Manchas

Manchas

domingo, 28 de junio de 2015

Ojos de Gitano: Jenaro Mejía Kintana.

Ojos de Gitano.
En memoria de Jenaro Mejía Kintana.


Cuando sonó el teléfono, Juan se quedó mirando la pantalla incrédulo ¡Pero mire usted pues, hombre, la sorpresa! Cuando me dijeron que venía no me lo podía creer, como la vez pasada me quedé con los crespos hechos esperándolo - se rio con ganas mientras continuaba hablando fuerte 
- ¡entonces qué, Jenarito, ¿dónde está mijo que nada que llega? Después de un par de risas colgó diciendo: se está bajando del metro, subamos a la estación a recogerlo. Caminamos a buen paso un par de cuadras, yo con lupa, la perrita schnauzer de Blas, cogida del collar. Siempre mirando para todo lado como buena rola que no conoce nada de Medellín. Nos encontramos sin buscarnos, como si nos hubiéramos puesto una cita exacta. Jenaro venía como siempre con su sonrisa enmarcada en la cara aunque un poco más delgado y ojeroso de lo normal. Se prendió un cigarrillo Mustang y le dio una calada mientras nos alcanzaba, nos abrazamos todos con alegría, cada cual vivía en diferentes partes. Esa casualidad era excepcional pero no lo pensamos. Compramos provisiones, me refiero a unas cervezas en lata, un aguardientico antioqueño y varios paquetes de cigarrillos pues, gracias a mi dios, todos bebedores y fumadores, nada de abstemios o alcohólicos en rehabilitación. Esta sería la última vez que estaríamos juntos. Para mí era la primera vez con Juan, a Jenaro ya lo conocía. Sacamos las butacas al balcón, era una noche buena para estar afuera. Al son de las cervezas hablamos de todo un poco, del viaje a Francia de Jenarito, para hacer una exposición con todas las de la ley, de las grandes posibilidades que le ofrecía está oportunidad, de los cuadros que iba a llevar a Grenoble, de la opción de quedarse a estudiar. ¡Qué verraquera hombre! - decía Juan mientras le entregaba una cerveza. 
- Unita no más - decía Jenaro con risa - que no puedo tomar mucho, he andado como maluco estos días. 
- ¿Y eso por qué? 
- No sé, los nervios, tanta vaina hombre Juan en la cabeza.
 - ¿Pero temas de plata o qué? Jenaro, usted siempre ha sido muy tranquilo con ese tema del billete. 
- Sí, pero mirá hombre que ha estado dura la cosa. Me ha tocado reunir la plata pal viaje a Francia y verraco, no crea. 
- Pero bueno, lo importante es que hay que aprovechar esa oportunidad al máximo. 
- Claro Juan, una vacanería poder mostrar mi obra allá. - ¿Cuántos cuadros llevás? 
 - Unos cien, creo. Aún no me han dicho. Todo depende de la plata que tenga uno pa llevar las vainas. Las más que se puedan.
 - ¡Ah! muy bueno Jenarito, ¡qué alegría! - ¿Y cuánto tiempo vas a estar allá? 
- Unos dos meses. Pero si surge algo se podría alargar. 
- No, Jenaro, una maravilla. Ahora sí que te volviste un artista internacional. 
- ¡Qué va, Juan! en Europa hay mucha gente genial. Lo que toca es aprender mucho, mirar el trabajo de los artistas, crecer mucho como pintor para venir aquí a seguir trabajando en lo propio. Todo es aprendizaje, estas oportunidades son bellas es por eso, uno puede conocer otras culturas, relacionarse con otras personas, eso es algo invaluable para mí. 

 A eso de la medianoche, ya Kintana pasó al tinto, no tomó más cerveza. Reímos de lo lindo y nos despedimos con un fuerte abrazo a eso de las dos y media de la mañana. Después supimos que Juan y Jenaro se quedaron unas buenas horas más charlando. Esa sería la última noche que compartirían Juan y él. Por cosas de la vida, este encuentro entre dos amigos que se querían mucho no se repetiría. Como dice Juan Gil Blas: la vida tiene cosas muy hijueputas de entender. 



El Urabá estaba dibujado en sus ojos. Parecía nacido para ser árbol, siempre erguido y orgulloso de su raza, de su sencilla manera de vivir, rodeado de pinceles, bastidores, lápices, crayolas. Nació en una familia campesina en Campamento Antioquia en el año de 1957. La lucha siempre fue para él parte de ser hombre. Por eso lo dejó todo, un trabajo estable en las bananeras, y se aventuró en sus propios sueños para llegar a ser lo que realmente anhelaba su corazón. Pintaba día y noche. Buscaba en su imaginario la manera de plasmar sin artificios lo que veía en las calles de su pueblo, en las miradas de la gente que lo rodeaba, en la violencia del tiempo que vivía. Tuvo que ver de cerca el conflicto armado durante varias décadas, en el que las masacres y las desapariciones eran el pan diario de la vida en Urabá. Por eso pintaba para gritar lo que sentía, para decirle al mundo que a través del arte también podemos llorar, es posible hasta creer en algo diferente a lo que por desgracia se hereda, como la muerte. Desde adolecente se vinculó al Taller de Arte Nueva Generación en Apartado donde conoció al maestro José Debanny Marín quien lo influenció de manera positiva en el tema del arte y el inmenso compromiso que tienen los seres humanos con la época en la que viven. Por eso Kintana, desde su mirada y desde su trabajo, como artista siempre les dijo a sus interlocutores que sus colores y formas eran otra cosa, no quería ser parecido a nadie, él quería que lo recordaran por su propio estilo. Su creación artística fue muy propia y primitiva. Por eso el maestro escribía, por esa razón en algunos momentos de su vida decidió buscar nuevos caminos. Se radicó en el Bajo del Oso en Aparatadó, luego se fue a Medellín y terminó en el barrio El Paraíso en Bogotá, donde se dedicó a dibujar, a tallar, a pintar, a caminar por la ciudad. En la capital siempre se sintió cómodo, aunque lejos de su tierra, seguro, feliz de poder dedicarse a su arte. Las limitaciones económicas siempre fueron un quebradero de cabeza porque, como buen soñador, los temas de dinero no eran lo más importante y por eso regalaba algunas de sus obras. En su corazón quería darlo todo. 



