No quería moverme de mi casa. Cuando
Jairo habló del viaje, me mostré reacia. Eran muchas cosas que no quería volver
a vivir: la relación complicada con su mamá, tantas horas en un aeropuerto, las
dificultades propias de nuestras responsabilidades, tres perritas y los de
afuera que si nos vamos quedan sin comida o nos toca pedirle el favor a unos
vecinos con toda la pena. Al principio
me dije, ¡quédate quieta, no jodas más! Pero seguí dándole vueltas al asunto. Igual,
él se iba conmigo o sin mí y decidí irme a ver qué pasaba.
Últimamente con este tema de vivir
lejos de la ciudad y el poco contacto humano, me he vuelto aún más huraña de lo
que era. Viajar ha sido para mí un asunto que me incomoda de distintas maneras,
los desplazamientos y los aeropuertos me generan una ansiedad terrible y,
aunque me encanta conocer nuevos lugares, cambiar mi rutina y llegar a ellos me
parece agotador. Sin embargo, este destino, Urabá, que ya conocía porque he estado
en Triganá, Apartadó, Capurganá, Sapzurro, Turbo y Necoclí, siempre me toca el
corazón porque me parece una tierra muy bella y extraña. El mar, por ejemplo,
es adusto y oscuro en los lugares cercanos al golfo por la gran cantidad de
ríos que desembocan cerca, entre ellos el gran río Atrato, no es un destino
para todo el mundo, se debe tener cierta dosis de locura para entablar una
relación con los elementos de esta tierra hostil que regala lluvias
torrenciales, cielos nublados, las serpientes más venenosas de Colombia,
malaria, leishmaniasis y, como nos sucedió en Uveros, una noche en la que se
desato una avalancha de insectos voladores que entró en tromba a la cabaña y por
poco nos saca a todos a buscar refugio en otra parte. Al otro día tapizaban la totalidad de las
playas y se veían flotando en las olas cercanas, moribundos o ya sin vida.
Viajamos en avión hasta Medellín,
allí tendríamos que esperar 4 horas para salir hacia Montería. En el aeropuerto
José María Córdoba buscamos un lugar para tomar una cerveza y resultamos con unos
cocteles bastante deliciosos que nos pusieron mágicos para continuar nuestro
camino. Al llegar en horas de la noche a Los Garzones, el aeropuerto de
Montería, no perdimos tiempo y buscamos un bus que nos llevara a Uveros, que según sabíamos quedaba a unos 65 kilómetros por tierra. Tuvimos la
fortuna de conseguir un colectivo que salía en ese mismo momento hacia Apartadó
y nos dejaba a la entrada del Caserío. Llegamos pasadas las 10 de la noche sin
novedad. Fue muy poco lo que vi del pueblo y pensé en recluirme en ese pedazo
de playa para nosotros solos y no salir mucho a mirar el mundo. Hay una
situación descorazonadora en todas partes y son los perritos callejeros que hay
en todos lados y que atraigo como un imán. Eso no me permite relajarme del todo
porque empiezo a buscar recipientes para el agua, a buscar comida para perros,
en lugares en los que no hay ni para humanos, y empieza mi enredo de siempre con tres
o cuatro acostados frente a mi puerta. Esta vez me jugó a favor que mi cuñado
Camilo y su esposa Alejandra son veterinarios y aman a los animales. Me recibieron
con una bolsa de concentrado en la alacena y un par de clientes fijos para la
hora de la comida. Ya estaban planillados un enano amarillo con una oreja
mordida e infectada, la vecina Brenda, supuestamente de raza y llevada de
Bogotá muy joven, que nos visitaba solo para comer y se iba sin más. A Concho, como le puso Humber, mi suegro, al primero por lo conchudo, lo tuvimos toda la
semana dando vueltas como el dueño y señor de la casa. Muy juicioso y respetuoso, más que muchos
niños que entraban por todas partes sin ser invitados e invadían sin ningún
respeto nuestra privacidad. Por ultimo, un cachorro negrito muy tímido que
siempre veía salir detrás de unos niños que vivían al lado de la cabaña donde
nos quedábamos, en una choza al lado de una cañada con agua reposada que olía
mal. Ese chiquito la verdad no tengo
idea de cómo sobrevive porque las condiciones de pobreza de esa inmensa familia
son difíciles de explicar.
