Manchas

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lunes, 20 de mayo de 2019

UVEROS, UNA PROBADITA DE LOS CONTRASTES DE URABÁ




No quería moverme de mi casa. Cuando Jairo habló del viaje, me mostré reacia. Eran muchas cosas que no quería volver a vivir: la relación complicada con su mamá, tantas horas en un aeropuerto, las dificultades propias de nuestras responsabilidades, tres perritas y los de afuera que si nos vamos quedan sin comida o nos toca pedirle el favor a unos vecinos con toda la pena.  Al principio me dije, ¡quédate quieta, no jodas más! Pero seguí dándole vueltas al asunto. Igual, él se iba conmigo o sin mí y decidí irme a ver qué pasaba.

Últimamente con este tema de vivir lejos de la ciudad y el poco contacto humano, me he vuelto aún más huraña de lo que era. Viajar ha sido para mí un asunto que me incomoda de distintas maneras, los desplazamientos y los aeropuertos me generan una ansiedad terrible y, aunque me encanta conocer nuevos lugares, cambiar mi rutina y llegar a ellos me parece agotador. Sin embargo, este destino, Urabá, que ya conocía porque he estado en Triganá, Apartadó, Capurganá, Sapzurro, Turbo y Necoclí, siempre me toca el corazón porque me parece una tierra muy bella y extraña. El mar, por ejemplo, es adusto y oscuro en los lugares cercanos al golfo por la gran cantidad de ríos que desembocan cerca, entre ellos el gran río Atrato, no es un destino para todo el mundo, se debe tener cierta dosis de locura para entablar una relación con los elementos de esta tierra hostil que regala lluvias torrenciales, cielos nublados, las serpientes más venenosas de Colombia, malaria, leishmaniasis y, como nos sucedió en Uveros, una noche en la que se desato una avalancha de insectos voladores que entró en tromba a la cabaña y por poco nos saca a todos a buscar refugio en otra parte.  Al otro día tapizaban la totalidad de las playas y se veían flotando en las olas cercanas, moribundos o ya sin vida. 



Viajamos en avión hasta Medellín, allí tendríamos que esperar 4 horas para salir hacia Montería. En el aeropuerto José María Córdoba buscamos un lugar para tomar una cerveza y resultamos con unos cocteles bastante deliciosos que nos pusieron mágicos para continuar nuestro camino. Al llegar en horas de la noche a Los Garzones, el aeropuerto de Montería, no perdimos tiempo y buscamos un bus que nos llevara a Uveros, que según sabíamos quedaba a unos 65 kilómetros por tierra. Tuvimos la fortuna de conseguir un colectivo que salía en ese mismo momento hacia Apartadó y nos dejaba a la entrada del Caserío. Llegamos pasadas las 10 de la noche sin novedad. Fue muy poco lo que vi del pueblo y pensé en recluirme en ese pedazo de playa para nosotros solos y no salir mucho a mirar el mundo. Hay una situación descorazonadora en todas partes y son los perritos callejeros que hay en todos lados y que atraigo como un imán. Eso no me permite relajarme del todo porque empiezo a buscar recipientes para el agua, a buscar comida para perros, en lugares en los que no hay ni para humanos, y empieza mi enredo de siempre con tres o cuatro acostados frente a mi puerta. Esta vez me jugó a favor que mi cuñado Camilo y su esposa Alejandra son veterinarios y aman a los animales. Me recibieron con una bolsa de concentrado en la alacena y un par de clientes fijos para la hora de la comida. Ya estaban planillados un enano amarillo con una oreja mordida e infectada, la vecina Brenda, supuestamente de raza y llevada de Bogotá muy joven, que nos visitaba solo para comer y se iba sin más. A Concho, como le puso Humber, mi suegro, al primero por lo conchudo, lo tuvimos toda la semana dando vueltas como el dueño y señor de la casa.  Muy juicioso y respetuoso, más que muchos niños que entraban por todas partes sin ser invitados e invadían sin ningún respeto nuestra privacidad. Por ultimo, un cachorro negrito muy tímido que siempre veía salir detrás de unos niños que vivían al lado de la cabaña donde nos quedábamos, en una choza al lado de una cañada con agua reposada que olía mal.  Ese chiquito la verdad no tengo idea de cómo sobrevive porque las condiciones de pobreza de esa inmensa familia son difíciles de explicar.



Me decían que eran 11 niños, pero cuando los contaba no me daban los números. Siempre encabezaba la romería un niño de unos tres años, empeloto, que corría como loco a todas partes. Se tiraba al mar a enfrentar las olas como el más experto nadador, como si hubiese nacido entre las aguas.