Después de varios años en Bogotá, por razones familiares, regresó a Apartado y continuó trabajando con muchas limitaciones económicas ya que era el encargado de proveer a su familia de lo necesario para subsistir. El hecho de no contar con una casa propia lo llevó a perder muchas obras de trasteo en trasteo. Sin embargo, eso jamás fue un obstáculo para continuar su imparable creación que aún no ha podido ser clasificada por su extensión. Se habla de que dejó más de tres mil obras. Juan Gil Blas, escritor, me obsequió unos apartes de una entrevista que le hizo a Jenaro hace un par de años en su casa de la Calle San Juan en Medellín. Una de las impresiones más importantes es el profundo sentimiento de soledad del maestro, una tristeza honda por la realidad del país, por la difícil tarea de ser de alguna manera un artista reconocido en Urabá, aunque no pedía serlo. Para Jenaro Kintana el compromiso era con la vida, con el arte, con la pintura, con la época. Al hablar con Juan sobre el proyecto de este escrito fue muy generoso al darme este material argumentando que no necesitaba colocar el crédito de su entrevista. Pero es menester de mi escrito darle voz a uno de los grandes amigos de Jenaro que hasta el día de su muerte lo acompañó con profunda admiración y respeto, no solo por ser un gran ser humano sino un artista de los mejores que ha parido esta tierra de olvidos y miserias. 



Aquí transcribo algunos apartes de la entrevista que permiten vislumbrar quien era el maestro: 

 “—La aprendiste en Urabá. 
—¿Qué? 
—La pintura.
 —He ido aprendiendo, en Urabá, y ya los contactos también pues con… 
—Pero Urabá. 
—Pero sí, el aprendizaje de la pintura, de los colores y las vainas es Urabá todo. Urabá. Yo… un ejercicio que yo creo que empezó por ahí qué, catorce, quince años.
 —¿Hace? 
—A los catorce o quince años más o menos de mi edad. Me alegra mucho, conocí a Neruda en Anorí. Conocí a Neruda en Anorí como en una vaina de prensa donde había el poema número veinte, conocí a Neruda ahí pues como así en esa época. Fue muy bonito eso, y ya, la comunión sí con el campo, así, también, de campo, muy… Y el arte yo lo he tomado como…, o el ejercicio mío como un juego, yo me acuerdo que pintando eso como jugando con el trompo, o tirando canicas, o bueno, como un juego, pero a la vez muy serio también, porque vos si estás jugando canicas y si no aprendés a tirar bien te pelan, y bueno, o el trompo también, no te baila bien si no aprendés a tirarlo bien, a enderezarle bien el error, si lo querés que baile bastante, o como lo querrás, o que zumbe. Como un juego, pero un juego muy serio. Entonces cuando ya llega uno como a estas partes así que la gente comienza Rún, rún, que Fulano, que el trabajo, que no sé qué, entonces la cosa es comprometedora, pero uno no, uno cuando arrancó no tengo que…, de como esas cosas, ni quiero pues tampoco como apecharme pues tampoco como en esa cosa, yo no sé, Juan, pero sí se preocupa uno de todas maneras. Mucha responsabilidad ya por la credibilidad de la gente…”

 “—Yo he vendido mucho trabajo, Juan, ¿me entendés?, lo he vendido favorable, a bajo precio, para sobrevivir, ¿me entiende?, todo eso, pero…, pero y con eso hay mucha más responsabilidad, hay mucha más responsabilidad, que a vos te compran, entonces Uy, hijueputa, van creyendo en vos. —¿Vos empezaste a vender a partir de la primera exposición? —No, yo creo que demoré muchos hijueputas años para vender el primer trabajo, pero sí, sí. Pero como vender-vender, nunca.”

 “—Yo venía trabajando digamos en un aprendizaje y yo empecé pintando mucho como con el azul, algo así muy azul…, por mis gustos con el color azul, que para mí el color, si algún color a mí me fascina de la naturaleza es el azul, y en toda su gama de azules, me fascina mucho el azul, el azul como por la tranquilidad, por lo que es como el horizonte, la lejanía, bueno, como ese tipo de cosas. Y de ahí, pero también mezclados con todos los colores, porque yo sé y si vos ves los primeros ejercicios de mi trabajo mezclando, trabajé incluso con los dedos de la mano, todos los colores y mezclados. Juego con los colores. Después, en esa época, comienzo yo a pensar cómo (… …) como a tanta sangre y tanta vaina, a partir de colores, es donde empecé trabajando con el rojo, con el negro, y posteriormente el blanco.” 



Sus materiales de trabajo tenían el espíritu de la tierra. Recogía de las calles tablas, puertas, ventanas de las casas donde habían sucedido las masacres. También utilizó las cajas de las bananeras, que tanta violencia y muerte le han dado a este país, para pintar. Una de las cosas más particulares del maestro Kintana era su eterna búsqueda, su alma de niño era inagotable. Un niño que jamás perdió el brillo juvenil de su mirada de gitano. Ojos como nunca vi, felinos, grandes. La primera vez que lo conocí en “La Oficina”, una cafetería diagonal a la Casa de la Cultura de Apartado, me impresionó su timidez, su humilde manera de acercarse. Muy mesurado en su lenguaje, pero muy cercano y cariñoso con todos los que sabíamos, calladamente, la clase de artista con la que estábamos sentados. Sin pretensión de alardear sobre sus conocimientos de arte o sobre sus bellos poemas, era un lector ávido y una persona sumamente culta. Independiente a eso, un ser humano de una generosidad y un sentido del amor que te traspasaba, te hacía querer ser una mejor persona. ¿Y cómo no conmoverse al escucharlo hablar de su trabajo, de sus caminatas incesantes para reconocer en todos quién era él? Todos somos la tierra, todos somos uno, decía con mucha emoción. Hablaba arrastrando un poco las palabras, su sangre antioqueña era su sello. Su ropa se componía de una camiseta blanca del Taller de Escritores de Urabá, bien planchada y limpia, un pantalón de jean y unas botas de obrero. Una gorrita azul deportiva y una mochila terciada de lado. Fumaba bastante y miraba siempre a los ojos a las personas con las que hablaba. Jamás interrumpía cuando otros tomaban la palabra y esperaba pacientemente la hora de decir lo que pensaba y la risa de aquel hombre ojalá no se nos olvide nunca a ninguno de los que lo conocimos. Como dice Hector Abad Faciolince en su libro el Olvido que Seremos: “La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos. O mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigados sobre una playa de olvidos” 



