraídos por
su aroma de celo inevitable. A pesar de las circunstancias y del deplorable
estado de la perrita, me pareció hermosa. Tratamos de ahuyentar a los machos
pero nada hay que incite en ellos más terquedad que una perra en celo. Yineth
me dijo que creía haberla visto saliendo de una finca y que tal vez tenía casa
y seguimos nuestro camino.
Tiempo
después, semanas, tal vez meses porque nunca la vimos preñada, nos dimos cuenta
que se la pasaba afuera de una fábrica de lácteos del barrio, San Mateo. La
veíamos echada a la sombra en la acera y nos miraba pasar con desconfianza. Fue
por ese entonces que pensé decirle a Yineth que la adoptáramos, pero apareció
la Negra más pequeña y desnutrida, en una urgencia más vital, y ocupó el lugar
de hermana de la Mona y de la última hijita peluda que pensábamos tener. Dos
perras en el pequeño espacio de nuestra casa era lo más que se podía pretender.
YOGUR CON MANTECADA
San
Mateo era paso obligado hacia la cumbre donde llevábamos a las perritas de
paseo así que se hizo habitual ver a la Churra en su acera, sin saber mucho de
ella. En Capellanía, El Barrio de los Perros Cojos, es habitual ver perros en
las aceras y no solo los que no tienen dueño. La gente del campo, a los que ha
invadido la ciudad, siguen creyendo que viven en fincas, como sus antepasados,
y que los animales deben estar afuera “cuidando”. En ocasiones llevábamos
concentrado e intentábamos darle pero su desconfianza era grande y se alejaba,
se metía a San Mateo por un hueco de la malla, al potrero de la finca del
frente, o simplemente se cruzaba de acera.
Llegó
un día en el que Yineth y yo decidimos partirnos en la tarea de pasear las
perras, ella en la mañana y yo en la tarde, y como yo siempre he sido más
perezoso, empecé a buscar un lugar más cercano que la cumbre. Encontré un
potrero que quedaba justo detrás de San Mateo pero seguía pasando por el frente
en mi camino y cada vez me gustaba más aquella perrita con cara de mapache, con
las manchas negras alrededor de los ojos, su penacho blanco al final de la cola
haciendo juego con el blanco de sus patas, las manchas café regadas aquí y
allá. Incluso su actitud huraña resonaba conmigo y decidí una nueva estrategia
para acercarme.
Muchos
perritos callejeros no han probado nunca el concentrado y se alimentan a base
de las sobras de nosotros los humanos, se acostumbran a ellas. Es por eso que
en ocasiones no les resultan apetitosas las pepitas arenosas de los perros de
casa. Ese era el caso de la Churra. Me di cuenta de que no era el único a quien
la churra despertaba cariño y que había un par de personas que iban a San Mateo
por leche, e incluso la tendera de aquel entonces y un vigilante del turno
nocturno, que le daban comida ocasionalmente. Yo también compraba allí la leche
y un día se me ocurrió comprarle a la Churra un yogur y una mantecada. Se los
puse en el pasto del frente y me paré a una cuadra de distancia a comprobar si
se acercaba y pude ver como se tomaba el yogur con avidez y se comía la
mantecada con gusto. Se convirtió entonces en ritual el yogur y la mantecada
cada día cuando bajaba de mi paseo diario. Fueron el yogur y la mantecada los
que me permitieron las primeras caricias y me obsequiaron las primeras miradas
de aquellos ojos color miel que le ganaban en dulzura a cualquier panal.