Me decían que eran 11 niños, pero
cuando los contaba no me daban los números. Siempre encabezaba la romería un
niño de unos tres años, empeloto, que corría como loco a todas partes. Se
tiraba al mar a enfrentar las olas como el más experto nadador, como si hubiese
nacido entre las aguas.
Los niños son otro tema que vale la
pena retratar cortamente en este escrito, son demasiados. Esta familia en
particular vive de una manera primitiva. Las niñas que ya empiezan a verse
grandes con la ropa rota y que a pesar de que les queda pequeña, tienen los
cuellos y las mangas tan amplios por el uso que no es posible evitar que las
olas dejen ver los botoncitos de sus téticas nacientes. Siempre sin zapatos, aunque eso sí, ¿quién
necesita zapatos en la playa? Sin bañarse y despelucadas. Rascándose la cabeza
porque deben estar llenas de piojos. No cuentan con agua corriente y la poca
que almacenan en unos tanques es, me imagino, para cocinar. Las necesidades las
hacen en las zonas de plataneras. Por ahí los ve uno acurrucados a todos por
turnos cuando los coge el afán. Yo aquí
no sabría muy bien qué opinar, no sé si está bien o mal. Igual viven en un
ambiente alejado de los vicios, siempre están juntos y su mayor diversión en
meterse al mar cuando les plazca. Entonces por un lado creo que son felices con
lo que tienen porque no conocen más.
Pero le queda a uno la duda de si a futuro, cuando empiecen a crecer,
todo eso les juegue en contra y esas mismas niñas en un par de años ya estén
cargando su primer hijo y en un dos por tres estarán repitiendo la historia de
su madre que, entre otras cosas, está embarazada otra vez. Intento ser cauta en
mis apreciaciones que a veces son idas a los extremos, pero siempre estará bien
entregar a nuestros hijos las herramientas para que sufran lo menos posible y
la educación me parece clave si de mirar al horizonte se trata, ya que permite
decidir qué cosas se quieren para sí mismo. Eso va de la mano con la planificación
familiar para no llenarse de muchachitos, tener en la cabeza quièn se es, para
dònde se camina y què quiere uno ser y hacer. Ninguno de los niños de esta
familia asiste al colegio. Es una
situación particular porque al resto de chinitos los ve uno uniformados al
mediodía rumbo a la escuela.
Intenté ser amable con algunos de
ellos, pero les cuesta un poco conservar los límites y acatar las normas que
nunca han tenido. Entran sin avisar y cogen sin permiso los juguetes de mi
sobrino que al principio los miraba receloso. Entonces está uno por ahí sentado
mirando el mar cuando de repente llega uno y cuando vuelve a mirar hay otro y luego
otro más y cuando uno menos piensa hay 10 niños como un enjambre que se
apoderan de todo y se termina en medio de una gritería que no se comprende y
toca, con el dolor del corazón, repartir galletas y decirles que vengan mañana y
al otro día repetir la misma operación. No tienen nada que hacer y se aburen y
quieren ver otras caras y tal vez comer algo distinto a la misma sopa de
pescado con plátano, aunque a veces llega la barca sin pesca y me imagino que
no hay que echarle a la olla y toca acostarse con la barriga vacía, o con
cualquier mango recogido del suelo o con ese dulce que uno les regala porque tampoco
hay más para darles.