 Uno de sus amigos más cercanos, el poeta y catedrático de la Universidad de Antioquia Juan Mares Poteas, en un artículo publicado después del fallecimiento de Kintana afirma: “En muchas ocasiones me iba por los potreros y las bananeras hasta la casa de Jenaro en el Bajo del Oso. Allí tertuliábamos cuando él no podía asistir. Por aquellos días no pensaba retirarse de Unibán y aún no se había decidido lanzarse como artista en pleno y en medio de la incertidumbre de noches tenebrosas, fijaba imágenes geométricas y punteaba colores para relatar el miedo, la angustia y el horror desencadenado por la soberbia, era una guerra ya fratricida y radical mucho antes, mucho antes. En el titular de un periódico de mucha circulación en el país alcanzaron a titular: “En Urabá vale más un banano que la vida de un administrador.” Dos bandos se disputaban los sindicatos y ya por los noventa empezó la retaliación por otras fuerzas igualmente tenebrosas y estos no llegaron graneando, llegaron arrasando y el dolor creció. Cada que nos encontrábamos nos abrazábamos como si fuera el último, ya cualquier cosa podría ocurrir” Juan Mares retrata de manera muy sincera los embates de una época difícil para Jenaro Kintana que estuvo siempre en la mitad de un conflicto personal y social que marcó de manera definitiva el carácter de su obra llena de personajes, entre los que se encuentran niños desamparados y hambrientos, mujeres desplazadas por el conflicto armado, cadáveres, tiempos turbulentos y tristes que han desangrando a Colombia y que siguen sucediendo una y otra vez. Es como una cadena de calvarios que es parte ya de nuestro imaginario porque hemos crecido en medio de las balas, odios, luchas y asesinatos. 



 Siempre me ha sorprendido mucho que la obra del maestro Kintana no haya sido valorada como se debe, que no fuera reconocido en vida por su extenso y maravilloso trabajo. Por eso este ejercicio que le debía al maestro ha surgido como una promesa cuando vi el espíritu de sus dibujos, la extraordinaria esencia de sus colores, su fuerza creadora, su energía animal que espero que las personas que lean estas líneas se tomen el tiempo de observar y valorar, dejando atrás las comparaciones o las odiosas maneras que tienen muchos artistas plásticos para desvirtuar la técnica sin profundizar. A Jenaro Kintana hay que mirarlo con el alma, hay que darle la oportunidad de la sorpresa, de la ingenuidad, de la profunda mirada de un ser único que perdimos todos. Pero siempre estará su obra, siembre estarán los Bocones, las Vírgenes de Bojaya, Los niños de la calle, La Sequía, Los Andes, Banderas, Lugar Común, entre otros títulos. Se han referido a la obra de Jenaro como un artista abstracto, como un artista onírico y surrealista. Fue un enamorado de Picasso, Kandinsky, Guayasamin, Miró, Wifredo Lam, de Warhol y Basquiat, entre muchos otros. Lo que si es cierto es que no se parecía a nadie. “Sí, porque yo siempre me consideré muy malo para dibujar en la escuela, le sirvo un ejemplo, por decir algo, los profesores me decían: vea, que el marranito, entonces uno tenía que hacer el hijueputa marrano igualito al marranito, muy bravo, o el conejo, huy, esas particularidades tan verracas que lo meten a uno ahí como a primera pues, muy bravo, entonces yo siempre me negué como para el dibujo” Palabras de Jenaro cuando se refería a su manera de mirar el mundo desde siempre muy suya. 



Este trabajo ha sido a todas luces un camino de sinsabores, intentar reconstruir la memoria es algo doloroso. A veces se pregunta uno por qué la vida es de la manera que es, por qué en el mundo habitan un montón de alimañas que mueren de viejos al lado de la nada. Y con eso me refiero a los asesinos, a los políticos corruptos, a los violadores, a gente que se debería ir primero, ojalá sin despedirse. He tenido un amargo sabor de boca desde que se fue Jenaro. Esta vida es un ejercicio en el que todos deberíamos propender por dejarle algo al mundo diferente a una maraña de sombras y tristeza. Una mirada del lugar que habitamos, desde donde nos encontremos, reconstruir la memoria para que nadie nos olvide, sin importar cuánto dinero podamos tener por ello. Esa quizás es la enseñanza del maestro, crear, ser, vivir. Aunque la muerte sea caprichosa. 



Son las once de la noche, afuera llueve y ha sido un día muy frio en la sabana de Bogotá. Recordar a Jenaro ha sido muy triste, especialmente hoy. Recuerdo que vino a Bogotá a pedir la visa en la embajada de Francia días antes del viaje. Siempre se quedaba en el Paraíso en la casa de unos amigos que lo querían mucho, llamó a mi esposo, que en este punto del relato debo decir que fue el que me presentó al maestro, a él le debo todas las historias hermosísimas que sé de él. Nos visitó con Jota, su hijo, en nuestra casa de Cajicá. Nos trajo un par de pinturas que había hecho para recolectar dinero para su viaje. En ellas estaban, sin conocerlas siquiera, nuestras perritas: la Mona y la Negra. Jairo y yo en un lienzo naranja enfrentados uno al otro. 

- Jenaro, pero ¿cómo pintaste a la mona y la negra sin conocerlas? 
- Ah no sé, me imaginó que ya las conocía. Muy linda la casa, qué bonito lugar para vivir. 
- Felices, Jenaro. 
 - El dibujo que les traje es para que lo miren cada vez que peleen. Siempre se tienen que acordar de todas las cosas que los hacen estar juntos. Uno en la vida tiene que aferrase a lo que lo hace feliz y ustedes dos tienen que acordarse de eso siempre, que no se les olvide.