MAPACHE
Le
pusimos Mapache. La cosa es que hemos tenido un vicio en mi familia de ir
deformando los apodos a medida que el cariño y la confianza nos enseñan los
nombres verdaderos de las personas, los animales y las cosas. Mapache empezó a
tenerme confianza y ya no se esperaba a mi vuelta para el yogur y la mantecada
si no que empezó a seguirnos al potrero. Se hizo amiga de la Mona y de la Negra
e intentaba jugar con ellas como descubriendo el juego, como si en su vida nunca
hubiera sabido que correr servía para otra cosa que huir y que algunos perros tenían
un momento a diario para ello. Corría como loca por el pasto crecido, aún lo
hace, se revolcaba, se escondía, parecía sonreír. Jugaba con la Mona y la Negra
sin que ellas se enteraran, al margen. Aprovechaba la visita de los perros
vecinos, principalmente los más pequeños, aún lo hace, para entablar nuevas
amistades y repetir los juegos aprendidos. Cuando se cansaba, empezaba a
arrimarse adonde yo estuviera porque sabía que se había ganado su yogur y su
mantecada que se fue transformando en concentrado y agua, menos apetitosos pero
más nutritivos para ella. Así mismo, con la confianza, Mapache se fue
transformando en Mapachurra y Mapachurra en Churra que, siendo objetivos, le va
muchísimo mejor porque es la perrita más churra entre las churras.
CHURRA TETAS
Ya
con un nombre y siendo parte de la manada, nos enteramos que había estado
preñada, que alguien de San Mateo la quería adoptar pero que no lo hizo porque,
supuestamente, se comió a sus crías. ¿Cómo juzgar a un animalito, viviendo en
las peores condiciones, por librar a sus hijos de los mismos padecimientos? Yo
simplemente creo que se le murieron y la vieja pecueca esa simplemente no la
quería adoptar. La cosa fue que le quedaron las tetas enormes a la Mapachurra y
le fascinaba que yo le acariciara la barriga y esas ubres de vaca lechera, aún
le encanta, aunque ya se le encogieron hasta ser casi imperceptibles. Por eso,
lo primero que hicimos realmente por ella fue esterilizarla, quitarle de encima
ese problema. Desde entonces se mostró más confiada, como agradecida, a pesar
de que a diario debíamos limpiarle la herida que se hizo al arrancarse los
puntos. Rebelde como yo, más puntos a su favor.
Ya
era costumbre recoger a la Churra tetas a diario y cada vez era más difícil
dejarla en San Mateo al finalizar la tarde. Tal vez mi único consuelo era saber
que cuando estaba el vigilante buena gente la dejaba entrar con él y le
brindaba alguito de cariño (todavía lo hace).
EL MUNDO SE HIZO MAS FEO
Resulta
que los administradores, gerentes o dueños de San Mateo se dieron cuenta de que
la perrita dormía adentro de sus instalaciones y decidieron que por sanidad
debían evitarlo. Lo supimos por el vigilante que nos lo contó con verdadera
tristeza. Taparon los huecos de la malla, nosotros los reabrimos, los volvieron
a tapar, la Churra encontró otros, se los cerraron, entraba por detrás.
Decidieron finalmente ofrecer soborno al vigilante que la desapareciera y así
ocurrió.
Un
día cualquiera la Churra no estaba más en su acera y sospechamos lo peor.
Creímos que la habían envenenado. La buscamos como locos, preguntamos a todo el
mundo y lloramos cuando la dimos por perdida. Me lo recriminé cada segundo y lo
único que me pasaba por la cabeza era que el mundo se había vuelto más feo sin
la Churra en él y era verdad. El mundo tiene muchas cosas feas pero también
tiene cosas hermosas. La Churra es una de ellas. Sin su espera, sin su carita
ansiosa a la espera de su momentico de alegría, sin el yogur y la mantecada,
sin sus manchas, sin su andar cazcorvo de cabeza agachada, sin su echarse patas
arriba para recibir caricias, sin su mirada anhelante, el mundo se había hecho
un poco más feo, más frío, más sinsentido. Un solo animalito se había llevado
consigo mucho del color de mis días y todo se veía más gris. Me quebré y lloré
con rabia, conmigo y con el mundo. Conmigo por no haber hecho más, por no
haberle dado dos yogures con dos mantecadas a diario, por no haberle buscado un
hogar, por haberla dejado perder; con el mundo por jodido, por mierda, por
frío, por ciego, por cagado.