Los niños son otro tema que vale la pena retratar cortamente en este escrito, son demasiados. Esta familia en particular vive de una manera primitiva. Las niñas que ya empiezan a verse grandes con la ropa rota y que a pesar de que les queda pequeña, tienen los cuellos y las mangas tan amplios por el uso que no es posible evitar que las olas dejen ver los botoncitos de sus téticas nacientes.  Siempre sin zapatos, aunque eso sí, ¿quién necesita zapatos en la playa? Sin bañarse y despelucadas. Rascándose la cabeza porque deben estar llenas de piojos. No cuentan con agua corriente y la poca que almacenan en unos tanques es, me imagino, para cocinar. Las necesidades las hacen en las zonas de plataneras. Por ahí los ve uno acurrucados a todos por turnos cuando los coge el afán.  Yo aquí no sabría muy bien qué opinar, no sé si está bien o mal. Igual viven en un ambiente alejado de los vicios, siempre están juntos y su mayor diversión en meterse al mar cuando les plazca. Entonces por un lado creo que son felices con lo que tienen porque no conocen más.  Pero le queda a uno la duda de si a futuro, cuando empiecen a crecer, todo eso les juegue en contra y esas mismas niñas en un par de años ya estén cargando su primer hijo y en un dos por tres estarán repitiendo la historia de su madre que, entre otras cosas, está embarazada otra vez. Intento ser cauta en mis apreciaciones que a veces son idas a los extremos, pero siempre estará bien entregar a nuestros hijos las herramientas para que sufran lo menos posible y la educación me parece clave si de mirar al horizonte se trata, ya que permite decidir qué cosas se quieren para sí mismo. Eso va de la mano con la planificación familiar para no llenarse de muchachitos, tener en la cabeza quièn se es, para dònde se camina y què quiere uno ser y hacer. Ninguno de los niños de esta familia asiste al colegio.  Es una situación particular porque al resto de chinitos los ve uno uniformados al mediodía rumbo a la escuela.



Intenté ser amable con algunos de ellos, pero les cuesta un poco conservar los límites y acatar las normas que nunca han tenido. Entran sin avisar y cogen sin permiso los juguetes de mi sobrino que al principio los miraba receloso. Entonces está uno por ahí sentado mirando el mar cuando de repente llega uno y cuando vuelve a mirar hay otro y luego otro más y cuando uno menos piensa hay 10 niños como un enjambre que se apoderan de todo y se termina en medio de una gritería que no se comprende y toca, con el dolor del corazón, repartir galletas y decirles que vengan mañana y al otro día repetir la misma operación. No tienen nada que hacer y se aburen y quieren ver otras caras y tal vez comer algo distinto a la misma sopa de pescado con plátano, aunque a veces llega la barca sin pesca y me imagino que no hay que echarle a la olla y toca acostarse con la barriga vacía, o con cualquier mango recogido del suelo o con ese dulce que uno les regala porque tampoco hay más para darles.


      
Johana tiene 19 años, pero parece de 30. Carga un niño bien vestido de unos dos años, de ojos grandes, que no se mueve de su lado. Ella intenta no mirarme a los ojos, parece tímida, un poco avergonzada de estar sentada enfrente mío que tal vez la observo de una manera que no le gusta. Ya la había visto antes discutiendo con la vecina de la casa de los niños. Ella al principio trató de ser decente, pero se hartó y empezó a manotear igual que la rival, que cuando la vio emberracada se entró al rancho.  Imposible no pensar en ello, intentó últimamente no fijarme mucho en nada, pero me puede la duda.  Lo dejé pasar porque me dije empezando viaje: no voy a escribir nada, para qué.  Cuando la observaba desde el balcón, antes de hablarle, la veía muy jovencita, pero cuando me acerqué y empezó a conversar había algo en ella que la ensombrecía y tal vez por esta razón la vi mayor. Los sufrimientos definitivamente ponen muchos años a las personas, les quitan un poco el brillo, los hacen más susceptibles al paso del tiempo.
 
Se remueve en el tronco en que está sentada. Le ofrezco una galleta al niño y a ella. Intentó hablarle de cualquier cosa. De repente comienza diciéndome su edad y que es huérfana de madre, que se murió de cáncer, que su padre es el esposo de la mujer que le peleaba el otro día y que no le habla desde hace años, que la entregó a Bienestar Familiar con una hermanita menor después del entierro de la mamá y que nunca quiso saber nada de ella, ni siquiera teniéndola a dos cuadras, que es un hombre seco, que se ha ganado la vida pescando, que ella no quiere saber de él, ni de su mujer, ni de los hijos que la odian, no sabe por qué motivo, que no conoce de hogar ni de familia y que ya no se acuerda de la última vez que sintió el afecto de alguien diferente al de su hijo Luis Mateo. La recogió la abuela anciana aquejada también de cáncer y murió dos años después y volvió la pena del abandono y la búsqueda de la comida. Mucha hambre ha pasado Johana y se ve que aun guerrea contra ella. Hambre de cariño, de oportunidades, de otra vida menos triste. Limpia, humildemente vestida con un pantalón ajustado rojo, una camiseta vieja, unas sandalias gastadas de tacón, el pelo recogido en una moña bien peinada.     