Compartimos una bella tarde, caminamos hasta el pueblo y en la plaza principal estaban celebrando el día de la raza. Kintana tomó un par de fotos y compramos un café con panela que nos ayudó a pasar el frió. Regresamos caminando, charlando de lo felices que nos hacía que hubiera sacado un ratico para venir a vernos. Como si no quisiéramos despedirnos, preparé dos o tres cafés más en casa, como intentando postergar la despedida, como si por alguna razón quisiéramos que se quedara para siempre con nosotros. 

La última imagen que tengo de ti es cuando paramos el bus, te quedaste muy cerca de mi corazón y me abrazaste. 
 - Jenaro lo quiero mucho. Suerte en Francia. 
- Gracias Yineth por el apoyo, sos una bonita. 
- No se olvide de nosotros, aquí vamos a estar para lo que necesite Jenarito. 
- Los llevo en el corazón. 
- Escribanos por Facebook, pónganos foticos de la exposición. 
 - Claro, apenas me instale y vea como es la movida yo les cuento como va todo. 
- Cuídese, gracias por las pinturas, la próxima vez que venga ya las vamos a tener enmarcadas en la sala para que las vea. 
- No se olvide lo que les dije, no peleen. 
- Jenaro, nosotros no peleamos - le respondí guiñando el ojo. 
 - Bueno, ya viene el bus. Nos vamos. 
- Adiós, Jenarito. 
- Adiós, Yineth, mucho ánimo, siga trabajando en lo suyo, no se dé por vencida. 
- No lo haré. 



Dos meses después supimos que Jenaro, al llegar de su exposición en Francia, había muerto en Chapinero. Unos amigos lo recogieron en el aeropuerto el Dorado de Bogotá. Al llegar al apartamento el maestro tuvo dificultad para respirar y cayó fulminado en el suelo. Fue trasladado a la Clínica Palermo a donde llegó por urgencias sin signos vitales. El maestro Kintana murió de un tromboembolismo pulmonar, que según registros médicos se produjo por un coagulo de sangre que se formó en sus piernas por el largo tiempo que estuvo sentado durante su viaje de regreso. Al empezar de nuevo a caminar, el coagulo se desprendió y viajó por sus venas, hasta llegar a los pulmones y taponar algún vaso, lo que le produjo la muerte. Vino a morir a su amada Colombia. Su cuerpo fue trasladado a Apartado después de un corto homenaje en Bogotá, al cual no pudimos asistir por la premura. Sentados en el estudio, sin poder dar crédito a una noticia tan desafortunada, se escucharon en el computador sin razón aparente doce campanazos de iglesia. El silencio nos rodeó y un estremecimiento me subió por la espalda, era el maestro Jenaro Kintana que se despedía de nosotros. Cerré los ojos un momento y busqué en el recuerdo su mirada gitana. La encontré serena, bravía, profunda. Le dije adiós, que nos veíamos en un ratico, que había sido un orgullo y una infinita felicidad conocerlo. Gracias maestro.



lunes, 22 de junio de 2015

El Regreso





Lo que empezó como una tenue llovizna,  se convirtió en pocos minutos en una torrencial lluvia que sacudía con furia los árboles que se extendían a lo lejos. Más de 1500 personas entre camarógrafos, periodistas de medios nacionales e internacionales, policía y ejército, estaban allí congregados. Todos miraban con desconsuelo dos helicópteros Cougar que desde la mañana había llegado desde la localidad brasileña de Cachoeira, una pequeña población en la amazonía en los límites de Colombia con Brasil. Debido al mal tiempo las naves estaban estacionadas hasta nueva orden por parte de las autoridades aeronáuticas en el Aeropuerto Vanguardia de Villavicencio con una bandera de la Cruz Roja Internacional como insignia. Lejos de allí, diez hombres en mitad de la selva miraban al cielo porque después de una década de cautiverio recobrarían su libertad.

Antonio ejercía el periodismo desde hacía más de 30 años. Había experimentado en carne propia los rigores de una guerra interminable y sangrienta en Colombia. En su extensa hoja de vida contaba con más de quince años como corresponsal de orden público en RCN radio y en la actualidad, con 65 años de edad, trabajaba en una emisora de la AM. Su remuneración era bastante poca pero la excusa era siempre que el periodismo de calle era su vida, lejos de los reconocimientos y esa sed de notoriedad en boga en todos los tiempos. De carácter recio y a veces autoritario, tenía en su haber, como si fuera poco, ser un capitán retirado del ejército donde se preparó toda la vida para la guerra.

Viajó desde Bogotá hasta Villavicencio por una carretera serpenteante y accidentada. Con una gran taza de café dio inicio a lo que podría ser una larga semana: según comunicados oficiales serían liberados los últimos hombres secuestrados durante los años noventa. Estos secuestros a miembros de la fuerza pública habían sido armas de combate por parte de este grupo al margen de la ley, al usarlos como fichas de intercambio por detenidos de su propio bando. La escalada terrorista había dado inicio en las Delicias Putumayo, en el año de  1996, donde fueron secuestrados 86 militares y asesinados 31 miembros de la fuerza pública. Otro de los hechos históricos que quedó marcado en la memoria del pueblo colombiano fue la toma de Mitú, que evidenció el tremendo poder de las Farc y su facilidad para acceder a cualquier región del país dejando a su paso una espantosa estela de violencia y muerte.

Los controles para el ingreso al aeropuerto eran rigurosos, más de 500 hombres uniformados y con armamento estaban apostados en todos los flancos de este pequeño lugar enclavado en la nada. El aguacero hacía aún más complicado avanzar en la extensa fila de automóviles. Un soldado de unos 20 años se acercó a la ventanilla y le pidió que descendiera del carro. Después de una requisa exhaustiva en el maletero y el interior, le dio la orden de continuar. Debía estar en la lista suministrada por el Ministerio de Defensa que venía desde Bogotá,   de otra manera se le habría prohibido el ingreso. Allí estaba su nombre, así que después de pasar el último tramo se le ordenó dejar allí mismo el automóvil. Uno de los militares que lo miraba de reojo le mostró un pequeño hueco debajo de unos árboles. Con paso tranquilo abrió la portezuela del baúl y sustrajo una gabardina de plástico verde y su mochila, caminó con  buen pasó por más de 1 kilómetro. La fuerza del viento lo hacía detenerse de vez en cuando para mirar,  fuertes corrientes de aire caliente le golpeaban la cara. Mientras avanzaba, se preguntó si ya no era tiempo de estar en casa con sus hijos, si no era el momento de abandonar tantos años de lucha. En sus piernas sentía el cansancio de los años, ya no podía disimular que se agotaba más rápido, que perdía el aliento más seguido.

