Manchas

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miércoles, 7 de marzo de 2018

CRÓNICAS ANIMALES: INVITADO ESPECIAL DR. JEKYLL

CHURRA O LA MIRADA MATADORA



Hablar de la Churra es para mí como contar un secreto, confidenciar algo muy íntimo, hablar con la pareja acerca de una exnovia con la que se duró más tiempo, verse obligado a revelar detalles vergonzosos jugando a “la verdad o se atreve”, simplemente porque la Churra sufre un grave complejo de Edipo y yo no puedo negar que nadie me mira o me ha mirado con tanto amor como ella lo hace y no sé si lo merezca. En esta historia sabrán por qué.

AL COMIENZO

La primera vez que vimos a la Churra íbamos caminando con la Mona hacía la cumbre (aún no habíamos adoptado a la Negra) y nos topamos con una manada de perros jadeantes acechando a una perrita manchada, de mirada triste, sucia, con el rabo entre las piernas, pelándole los dientes a todos esos machos atraídos por su aroma de celo inevitable. A pesar de las circunstancias y del deplorable estado de la perrita, me pareció hermosa. Tratamos de ahuyentar a los machos pero nada hay que incite en ellos más terquedad que una perra en celo. Yineth me dijo que creía haberla visto saliendo de una finca y que tal vez tenía casa y seguimos nuestro camino.

Tiempo después, semanas, tal vez meses porque nunca la vimos preñada, nos dimos cuenta que se la pasaba afuera de una fábrica de lácteos del barrio, San Mateo. La veíamos echada a la sombra en la acera y nos miraba pasar con desconfianza. Fue por ese entonces que pensé decirle a Yineth que la adoptáramos, pero apareció la Negra más pequeña y desnutrida, en una urgencia más vital, y ocupó el lugar de hermana de la Mona y de la última hijita peluda que pensábamos tener. Dos perras en el pequeño espacio de nuestra casa era lo más que se podía pretender.



YOGUR CON MANTECADA

San Mateo era paso obligado hacia la cumbre donde llevábamos a las perritas de paseo así que se hizo habitual ver a la Churra en su acera, sin saber mucho de ella. En Capellanía, El Barrio de los Perros Cojos, es habitual ver perros en las aceras y no solo los que no tienen dueño. La gente del campo, a los que ha invadido la ciudad, siguen creyendo que viven en fincas, como sus antepasados, y que los animales deben estar afuera “cuidando”. En ocasiones llevábamos concentrado e intentábamos darle pero su desconfianza era grande y se alejaba, se metía a San Mateo por un hueco de la malla, al potrero de la finca del frente, o simplemente se cruzaba de acera.

Llegó un día en el que Yineth y yo decidimos partirnos en la tarea de pasear las perras, ella en la mañana y yo en la tarde, y como yo siempre he sido más perezoso, empecé a buscar un lugar más cercano que la cumbre. Encontré un potrero que quedaba justo detrás de San Mateo pero seguía pasando por el frente en mi camino y cada vez me gustaba más aquella perrita con cara de mapache, con las manchas negras alrededor de los ojos, su penacho blanco al final de la cola haciendo juego con el blanco de sus patas, las manchas café regadas aquí y allá. Incluso su actitud huraña resonaba conmigo y decidí una nueva estrategia para acercarme.

Muchos perritos callejeros no han probado nunca el concentrado y se alimentan a base de las sobras de nosotros los humanos, se acostumbran a ellas. Es por eso que en ocasiones no les resultan apetitosas las pepitas arenosas de los perros de casa. Ese era el caso de la Churra. Me di cuenta de que no era el único a quien la churra despertaba cariño y que había un par de personas que iban a San Mateo por leche, e incluso la tendera de aquel entonces y un vigilante del turno nocturno, que le daban comida ocasionalmente. Yo también compraba allí la leche y un día se me ocurrió comprarle a la Churra un yogur y una mantecada. Se los puse en el pasto del frente y me paré a una cuadra de distancia a comprobar si se acercaba y pude ver como se tomaba el yogur con avidez y se comía la mantecada con gusto. Se convirtió entonces en ritual el yogur y la mantecada cada día cuando bajaba de mi paseo diario. Fueron el yogur y la mantecada los que me permitieron las primeras caricias y me obsequiaron las primeras miradas de aquellos ojos color miel que le ganaban en dulzura a cualquier panal.