No tuve que forzar la charla, ella me cogió confianza rápido y siguió hablando. La vendieron a una finca bananera y trabajaba de tres de la mañana hasta la media noche por un plato de sopa, el cuerpo agotado no le permitía hacer lo que le pedían los dueños que le pegaban con un zurriago y la trataban peor que a un perro. El dueño de la finca la buscaba en las noches para violarla y la dejaba tirada en cualquier parte con el cuerpo destrozado.  La niña escapó una noche y le pidió ayuda a un vecino para regresar a Uveros, donde estaba una tía que la recibió de mala gana. Ahí vive en una pieza, que le cuesta 50 mil pesos, con el padre del niño. Dice que es un buen hombre, pero que trabaja en lo que sale y a veces se va a las bananeras y pasa sola mucho tiempo. Le digo que trate de no tener tantos hijos, que con el que tiene es suficiente, que lo importante es tratar de darle mejores oportunidades, para que no repita historias, para que tenga posibilidades de educarse, salir adelante. Ella me mira desconfiada como si le estuviera diciendo algo inapropiado, como si la naturaleza fuera tener los que vengan, como vengan. Me pregunta si el niño de la casa es hijo mío, le digo que no, es mi sobrino, que no tuve hijos, que tengo tres perras, que esas son mis niñas, se ríe como si fuese una broma. No lo es. Son lo más parecido que he tenido a la maternidad porque las escogí, porque fueron una decisión consciente, meditada, y las quiero, somos familia. Distinta, pero hogar, felicidad, todo junto.       

Johana parece guardar rencores, recordar con rabia las cosas que le pasaron. Ella tiene el derecho de sentirse así. Que el padre de uno lo abandone sin importar su destino, que tenga que pasar desde niña por tanto sin merecerlo, la deja en la libertad de detestarlo. Pero hay que perdonar y olvidar dirán los buenos de corazón. A mi si no me jodan con eso que hay gente que hay que odiar toda la puta vida por infames y desgraciados.  Yo creo que por más pobre que sea una persona no justifica tirar dos niñas a las manos de trúhanes que las maltrataron y las violaron.  Su padre ya tiene un montón más de vástagos y me imagino que en cualquier momento correrán la misma suerte. Tal vez un día se despierte cansado y se largue.  



De repente llegan un montón de hombres negros y chilapos, razas predominantes en Uveros (afroamericanos y Sinuanos respectivamente), hablando duro, con un balón de futbol en la mano y nos toca pararnos de donde estamos. Están acomodando las canchas para el cotejo y les estorbamos.  Estuve a punto de decir algo, pero ni se me ocurrió de ver 20 tipos sin camisa, grandotes y con cara de bravos. Me despedí de ella y me entré a ver el partido desde la cabaña en el segundo piso. Un derroche de patadas, caídas y burlas, el poder de la masculinidad en su esplendor. Se molieron a patadas una hora y se fueron echando chistes como si nada. Yo me quedé adolorida pensando en esa mentalidad machista y guerrerista de los hombres que se me hace lo mismo de siempre. No estoy generalizando, por favor, pero en la provincia si es muy notable el peso de la voz del hombre y la escasa participación de las mujeres que son máquinas de tener hijos y servir el hogar.  Aaunque no tiene nada de malo cuando es decisión propia, creo que les tocó y si pudieran se rebelarían, pero no pueden hacerlo porque estas llenas de obligaciones, sumisión, y sienten que no pueden cambiar el rumbo de sus vidas.



Y ¿cómo una persona cualquiera que lo ha tenido todo y va de viaje osa decir semejante barbaridad? Lo hago porque soy mujer y tengo la oportunidad de decidir y de hacer lo que me da la gana. Por ejemplo, tomé la decisión consciente de no tener descendencia, primero porque tengo un genio de los mil demonios y hubiese sido una madre tirana y segundo porque creo que ya somos demasiados y no vale la pena traer más muchachitos a este mundo que se cae a pedazos.   Por eso soy bastante pesimista ante el futuro de todos nosotros, creo que la desigualdad en este país es vergonzosa, la distribución de los recursos es infame. En Uveros, la casa de la alcaldesa está en la mitad de la playa que abarca el caserío, con una hermosa vista al mar, una edificación de dos plantas y una enorme piscina con grandes sombrillas y sillas para tomar el sol. A los lados casitas de madera humildes, ninguna se parece a la de la alcaldesa en toda la zona. Entonces uno se pregunta, ¿de dónde saca un funcionario público de un corregimiento tan pequeño para montarse semejante palacete? Como dice Fernando Vallejo en las Memorias de un Hijueputa: “¿de qué manga se sacaron semejantes conejos tan orejones?”