Paró debajo de un quiosco de venta de víveres. No había nadie allí, solo un par de perros somnolientos que miraban desde adentro la caída del agua de las tejas. Una mujer joven con pantalones cortos salió de adentró de la casa como si lo hubiera presentido, ¿desea tomar algo? le preguntó con un acento golpeado, una gaseosa fría y un roscón de esos, señaló con la mano.  Sin quitarse el impermeable se quedó un rato mirando,  observándolo todo, se sentía acalorado, la lluvia hacía que la humedad fuera insoportable y la camisa se le pegara al cuerpo. Sacó del pantalón una agenda pequeña y la ojeó sin prisa. Repasó uno a uno los nombres de los que serían liberados, los militares eran Luis Alfonso Beltrán, Luis Arturo Arcia, Robinson Salcedo Guarín, Luis Alfredo Moreno, y los policías Cesar Augusto lasso, Jorge Trujillo Solarte, Jorge Humberto Romero, José Libardo Forero y Wilson Rojas Medina.
         
Estuvo sentado media hora por reloj.  Lo tenía todo en mente, el tiempo siempre era para él una obsesión.  La lluvia había cesado y el cielo como por arte de magia se veía azul celeste. Las últimas nubes se evaporaban en la lejanía cuando guardó con meticulosidad la gabardina y pagó con un billete viejo la cuenta a la mujer que miraba el noticiero con atención. El presentador mostraba una panorámica de lo que sería sin lugar a dudas el hecho más representativo de aquella semana de junio de 2012  en que terminaría por fin la pesadilla de muchas familias que esperaban el regreso de sus hijos, esposos y padres.

Caminó sin prisa lo que quedaba de camino. Al fondo una tarima de CNN se erguía imponente con más de 20 periodistas y operarios que buscaban el mejor lugar para colocar la señal microondas. Rio para sus adentros, ¡tanta parafernalia para saber que la noticia muchas veces o casi siempre depende de la pericia del periodista! ¡De qué sirve tanta tecnología si a final de cuentas solo eres tú con una cámara o una grabadora encontrándose con la realidad ajena a todos! pensó Antonio.

Gonzales escuchó de lejos una voz. ¡Pensé que no venías! Al mirar a un lado vio a uno de sus amigos de batallas, más viejo que él, Pacheco, con una botella de agua en la mano. ¡Qué calor tan verraco hermano y aquí no pasa nada! Acaba de salir doña Piedad Córdoba a decir que estaban suspendidas todas las actividades por que los amigos de las Farc se comunicaron y dijeron que preferían esperar un poco, hasta que todos los vuelos se suspendieran, dijo Pacheco. ¡Eso se sabía hermano! Una cosa piensa el burro y otra el que lo está ensillando.



Los Desaparecidos

Cuando caminaba en círculos, vio de lejos a un anciano de sombrero con aspecto humilde que deambulaba por los alrededores y llevaba una camiseta con un rostro impreso. Nadie se detenía a escucharlo, todos  hablaban con observadores internacionales y con políticos de turno que no podían perder la oportunidad de hacer presencia para dar sus impresiones. Señor, lo llamó Antonio con cuidado de no incomodarlo, ¿a quién busca? le preguntó. A mi hijo Héctor Gonzales Carrillo, todos están esperando a alguien pero yo no, llevo 14 años buscando una respuesta.  Son muchos años tocando puertas, que si la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía y nada. Mi señora ya no se levanta de la cama, desde que se fue mi hijo no hay agua que nos quite la sed ni comida que nos quite el hambre. Si usted pudiera ayudarnos, mire que nadie aquí nos ve, parecemos invisibles.

“Buenas tardes, tenemos a nuestro enviado especial desde el Aeropuerto Vanguardia de Villavicencio, ¿qué está pasando en el lugar de la noticia? Así es Francisco, buenas tardes para usted y todos los que nos escuchan a esta hora, son las 12 del día con aproximadamente 32 grados centígrados de temperatura. Continúan llegando corresponsales de todo el mundo. Según los últimos comunicados oficiales, el operativo de rescate está suspendido hasta nueva orden por cuestiones climatológicas.

A mi lado se encuentra el señor Ángel un padre desesperado que desea enviar un mensaje a su hijo Héctor Carrillo que lleva 14 años en manos de un grupo insurgente que no ha dado muestras de su supervivencia. Señor, buenas tardes, cuéntenos un poco que es lo que le sucede a su familia: Buenas tardes, gracias por su tiempo, estoy solo aquí, vengo de Bogotá, he pasado los últimos años buscando a mi hijo, no hemos recibido durante su secuestro ninguna carta ni muestra de supervivencia. Le suplico al grupo insurgente que lo tiene en su poder que lo libere o nos dé alguna señal de él. Mijo, decirle que lo estamos esperando,  no crea que lo hemos olvidado, tenga fuerza, su mamá, sus hermanos y yo mijito lo seguimos buscando y lo que me quede de vida seguiré luchando para que regrese a la casa, un abrazo mijo, aquí nadie lo olvida”

Antonio se sintió agobiado y dijo para sí: ¡vida ingrata de mierda!  Cuando colgó el teléfono,  una profunda rabia lo invadió, ahí estaba él mirándo a ese anciano de ojos tristes, con esa profunda desolación y sin poder hacer nada para ayudarlo. Soldado de muchas batallas, guerrero de verdades a medias, verdades a mordiscos como le gustan a todos, treinta años lidiando con eso y aun le sorprendía. Soy un anciano, apenas si reconozco mi cara en el espejo y continuo este camino. Estoy cansado, me pesan los ojos, a veces me pesan los recuerdos, esta tarde de junio me pesa como ninguna otra.