Johana tiene 19 años, pero parece de
30. Carga un niño bien vestido de unos dos años, de ojos grandes, que no se
mueve de su lado. Ella intenta no mirarme a los ojos, parece tímida, un poco
avergonzada de estar sentada enfrente mío que tal vez la observo de una manera
que no le gusta. Ya la había visto antes discutiendo con la vecina de la casa
de los niños. Ella al principio trató de ser decente, pero se hartó y empezó a
manotear igual que la rival, que cuando la vio emberracada se entró al rancho. Imposible no pensar en ello, intentó
últimamente no fijarme mucho en nada, pero me puede la duda. Lo dejé pasar porque me dije empezando viaje:
no voy a escribir nada, para qué. Cuando
la observaba desde el balcón, antes de hablarle, la veía muy jovencita, pero
cuando me acerqué y empezó a conversar había algo en ella que la ensombrecía y
tal vez por esta razón la vi mayor. Los sufrimientos definitivamente ponen
muchos años a las personas, les quitan un poco el brillo, los hacen más
susceptibles al paso del tiempo.
Se remueve en el tronco en que está
sentada. Le ofrezco una galleta al niño y a ella. Intentó hablarle de cualquier
cosa. De repente comienza diciéndome su edad y que es huérfana de madre, que se
murió de cáncer, que su padre es el esposo de la mujer que le peleaba el otro
día y que no le habla desde hace años, que la entregó a Bienestar Familiar con
una hermanita menor después del entierro de la mamá y que nunca quiso saber
nada de ella, ni siquiera teniéndola a dos cuadras, que es un hombre seco, que
se ha ganado la vida pescando, que ella no quiere saber de él, ni de su mujer,
ni de los hijos que la odian, no sabe por qué motivo, que no conoce de hogar ni de
familia y que ya no se acuerda de la última vez que sintió el afecto de alguien
diferente al de su hijo Luis Mateo. La recogió la abuela anciana aquejada
también de cáncer y murió dos años después y volvió la pena del abandono y la
búsqueda de la comida. Mucha hambre ha pasado Johana y se ve que aun guerrea
contra ella. Hambre de cariño, de oportunidades, de otra vida menos triste. Limpia,
humildemente vestida con un pantalón ajustado rojo, una camiseta vieja, unas
sandalias gastadas de tacón, el pelo recogido en una moña bien peinada.
No tuve que forzar la charla, ella me
cogió confianza rápido y siguió hablando. La vendieron a una finca bananera y
trabajaba de tres de la mañana hasta la media noche por un plato de sopa, el
cuerpo agotado no le permitía hacer lo que le pedían los dueños que le pegaban
con un zurriago y la trataban peor que a un perro. El dueño de la finca la buscaba
en las noches para violarla y la dejaba tirada en cualquier parte con el cuerpo
destrozado. La niña escapó una noche y
le pidió ayuda a un vecino para regresar a Uveros, donde estaba una tía que la
recibió de mala gana. Ahí vive en una pieza, que le cuesta 50 mil pesos, con el
padre del niño. Dice que es un buen hombre, pero que trabaja en lo que sale y a
veces se va a las bananeras y pasa sola mucho tiempo. Le digo que
trate de no tener tantos hijos, que con el que tiene es suficiente, que lo
importante es tratar de darle mejores oportunidades, para que no repita
historias, para que tenga posibilidades de educarse, salir adelante. Ella me
mira desconfiada como si le estuviera diciendo algo inapropiado, como si la
naturaleza fuera tener los que vengan, como vengan. Me pregunta si el niño de
la casa es hijo mío, le digo que no, es mi sobrino, que no tuve hijos, que
tengo tres perras, que esas son mis niñas, se ríe como si fuese una broma. No
lo es. Son lo más parecido que he tenido a la maternidad porque las escogí,
porque fueron una decisión consciente, meditada, y las quiero, somos familia. Distinta,
pero hogar, felicidad, todo junto.