Marcelino Arroyo, es un señor bien parecido, alto, delgado, dorado por el sol, con sus 62 años aparenta 50, con su pelo intacto y un par de canas a los lados. Es un buen representante de eso de que negros y chilapos, en general, envejecen mejor. Se ríe grande, bonito. Con una sinceridad que se deja ver en las manos que acompañan sus palabras. Me gusta la gente que habla con las manos, creo que somos pocos los que lo hacemos y eso me parece un poder de personalidad enorme.  Lo conocimos en la playa mientras jugaba con sus nietas y con su perra Brenda. Ahí fue que nos dijo que era perra de raza traída de Bogotá, aunque a leguas se veía que era criollita. Amigablemente se prestó para que Jairo le tomara una foto con las niñas y con Brenda en medio de las olas. Cuida de sus dos nietas, Sharik y Nathaly, niñas hermosas, educadas, mesuradas.  Se nota que intenta enseñarlas para que sean respetuosas. No se ven descuidadas, siempre tienen la ropita limpia y se ven muy bien puestas. Cada medio día lo vimos venir a sacarlas del mar para ir al colegio.



Se acercó a la cabaña sin entrar. Se quedó parado enfrente de nosotros con ganas de charlar. Le ofrecimos una gaseosa y la recibió con gusto, la tomaba a sorbos pequeños, sin prisa, con esa tranquilidad que dan los años vividos con sufrimiento, pero con orgullo. Nunca pasó por la escuela. Desde pequeño trabajó para comer, para sobrevivir, y se nota que le gusta, que es de esos hombres que no le tienen miedo a nada porque lo han vivido todo: “he trabajado en lo que me salga, ayudante de obra, pescador, en las bananeras, arriando ganado, uno aquí amanece y tiene que ver como trae la comida a la casa, los niños son lo más importante, intento que nos les falte lo necesario. A las niñas las hemos criado mi esposa y yo solos, los que se fueron a veces no tienen ni para ellos, entonces toca ponerle la cara al sol y hacer lo mejor que se pueda”.   Al rato llegó la esposa fumándose un cigarrillo y nos acompañaron un poco más.  A los pies de ellos, la pelirroja peluda dormitando, parando las orejas para escuchar lo que hablamos, con la barriguita llena porque Alejandra le sacó comida.  Para finalizar la charla nos dijo que era cordobés y que les dicen en todo el Urabá chilapos, los distinguen porque siempre van de bota pantanera y siempre llevan su rula al cinto. Son muy trabajadores y Marcelino es claro ejemplo de ello.



Aparte de todas estas historias, Uveros, San Juan de Urabá, es un lugar hermoso, salvaje y hermoso, con unas playas extensas que, al menos en esta época, están libres de turistas, apenas nosotros, y de vendedores. Las plataneras hacen parte del paisaje y de añejas en la zona, no desentonan a nuestros ojos. Nos regaló dos atardeceres de fantasía, llenos de rojos, naranjas y amarillos de fuego, nos dio una noche sin luz eléctrica que, aunque calurosa, nos permitió sentirnos más lejos de la civilización, al igual que la ausencia de señal del celular, de televisores, de computadores. Incluso más la noche del aluvión de insectos. Disfrutamos en familia, gozamos el mar y sus olas y sus playas me dieron unas trotadas de ensueño. Sabía que, como siempre nos ocurre, nos iríamos con tristeza de dejar aquel paraje tan distinto a nuestro frío Cajicá. Supe que había valido la pena.



El ùltimo dìa, tratando de no presentir el adiòs, hicimos lo cotidiano y en la noche nos encontramos viendo a Emilio, el sobrino, rodeado de los niños que él llamaba “mis amiguitos”, jugando y sudando de correr de aquí para allá arrastrando carritos plásticos atados a una cuerda, como solía ser. Cuando era hora de darle la comida, Alejandra, su mamá, les repartió comida a todos los niños y antes de que se fueran, mientras nosotros entreteníamos a Emilio, les dijo que esperaran afuera un momentico y les regaló todos y cada uno de los juguetes que habían llevado. Salieron felices, corriendo y saltando hacia sus ranchos, como en una pequeña navidad anticipada. Me enorgulleció y emocionó ese gesto de Alejandra, que, entre otros muchos gestos, con los perritos, por ejemplo, conmigo, en charlas eternas, hizo que la sintiera muy cercana y que fuera otra de las cosas valiosas que me dejó este viaje.



Partimos temprano al día siguiente con los ladridos y aullidos de Concho que nos recriminaba que nos fuéramos y que fue el causante, al igual que despedirme de Emilio, el niño que no llora, de que las imágenes a la salida de San Juan de Urabá me sean borrosas por mis ojos enlagunados.        




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