A eso de las tres de la tarde, la ex senadora  Piedad Córdoba, a través de una de las mallas que separaban la pista de aterrizaje de las personas que esperaban, anunció que debido a los requerimientos de la Farc no contaban aun con las coordenadas en las que debían recoger a los 10 hombres. Por cuestiones de mal tiempo, aquel día había sido infructuoso pero según sus palabras el ánimo continuaba intacto y había que tener paciencia ya que todo estaba listo para ir  a buscarlos y traerlos de nuevo a la libertad.

Al finalizar la tarde, de camino al auto tropezó con Carlos, otro de sus antiguos colegas, un periodista de viejas historias de cuando comenzaban en la radio  quien, a pesar de no verlo tan seguido, era uno de sus buenos amigos. Llegaba hasta ahora escoltado por dos practicantes con cara de pánico que lo miraban con miedo. No era un secreto para nadie el terrible carácter de este hombre que muchos miraban con fastidio por ser siempre la estrella rutilante de todos los cubrimientos a los que asistía.

A Carlos, Antonio le recordaba a Jorge Vega alias “Veguita”,   un personaje de un cuento de Toño Angulo Daneri que se llama “Librero de viejo andante”. El personaje era un  periodista empírico que vendía  libros en las redacciones de los periódicos. Era un tipo de un carácter muy parecido al de su amigo, amante del mar, la soledad, el vino y los burdeles. Vega, como Antonio, había sido reportero de calle en los tiempos en que los periodistas bebían, conversaban y envidiaban menos. Siempre que se lo encontraba terminaban borrachos en cualquier parte. Él, como el protagonista de la historia, tenía por oficio la palabra e igual que su colega contaba mil historias de aventuras fantásticas. Enamorado siempre de las mujeres bellas e inteligentes. Entre risas recordaron antiguos amoríos que en su momento los llevaron a rivalizar y a mirarse de reojo por un par de días para después olvidarlo.

Aquella tarde hablaron como  siempre de su ingreso empírico a un periodismo difícil, trajeron a la memoria a su antiguo director ya retirado, que les decía siempre que eran unos inútiles y para rematar unos borrachos. Antonio, animado  por una botella de aguardiente,  invitó a unos periodistas mexicanos que tomaban cerveza  en la mesa del  lado a que sentaran con ellos. Compartieron con ánimo varias rondas de cerveza fría y brindaron al aire con los “cuchachos” periodistas como les puso de cariño. Ellos disfrutaron cada palabra Antonio Gonzáles, el periodista convicto, como se hacía llamar él.

Como dice Alfonso Tealdo, dijo Antonio levantando la cerveza, mientras unos andan por la vida embriagados de alcohol y sabiduría, otros atraviesan el mismo camino sin darse cuenta que ambas cosas existen, tratando de defender su higienizado derecho a ser abstemios.


Abrió los ojos antes del amanecer sin resaca alguna. Saltó de la cama de un viejo hotel en el centro de la ciudad y recordó sin remordimiento la noche anterior. Su rigor periodístico jamás se había visto disminuido por una noche de tragos y mujeres aunque ya hacía tiempo que compartía la vida con la madre de sus hijos después de una separación de 15 años y se encontraba muy tranquilo con ella. Por eso, las juergas siempre eran con amigos o viejos colegas y casi siempre terminaban hablando de faenas de antaño.

Tomó una gran taza de café en la recepción del hotel antes de salir. El aire   a aquella hora de la mañana era limpio y renovador, aspiró con fuerza y se sintió listo para una larga jornada de trabajo. A las 5 y 30 de la mañana llegó al aeropuerto. Se veían muy pocas personas en la zona, entre ellas una joven de su noticiero que al parecer había pasado la noche allí. Ella lo reconoció de lejos y se acercó para saludarlo. El señor Francisco me envió para ayudarlo en lo que necesite estoy a su disposición, le dijo ella como saludo. ¿A qué hora llegó? le preguntó él con tono seco, a las 9 de la noche.  ¿Y por qué no me llamó? interpeló él con voz recia mirándola de frente, me dio pena molestarlo,  aquí hay una sillas estupendas para dormir, dijo sobándose con gracia la espalda mientras se reía. Pues bueno, dijo Antonio con sorna, aquí me basto solo pero ya que está aquí,  sería bueno que nos distribuyéramos el trabajo, nunca sobran dos ojos más para mirar lo que está oculto.


Antonio sabía bien el espantoso suplicio del secuestro. Siempre lo vivió de cerca, escuchó muchos testimonios de cómo secuestrados hablaban de las practicas inhumanas, con fines lucrativos, a las que habían sido sometidas muchas personas. Conoció de cerca la historia de un hombre privado de la libertad durante ocho meses y sometido a toda clase de horrores para que no escapara, entre los que se encontraban el hambre, ser amarrado con sus compañeros a los arboles durante 43 días por habérseles encontrado un pequeño radio en el que escuchaban juntos las Voces del Secuestro, un programa donde sus familiares les enviaban mensajes en las noches largas de soledad en la selva. Ese hombre hablaba entre lágrimas de las extensas caminatas a las que eran sometidos; de los tratos vejatorios de miembros de esta banda de delincuentes que, según él, no tenía ninguna ideología política,  solo buscaban el dinero para mantener una causa que les era absolutamente indiferente. Aun en el espanto del cautiverio muchos secuestrados  hablaban de ricos que discriminaban. Ricos y pobres condenados en el mal dormir, en la comida miserable, en el mal trato y aun así se creían unos mejores que otros.

Antonio había escuchado, de voz de varios secuestrados, las fases psicológicas que experimentaban durante su cautiverio, cambios en su estado de ánimo, que comenzaban con la llamada fase del positivismo, que es la de creer que se irán muy pronto. Después comienza el desconcierto, cuando solo se escucha una pregunta en la cabeza día y noche ¿por qué a mí?   Tal vez la más espantosa de todas las fases, y la que muchos no superaban, arrepentirse de todo lo malo que habían hecho en la vida  y consumirse por los remordimientos. Por eso los captores, que conocen al dedillo la vida de sus secuestrados, los chantajean continuamente con sus amantes, con las cosas que mantenían ocultas a sus familias, este método les permitía ablandarlos para que confesaran sus posesiones y así saber con certeza cuanto exigirían  por su libertad.