MAPACHE

Le pusimos Mapache. La cosa es que hemos tenido un vicio en mi familia de ir deformando los apodos a medida que el cariño y la confianza nos enseñan los nombres verdaderos de las personas, los animales y las cosas. Mapache empezó a tenerme confianza y ya no se esperaba a mi vuelta para el yogur y la mantecada si no que empezó a seguirnos al potrero. Se hizo amiga de la Mona y de la Negra e intentaba jugar con ellas como descubriendo el juego, como si en su vida nunca hubiera sabido que correr servía para otra cosa que huir y que algunos perros tenían un momento a diario para ello. Corría como loca por el pasto crecido, aún lo hace, se revolcaba, se escondía, parecía sonreír. Jugaba con la Mona y la Negra sin que ellas se enteraran, al margen. Aprovechaba la visita de los perros vecinos, principalmente los más pequeños, aún lo hace, para entablar nuevas amistades y repetir los juegos aprendidos. Cuando se cansaba, empezaba a arrimarse adonde yo estuviera porque sabía que se había ganado su yogur y su mantecada que se fue transformando en concentrado y agua, menos apetitosos pero más nutritivos para ella. Así mismo, con la confianza, Mapache se fue transformando en Mapachurra y Mapachurra en Churra que, siendo objetivos, le va muchísimo mejor porque es la perrita más churra entre las churras.

CHURRA TETAS

Ya con un nombre y siendo parte de la manada, nos enteramos que había estado preñada, que alguien de San Mateo la quería adoptar pero que no lo hizo porque, supuestamente, se comió a sus crías. ¿Cómo juzgar a un animalito, viviendo en las peores condiciones, por librar a sus hijos de los mismos padecimientos? Yo simplemente creo que se le murieron y la vieja pecueca esa simplemente no la quería adoptar. La cosa fue que le quedaron las tetas enormes a la Mapachurra y le fascinaba que yo le acariciara la barriga y esas ubres de vaca lechera, aún le encanta, aunque ya se le encogieron hasta ser casi imperceptibles. Por eso, lo primero que hicimos realmente por ella fue esterilizarla, quitarle de encima ese problema. Desde entonces se mostró más confiada, como agradecida, a pesar de que a diario debíamos limpiarle la herida que se hizo al arrancarse los puntos. Rebelde como yo, más puntos a su favor.
Ya era costumbre recoger a la Churra tetas a diario y cada vez era más difícil dejarla en San Mateo al finalizar la tarde. Tal vez mi único consuelo era saber que cuando estaba el vigilante buena gente la dejaba entrar con él y le brindaba alguito de cariño (todavía lo hace).



EL MUNDO SE HIZO MAS FEO

Resulta que los administradores, gerentes o dueños de San Mateo se dieron cuenta de que la perrita dormía adentro de sus instalaciones y decidieron que por sanidad debían evitarlo. Lo supimos por el vigilante que nos lo contó con verdadera tristeza. Taparon los huecos de la malla, nosotros los reabrimos, los volvieron a tapar, la Churra encontró otros, se los cerraron, entraba por detrás. Decidieron finalmente ofrecer soborno al vigilante que la desapareciera y así ocurrió.

Un día cualquiera la Churra no estaba más en su acera y sospechamos lo peor. Creímos que la habían envenenado. La buscamos como locos, preguntamos a todo el mundo y lloramos cuando la dimos por perdida. Me lo recriminé cada segundo y lo único que me pasaba por la cabeza era que el mundo se había vuelto más feo sin la Churra en él y era verdad. El mundo tiene muchas cosas feas pero también tiene cosas hermosas. La Churra es una de ellas. Sin su espera, sin su carita ansiosa a la espera de su momentico de alegría, sin el yogur y la mantecada, sin sus manchas, sin su andar cazcorvo de cabeza agachada, sin su echarse patas arriba para recibir caricias, sin su mirada anhelante, el mundo se había hecho un poco más feo, más frío, más sinsentido. Un solo animalito se había llevado consigo mucho del color de mis días y todo se veía más gris. Me quebré y lloré con rabia, conmigo y con el mundo. Conmigo por no haber hecho más, por no haberle dado dos yogures con dos mantecadas a diario, por no haberle buscado un hogar, por haberla dejado perder; con el mundo por jodido, por mierda, por frío, por ciego, por cagado.