CHURRA, LA INMORTAL
Pasaron
un par de semanas desde que dimos a la Churra por muerta. El mundo seguía en su
mismo nivel de feo, en su mismo nivel de gris. Aún girábamos la cabeza de
inmediato cuando veíamos algún perro manchado por las calles y aún suspirábamos
al pasar por San Mateo y sentir su figura ausente en la acera. Dejamos de
comprar la leche allí e incluso encontramos otra ruta al potrero para evitar el
lugar. Hasta en los sueños se me aparecía la perrita, en imágenes horribles que
tomé por premonitorias. Fue un tiempo muy aciago.
La
resurrección no sucedió al tercer día si no al decimoquinto. Bajé con un amigo
en bicicleta al parque de Cajicá. Recorrimos varias cuadras buscando los
almacenes que necesitábamos hasta que el amigo, a quien le encantan los autos
viejos, se quedó conversando con el dueño de una Volvo modelo 76. Yo me quedé
al lado de mi bicicleta mirando a la nada hasta que sentí una extraña
presencia, algo fantasmagórico que me rondaba, miré a los lados y no vi nada pero
sentí la necesidad de bajar la cara: Allí estaba la Churra meneando su penacho
blanco y con su mirada matadora. Me había olfateado y me decía que alguien la
había llevado hasta allí y la había dejado a su suerte, que entre tantos otros
perros y tantos carros y tanta gente, no había podido encontrar con certeza el
olor del camino de regreso hasta que reconoció el olor del yogur y la
mantecada, el de la Mona y la Negra, el de Yineth, mi olor. La abracé y le di
muchos besos antes de montarme de nuevo en la cicla con ella detrás las quince
o veinte cuadras que separan el parque de nuestro barrio. Llegué con ella a la
casa. La Mona y la Negra la recibieron con alegría y Yineth casi se desmaya. Le
dimos agua y comida y le acomodamos un nidito en el primer piso. La felicidad
nos embargaba y el mundo había recobrado los colores perdidos, pero había
también algo de preocupación: ¿Qué vamos a hacer con la Churra? No podíamos
dejarla nuevamente en San Mateo, tampoco podíamos tenerla en este espacio tan
pequeño. Teníamos que buscarle un hogar.
Empezamos
a publicar fotos en facebook y a enviarlas por correo a todos los conocidos que
creíamos que nos podían ayudar. No eran muchos. Nuestro círculo social es muy
reducido y la virtualidad no nos ha ayudado mucho en ese sentido. Mientras
tanto, la Churra vivía semi-interna, en las noches nos la traíamos a dormir a
la casa y en el día hacía lo que le venía en gana con la rebeldía que la ha
caracterizado. Algunas veces acompañaba a Yineth y a las perritas adonde ella
las llevara, otras se quedaba en su lugar de San Mateo, al que seguía
considerando su lugar en la eterna inocencia de los animales. Lo que hicimos
fue recomendarla al vigilante que la quería y a la tendera, asegurándoles que
en las noches no dormiría allí. No recuerdo cuanto tiempo le buscamos casa sin
lograr nada. Estábamos desesperados en la certeza de que no podíamos tener más
de dos animales en nuestra casa y terminamos contemplando la opción que menos
nos gustaba: llevarla a la perrera municipal.
Nos
mentíamos diciendo que la Secretaría de Ambiente contaba con una red mucho más
amplia y que le podían encontrar un hogar más fácilmente y que, por lo bonita,
seguro que alguien se enamoraba de ella; que allá al menos tendría comida y
refugio y que estaría resguardada de los peligros de la calle, que era un buen
espacio. La verdad era que poco hacía la Secretaría de Ambiente de Cajicá y en
general terminaban sacrificando a casi todos los animales que les llevaban. El
encargado de la perrera era un muchacho campesino, muy joven e inexperto para
esa labor, con un salario muy por debajo de la responsabilidad que se le
asignaba. Los demás funcionarios parecían no tener una labor definida y se la
pasaban haciendo no sé qué en las oficinas de la estación del tren. Leyendo
Condorito es mi primera opción.