Él sabía de sobra que este secuestro era diferente ya que los secuestrados  eran jóvenes militares que serían canjeados por beneficios políticos. Aunque la diferencia real entre el dinero y la política es nula pensaba Antonio.  Como militar retirado imaginaba la profunda humillación que debían haber vivido estos hombres extraídos de su realidad en un país que apenas si les conocía y que de alguna manera los había olvidado. Estos hombres llevaban demasiados años sumidos en el caos de la pérdida absoluta de sus derechos fundamentales, avalado de alguna manera por un estado incapaz y tolerante ante la violencia y el conflicto armado.  Detrás de cada ser humano, pensaba Antonio, no había una historia de país sino más bien una historia de vida hecha de amaneceres desolados, de maltratos, ser tratados como trofeos humanos ante una situación que solo cada de uno ellos conocía.    

En medio de sus cavilaciones miró de reojo y vio a la chica del noticiero parada frente a él. Se había cambiado de ropa y tenía unas ojeras que le atravesaban la cara. Parece ser, dijo ella, que a las diez de la mañana salen los helicópteros. ¿A dónde? preguntó él sin moverse, no sé, contestó ella alzando los hombros. Información no verificada, señorita, le respondió él mientras se levantaba. Primera lección de la mañana, un periodista no puede especular sobre nada,  mucho menos dar oídos a lo que se dice por ahí. Lo que tenemos que hacer es que usted está con los veedores internacionales y yo me ocupo de lo grueso, de los grandes, ¿me entendió? la chica lo miró y asintió con la cabeza.

A las 8 de la mañana, un comunicado oficial informó que se iniciaría el operativo que daría como resultado el retorno de los diez uniformados a la libertad. No dieron pormenores, las coordenadas exactas serian suministradas a los pilotos de los helicópteros cuando estuvieran en el aire, todo esto para evitar posibles rastreos del ejército y un ataque sorpresa al frente armado que tenía en su poder a los hombres.

Sin muchos preámbulos, y ante la mirada  de periodistas, familiares y militares, los helicópteros se pusieron en marcha. Ante la llegada de una mujer contradictoria que despierta odios y amores en el país del sagrado corazón, la ex senadora Piedad Córdoba, con un turbante rojo y vestido blanco, hizo una señal de victoria y subió al helicóptero que después de veinte minutos de maniobras se perdió en el infinito de esa llanura clara y tibia.

Eran las diez de la mañana cuando todo quedó en suspenso. Todos colgados del fino hilo de la incertidumbre iban y venían en un caminar monótono. Aún era incierto si se liberarían todos, se hablaba de 5 otras veces de 8, todo era un profundo mar de especulación. Pasaban las horas y no sucedía nada. Un calor intenso empezó a  filtrarse por las nubes, un sol inclemente golpeaba las cabezas de los que allí estaban, habían cerrado las puertas del aeropuerto y habían empapelado los vidrios de la pequeña sala de espera, mal augurio si se tenía en cuenta que los teleobjetivos, las cámaras y las grabadoras estaban listas para aquel histórico momento.

Se lo dije, afirmó la chica con sorna, ¿qué? contestó Antonio  sin mirarla, que salían a las diez.  ¡Pura suerte!, contesto él lacónico y se rio para sus adentros, la muchacha era testaruda y eso en este oficio era importante, aunque muchas veces un descalabro. Pasaron no más de dos horas cuando un vocero de la Cruz Roja Internacional leía un comunicado de última hora. Antonio  no pudo acercarse, eran demasiadas  personas que lo rodeaban. Cuando miró, vio a Pilar luchando cuerpo a cuerpo con una turba de periodistas embravecidos por tomar de primera mano la voz del alto funcionario. Cuando terminó de hablar, Pilar lo ubicó de lejos y corrió a encontrarse con él, aquí está el comunicado señor Antonio, le sorprendió que ella lo buscara, los periodistas son egoístas en desmedida con lo que encuentran,  la sed de titularidad no les permite ver más allá de si mismos, así en el camino tengan que golpear, estrujar y sacar del camino al que haga falta.    

“Ultima hora, enlazamos con nuestros enviados especiales en el aeropuerto Vanguardia de Villavicencio donde al parecer hay noticias sobre la liberación de los uniformados” Antonio dejó que Pilar comenzara, por supuesto lo merecía, había trabajado duro para conseguir la primicia. “Buenas tardes, la noticia del momento es que la operación de rescate de los uniformados ha sido un éxito. Según el último comunicado de la Cruz Roja, dado a conocer hace breves minutos, todos los hombres vienen hacia el Aeropuerto Vanguardia sanos y salvos. Recordemos que existían dudas con respecto a si serían liberados solo la mitad de ellos” Después de una breve pausa, Gonzales saludó y dio paso a la lectura total del comunicado que nombraba uno a uno a los militares que en pocas horas llegarían a reencontrarse con sus seres queridos después de una década de no verlos.

A las 4 y 30 de la tarde los helicópteros aparecieron en el horizonte. Después de quince minutos de haber aterrizado, se abrieron las puertas de las aeronaves y aparecieron los hombres que vestían ropas militares, al parecer suministradas hace poco, se veían nuevas y en excelente estado. Cada uno de ellos era acompañado por enfermeras y psicólogos de la Cruz Roja. A lo lejos se veía uno de los hombres, Wilson Rojas Medina, que traía un animal sujeto con una cuerda, se trataba de un saíno pequeño, animal de la familia de los jabalíes que fue su compañero de cautiverio.

Como presagiaban los grandes dispositivos de seguridad, los hombres fueron conducidos de manera inmediata hacia el interior del aeropuerto que con antelación había sido aislado para que la prensa no pudiera tener acceso a ninguno de los liberados, cuestiones del protocolo que impidieron incluso que los familiares los recibieran en la pista de aterrizaje. Mientras tanto, todos aquellos que habían esperado durante horas tuvieron que resignarse con la imagen a la distancia de estos diez hombres que por fin estaban camino a sus hogares  para tomar  las manos de los únicos que realmente sabían la falta que hacían.