CHURRA, LA INMORTAL

Pasaron un par de semanas desde que dimos a la Churra por muerta. El mundo seguía en su mismo nivel de feo, en su mismo nivel de gris. Aún girábamos la cabeza de inmediato cuando veíamos algún perro manchado por las calles y aún suspirábamos al pasar por San Mateo y sentir su figura ausente en la acera. Dejamos de comprar la leche allí e incluso encontramos otra ruta al potrero para evitar el lugar. Hasta en los sueños se me aparecía la perrita, en imágenes horribles que tomé por premonitorias. Fue un tiempo muy aciago.

La resurrección no sucedió al tercer día si no al decimoquinto. Bajé con un amigo en bicicleta al parque de Cajicá. Recorrimos varias cuadras buscando los almacenes que necesitábamos hasta que el amigo, a quien le encantan los autos viejos, se quedó conversando con el dueño de una Volvo modelo 76. Yo me quedé al lado de mi bicicleta mirando a la nada hasta que sentí una extraña presencia, algo fantasmagórico que me rondaba, miré a los lados y no vi nada pero sentí la necesidad de bajar la cara: Allí estaba la Churra meneando su penacho blanco y con su mirada matadora. Me había olfateado y me decía que alguien la había llevado hasta allí y la había dejado a su suerte, que entre tantos otros perros y tantos carros y tanta gente, no había podido encontrar con certeza el olor del camino de regreso hasta que reconoció el olor del yogur y la mantecada, el de la Mona y la Negra, el de Yineth, mi olor. La abracé y le di muchos besos antes de montarme de nuevo en la cicla con ella detrás las quince o veinte cuadras que separan el parque de nuestro barrio. Llegué con ella a la casa. La Mona y la Negra la recibieron con alegría y Yineth casi se desmaya. Le dimos agua y comida y le acomodamos un nidito en el primer piso. La felicidad nos embargaba y el mundo había recobrado los colores perdidos, pero había también algo de preocupación: ¿Qué vamos a hacer con la Churra? No podíamos dejarla nuevamente en San Mateo, tampoco podíamos tenerla en este espacio tan pequeño. Teníamos que buscarle un hogar.

Empezamos a publicar fotos en facebook y a enviarlas por correo a todos los conocidos que creíamos que nos podían ayudar. No eran muchos. Nuestro círculo social es muy reducido y la virtualidad no nos ha ayudado mucho en ese sentido. Mientras tanto, la Churra vivía semi-interna, en las noches nos la traíamos a dormir a la casa y en el día hacía lo que le venía en gana con la rebeldía que la ha caracterizado. Algunas veces acompañaba a Yineth y a las perritas adonde ella las llevara, otras se quedaba en su lugar de San Mateo, al que seguía considerando su lugar en la eterna inocencia de los animales. Lo que hicimos fue recomendarla al vigilante que la quería y a la tendera, asegurándoles que en las noches no dormiría allí. No recuerdo cuanto tiempo le buscamos casa sin lograr nada. Estábamos desesperados en la certeza de que no podíamos tener más de dos animales en nuestra casa y terminamos contemplando la opción que menos nos gustaba: llevarla a la perrera municipal.

Nos mentíamos diciendo que la Secretaría de Ambiente contaba con una red mucho más amplia y que le podían encontrar un hogar más fácilmente y que, por lo bonita, seguro que alguien se enamoraba de ella; que allá al menos tendría comida y refugio y que estaría resguardada de los peligros de la calle, que era un buen espacio. La verdad era que poco hacía la Secretaría de Ambiente de Cajicá y en general terminaban sacrificando a casi todos los animales que les llevaban. El encargado de la perrera era un muchacho campesino, muy joven e inexperto para esa labor, con un salario muy por debajo de la responsabilidad que se le asignaba. Los demás funcionarios parecían no tener una labor definida y se la pasaban haciendo no sé qué en las oficinas de la estación del tren. Leyendo Condorito es mi primera opción.