Cometí
entonces el error más grande de mi vida, por el que aún no me perdono, la razón
de que no me crea merecedor de esa mirada llena del amor más puro e inmenso que
haya conocido.
LECCIONES DE VIDA
Llevamos
a la Churra un lunes que quisiera olvidar. Me acompañó Miguel, el Mono,
compañero de luchas, en las buenas y en las malas, porque Yineth no se sentía
capaz. Recorrimos en el carro los cinco o seis kilómetros hasta la perrera en
silencio. Tenía un nudo en la garganta y los ojos se me encharcaban mientras
conducía. Llevábamos también a Lolo, un chuchito del que ya ha escrito Madamme
Guillotine, que conocía a la Churra y podría ayudar a que se adaptara al lugar.
Al menos eso me decía.
La
dejé tras darle muchos besos y decirle que se portara bien, que iba a encontrar
un hogar y que nunca la olvidaría. Besos de Judas.
Regresamos
en el mismo silencio mientras veíamos como el gris se iba apoderando de nuevo
del mundo. Me emborraché para no pensar más y traté de creer todas mis
mentiras. Así es la vida, me decía, la vida sigue, me decía Yineth, no podemos
hacer más, mentía el Mono.
Transcurrieron
ocho días exactos cuando Yineth me despertó en la mañana, pálida como la
niebla, con estas palabras: ¡la Churra está otra vez en San Mateo!
¡Seis
kilómetros por la autopista, por caminos desconocidos que no podía tener en su
registro al haberla llevado en carro!
¡Seis
kilómetros de perseverancia y tenacidad! ¡Seis kilómetros que aún me parecen
eternos y me abofetean en la cara enseñando mi insignificancia y mi debilidad!
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo escapó de la perrera? ¿Qué la llevó a seguir este camino y
no otro? ¿Qué fuerza la alimentó en ese trayecto? No lo sé. Sólo sé que la
Churra no es una perrita normal, ¡Es una super perra!
Mugrosa,
deshidratada, con las almohadillas de las patas cuarteadas, oliendo a mil
demonios, cansada. Así encontró Yineth a la Churra después de su travesía. La
bañó dos veces para poder quitarle toda la mugre antes de entrarla nuevamente a
la casa. No había en ella un ápice de resentimiento. El mismo penacho al aire y
la misma carita de felicidad. Sentí mucha vergüenza con ella, conmigo. Mirando
sus ojos me preguntaba: ¿Cómo pude dejarla ir? Era la misma mirada pero yo
había sido el ciego para no ver que en sus ojos estaba escrito que era MÍ
PERRA, que desde siempre lo había sido, que no hice caso a las resonancias ni a
las miradas matadoras, que era mi culpa. Le pedí perdón mil veces antes de
decir en un tono perentorio: ¡La Churra se queda!
LA FELICIDAD
Desde
ese día la Churra está con nosotros y es la mejor perrita que se puede tener.
No le gustan las escalas de la casa y por eso nunca pasa de la primera planta
en donde tiene dos nidos para escoger. Come bien, duerme bastante, como
recobrándose aún de todo el cansancio de sus días de calle, se la lleva muy
bien con sus hermanas y con su madre, unos días mejor que otros, y me ama con
locura. No se aparta de mi lado cuando salimos, no puede ver que me siento en
el suelo porque de inmediato se tira patas arriba a que le sobe la barriga, a
que me ponga al día con todas las caricias que le debo; cuando está a mi lado,
pone una de sus patas delanteras en alguna parte de mi cuerpo como para que no
me le pierda y cada tanto se me acerca y me da un lengüetazo sorpresa en la
cara que sabe a beso robado. Se le nota la felicidad en la cara y en los
kilitos que ha subido, pero sobretodo, sobretodo, en su mirada matadora, en sus
hermosos ojos color miel sombreados de negro que me miran alelados y sin
tregua, que me dicen todos los días sin palabras: ¡Hasta que entendiste!