Johana parece guardar rencores,
recordar con rabia las cosas que le pasaron. Ella tiene el derecho de sentirse
así. Que el padre de uno lo abandone sin importar su destino, que tenga que pasar
desde niña por tanto sin merecerlo, la deja en la libertad de detestarlo. Pero
hay que perdonar y olvidar dirán los buenos de corazón. A mi si no me jodan con
eso que hay gente que hay que odiar toda la puta vida por infames y
desgraciados. Yo creo que por más pobre
que sea una persona no justifica tirar dos niñas a las manos de trúhanes que
las maltrataron y las violaron. Su padre
ya tiene un montón más de vástagos y me imagino que en cualquier momento
correrán la misma suerte. Tal vez un día se despierte cansado y se largue.
De repente llegan un montón de
hombres negros y chilapos, razas predominantes en Uveros (afroamericanos y
Sinuanos respectivamente), hablando duro, con un balón de futbol en la mano y
nos toca pararnos de donde estamos. Están acomodando las canchas para el cotejo
y les estorbamos. Estuve a punto de
decir algo, pero ni se me ocurrió de ver 20 tipos sin camisa, grandotes y con
cara de bravos. Me despedí de ella y me entré a ver el partido desde la cabaña
en el segundo piso. Un derroche de patadas, caídas y burlas, el poder de la
masculinidad en su esplendor. Se molieron a patadas una hora y se fueron
echando chistes como si nada. Yo me quedé adolorida pensando en esa
mentalidad machista y guerrerista de los hombres que se me hace lo mismo de
siempre. No estoy generalizando, por favor, pero en la provincia si es muy
notable el peso de la voz del hombre y la escasa participación de las mujeres
que son máquinas de tener hijos y servir el hogar. Aaunque no tiene nada de malo cuando es
decisión propia, creo que les tocó y si pudieran se rebelarían, pero no pueden
hacerlo porque estas llenas de obligaciones, sumisión, y sienten que no pueden cambiar
el rumbo de sus vidas.
Y ¿cómo una persona cualquiera que lo
ha tenido todo y va de viaje osa decir semejante barbaridad? Lo hago porque soy
mujer y tengo la oportunidad de decidir y de hacer lo que me da la gana. Por
ejemplo, tomé la decisión consciente de no tener descendencia, primero porque
tengo un genio de los mil demonios y hubiese sido una madre tirana y segundo
porque creo que ya somos demasiados y no vale la pena traer más muchachitos a
este mundo que se cae a pedazos. Por
eso soy bastante pesimista ante el futuro de todos nosotros, creo que la
desigualdad en este país es vergonzosa, la distribución de los recursos es
infame. En Uveros, la casa de la alcaldesa está en la mitad de la playa que
abarca el caserío, con una hermosa vista al mar, una edificación de dos plantas
y una enorme piscina con grandes sombrillas y sillas para tomar el sol. A los
lados casitas de madera humildes, ninguna se parece a la de la alcaldesa en
toda la zona. Entonces uno se pregunta, ¿de dónde saca un funcionario público de
un corregimiento tan pequeño para montarse semejante palacete? Como dice
Fernando Vallejo en las Memorias de un Hijueputa: “¿de qué manga se sacaron
semejantes conejos tan orejones?”
Marcelino Arroyo, es un señor bien
parecido, alto, delgado, dorado por el sol, con sus 62 años aparenta 50, con su
pelo intacto y un par de canas a los lados. Es un buen representante de eso de
que negros y chilapos, en general, envejecen mejor. Se ríe grande, bonito. Con
una sinceridad que se deja ver en las manos que acompañan sus palabras. Me
gusta la gente que habla con las manos, creo que somos pocos los que lo hacemos
y eso me parece un poder de personalidad enorme. Lo conocimos en la playa mientras jugaba con sus
nietas y con su perra Brenda. Ahí fue que nos dijo que era perra de raza traída
de Bogotá, aunque a leguas se veía que era criollita. Amigablemente se prestó
para que Jairo le tomara una foto con las niñas y con Brenda en medio de las
olas. Cuida de sus dos nietas, Sharik y Nathaly, niñas hermosas, educadas,
mesuradas. Se nota que intenta
enseñarlas para que sean respetuosas. No se ven descuidadas, siempre tienen la
ropita limpia y se ven muy bien puestas. Cada medio día lo vimos venir a
sacarlas del mar para ir al colegio.