Cometí entonces el error más grande de mi vida, por el que aún no me perdono, la razón de que no me crea merecedor de esa mirada llena del amor más puro e inmenso que haya conocido.



LECCIONES DE VIDA

Llevamos a la Churra un lunes que quisiera olvidar. Me acompañó Miguel, el Mono, compañero de luchas, en las buenas y en las malas, porque Yineth no se sentía capaz. Recorrimos en el carro los cinco o seis kilómetros hasta la perrera en silencio. Tenía un nudo en la garganta y los ojos se me encharcaban mientras conducía. Llevábamos también a Lolo, un chuchito del que ya ha escrito Madamme Guillotine, que conocía a la Churra y podría ayudar a que se adaptara al lugar. Al menos eso me decía.

La dejé tras darle muchos besos y decirle que se portara bien, que iba a encontrar un hogar y que nunca la olvidaría. Besos de Judas.

Regresamos en el mismo silencio mientras veíamos como el gris se iba apoderando de nuevo del mundo. Me emborraché para no pensar más y traté de creer todas mis mentiras. Así es la vida, me decía, la vida sigue, me decía Yineth, no podemos hacer más, mentía el Mono.

Transcurrieron ocho días exactos cuando Yineth me despertó en la mañana, pálida como la niebla, con estas palabras: ¡la Churra está otra vez en San Mateo!

¡Seis kilómetros por la autopista, por caminos desconocidos que no podía tener en su registro al haberla llevado en carro!
¡Seis kilómetros de perseverancia y tenacidad! ¡Seis kilómetros que aún me parecen eternos y me abofetean en la cara enseñando mi insignificancia y mi debilidad! ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo escapó de la perrera? ¿Qué la llevó a seguir este camino y no otro? ¿Qué fuerza la alimentó en ese trayecto? No lo sé. Sólo sé que la Churra no es una perrita normal, ¡Es una super perra!

Mugrosa, deshidratada, con las almohadillas de las patas cuarteadas, oliendo a mil demonios, cansada. Así encontró Yineth a la Churra después de su travesía. La bañó dos veces para poder quitarle toda la mugre antes de entrarla nuevamente a la casa. No había en ella un ápice de resentimiento. El mismo penacho al aire y la misma carita de felicidad. Sentí mucha vergüenza con ella, conmigo. Mirando sus ojos me preguntaba: ¿Cómo pude dejarla ir? Era la misma mirada pero yo había sido el ciego para no ver que en sus ojos estaba escrito que era MÍ PERRA, que desde siempre lo había sido, que no hice caso a las resonancias ni a las miradas matadoras, que era mi culpa. Le pedí perdón mil veces antes de decir en un tono perentorio: ¡La Churra se queda!





LA FELICIDAD

Desde ese día la Churra está con nosotros y es la mejor perrita que se puede tener. No le gustan las escalas de la casa y por eso nunca pasa de la primera planta en donde tiene dos nidos para escoger. Come bien, duerme bastante, como recobrándose aún de todo el cansancio de sus días de calle, se la lleva muy bien con sus hermanas y con su madre, unos días mejor que otros, y me ama con locura. No se aparta de mi lado cuando salimos, no puede ver que me siento en el suelo porque de inmediato se tira patas arriba a que le sobe la barriga, a que me ponga al día con todas las caricias que le debo; cuando está a mi lado, pone una de sus patas delanteras en alguna parte de mi cuerpo como para que no me le pierda y cada tanto se me acerca y me da un lengüetazo sorpresa en la cara que sabe a beso robado. Se le nota la felicidad en la cara y en los kilitos que ha subido, pero sobretodo, sobretodo, en su mirada matadora, en sus hermosos ojos color miel sombreados de negro que me miran alelados y sin tregua, que me dicen todos los días sin palabras: ¡Hasta que entendiste!


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