Se acercó a la cabaña sin entrar. Se
quedó parado enfrente de nosotros con ganas de charlar. Le ofrecimos una
gaseosa y la recibió con gusto, la tomaba a sorbos pequeños, sin prisa, con esa
tranquilidad que dan los años vividos con sufrimiento, pero con orgullo. Nunca
pasó por la escuela. Desde pequeño trabajó para comer, para sobrevivir, y se
nota que le gusta, que es de esos hombres que no le tienen miedo a nada porque
lo han vivido todo: “he trabajado en lo que me salga, ayudante de obra,
pescador, en las bananeras, arriando ganado, uno aquí amanece y tiene que ver
como trae la comida a la casa, los niños son lo más importante, intento que nos
les falte lo necesario. A las niñas las hemos criado mi esposa y yo solos, los
que se fueron a veces no tienen ni para ellos, entonces toca ponerle la cara al
sol y hacer lo mejor que se pueda”.
Al rato llegó la esposa fumándose un cigarrillo y nos acompañaron un poco más. A los pies de ellos, la
pelirroja peluda dormitando, parando las orejas para escuchar lo que hablamos, con
la barriguita llena porque Alejandra le sacó comida. Para finalizar la charla nos dijo que era
cordobés y que les dicen en todo el Urabá chilapos, los distinguen porque
siempre van de bota pantanera y siempre llevan su rula al cinto. Son muy
trabajadores y Marcelino es claro ejemplo de ello.
Aparte de todas estas historias,
Uveros, San Juan de Urabá, es un lugar hermoso, salvaje y hermoso, con unas
playas extensas que, al menos en esta época, están libres de turistas, apenas
nosotros, y de vendedores. Las plataneras hacen parte del paisaje y de añejas en
la zona, no desentonan a nuestros ojos. Nos regaló dos atardeceres de fantasía,
llenos de rojos, naranjas y amarillos de fuego, nos dio una noche sin luz
eléctrica que, aunque calurosa, nos permitió sentirnos más lejos de la
civilización, al igual que la ausencia de señal del celular, de televisores, de
computadores. Incluso más la noche del aluvión de insectos. Disfrutamos en
familia, gozamos el mar y sus olas y sus playas me dieron unas trotadas de
ensueño. Sabía que, como siempre nos ocurre, nos iríamos con tristeza de dejar
aquel paraje tan distinto a nuestro frío Cajicá. Supe que había valido la pena.
El ùltimo dìa, tratando de no
presentir el adiòs, hicimos lo cotidiano y en la noche nos
encontramos viendo a Emilio, el sobrino, rodeado de los niños que él llamaba
“mis amiguitos”, jugando y sudando de correr de aquí para allá arrastrando
carritos plásticos atados a una cuerda, como solía ser. Cuando era hora de
darle la comida, Alejandra, su mamá, les repartió comida a todos los niños y
antes de que se fueran, mientras nosotros entreteníamos a Emilio, les dijo que
esperaran afuera un momentico y les regaló todos y cada uno de los juguetes que
habían llevado. Salieron felices, corriendo y saltando hacia sus ranchos, como
en una pequeña navidad anticipada. Me enorgulleció y emocionó ese gesto de
Alejandra, que, entre otros muchos gestos, con los perritos, por ejemplo,
conmigo, en charlas eternas, hizo que la sintiera muy cercana y que fuera otra
de las cosas valiosas que me dejó este viaje.
Partimos temprano al día siguiente
con los ladridos y aullidos de Concho que nos recriminaba que nos fuéramos y
que fue el causante, al igual que despedirme de Emilio, el niño que no llora,
de que las imágenes a la salida de San Juan de Urabá me sean borrosas por mis
ojos enlagunados.