Los hombres se reencontraron con algunos familiares dentro de la sala de espera del Aeropuerto Vanguardia. Según testimonio de uno de ellos, que habló a una reconocida emisora colombiana desde adentro, tenían órdenes precisas del mismo presidente Juan Manuel Santos de no dar ningún tipo de declaraciones a la prensa. Al parecer querían resguardarlos de un posible daño psicológico después de su largo secuestro, podrían aflorar problemas para ellos y sus familiares. A las siete de la noche, en un vuelo en una aeronave de uso privativo del ejército de Colombia, los liberados llegaron a Catam, un aeropuerto militar a las a fueras de Bogotá.

“Buenas noches a todos los que nos escuchan a esta hora. Son las 9 de la noche y ya se encuentran al lado de sus familias los 10 uniformados que permanecieron en cautiverio en manos de las Farc durante una década, como venimos informando a lo largo de estos dos días de transmisión. Después de una larga espera los medios de comunicación no tuvimos acceso a ninguno de los liberados debido a los protocolos de seguridad. Los liberados a esta hora ya se encuentran en el Hospital Militar en la ciudad de Bogotá donde serán sometidos a pruebas médicas.

Los helicópteros Cougar aterrizaron en el Aeropuerto Vanguardia, aproximadamente a las 4 y 30 de la tarde procedentes de un punto entre los departamentos del Meta y el Guaviare. Según información oficial suministrada por la Cruz Roja Internacional, el vuelo hacia la zona de entrega fue tranquilo y el arribo se logró de manera adecuada.

La exsenadora Piedad Córdoba, en rueda de prensa, agradeció el acompañamiento humanitario de miembros de la Cruz Roja de Brasil que pusieron a su disposición los helicópteros y un gran equipo de profesionales médicos para que el retorno de estos hombres se hiciera bajo todas las medidas de seguridad. Según la exsenadora, aterrizaron en un caserío pequeño en zona rural entre el Meta y el Guaviare. Córdoba afirmó que en el momento de la llegada del comité humanitario no se encontraba nadie de este grupo guerrillero en la zona, solo se hallaban  campesinos de la región que se veían sorprendidos por el aterrizaje de los grandes helicópteros en esta región olvidada de la mano de Dios. Pese a las advertencias por parte del grupo guerrillero del absoluto anonimato de la zona en cuestión, la exfuncionaria caminó por la región, donde fue reconocida por todos sus habitantes. “Nos recibieron con mucho cariño”, agregó Córdoba, “una de las mujeres se acercó a donde estábamos y nos ofreció algo para la sed, nos fuimos todos para su casa, abrió un par de cervezas y sin pensarlo dos veces mandó a un niño por dos gallinas para un sancocho”

La situación era tensa, no había ninguna señal de que los hombres estuvieran en la zona, la única opción era esperar. Después de más de una hora sin señal alguna de ningún miembro de las Farc, los ánimos empezaron a decaer, miembros de la comunidad se acercaban a hablar con Piedad Córdoba para contarle las precarias condiciones en las que vivían y el absoluto olvido institucional en el que se encontraban desde que tenían memoria. “Aquí, recalcaba Córdoba, lo que sucede es que hay muchas personas clamando por justicia, por oportunidades, por sentirse parte de un país que finalmente los ha marginado a una situación de completo abandono”

En medio de una improvisada hoguera y rodeada de personas solicitas y cariñosas escuchó con atención lo que tenían que contarle, historias de lucha y tristeza, pero también encontró la sangre firme de un pueblo lleno de esperanza, lleno de sonrisas sinceras y de manos amigas que se extendían para saludarla.

“Después de la larga espera, dos canoas bajaron por el rio hasta llegar a la orilla del caserío, en ellas se veían varios hombres uniformados y sentados en hileras, los hombres que durante muchos años habían esperado este momento. Sentí nudo en el estómago y una profunda alegría al comprobar que venían todos. Siempre tuvimos la duda de si iban a ser liberados todos o solo una parte. Verlos allí me llenó de una gran euforia, por fin regresarían a la libertad estos hermanos colombianos, se lo merecían”

Ya en el helicóptero pudo saludar de manera personal a los uniformados que reían y daban gritos de felicidad. Uno de ellos le dijo con desparpajo que le caía muy mal porque era izquierdosa y amiga de las Farc. Ella se quedó en silencio. Finalmente, palabras suyas, lo más importante es que estaban libres sin importar otra cosa. “Yo siempre he sabido que soy de odios y amores, trabajo por los colombianos, por la restitución de derechos, eso es lo que realmente me importa, que podamos cumplir el sueño de libertad de muchas personas secuestradas y de familias que continúan la lucha de recuperar a sus seres queridos que están en cautiverio, lo demás hay que dejarlo pasar”

A lo lejos se ve mi pueblo natal, no veo la santa hora de estar allá. Se vienen a mi mente bellos recuerdos, infancia alegre que nunca olvidaré. Luces de esperma en el fondo se divisan titilantes igual que estrellas en el cielo y el ruido incesante del viejo trapiche, sustento eterno de todos mis abuelos. Ya vamos llegando, me estoy acercando, no puedo evitar que los ojos se me agüen… Con esta canción del grupo Niche, entonada por los liberados, termina esta emisión desde el Aeropuerto Vanguardia de Villavicencio. Les habló el enviado especial Antonio Gonzales con la colaboración de Pilar Mejía. Gracias por su atención, buenas noches. Vivos se los llevaron, vivos regresaron, bienvenidos a la libertad.

Reinas por un día.

La mañana inicia con un presagio de lluvia en el cielo. La ciudad se levanta furiosa como todos los días de cada mes del año, los autos y buses se arremolinan en los cruces, los rostros adormecidos de los transeúntes se disuelven ante la mirada rápida que no repara en los detalles. Las charlas se suceden unas tras otras y un cansancio automático se dispara en la mente, una proyección de lo que será una jornada larga, donde todo es nuevo, es difícil decir qué pasará hoy. El lugar que visito por primera vez lo he visto apenas en los noticieros o en las  páginas de la prensa amarilla y resume un poco  parte de la condición humana: los más profundos misterios de lo que significa la libertad y el estado absoluto de aislamiento social de un ser . Hablo de la cárcel El Buen Pastor de Bogotá.
Esta cárcel data del año 1893 y estuvo ubicada en primera instancia en el barrio Las Aguas. Su nombre le fue asignado porque fueron las hermanas Misioneras del Buen Pastor quienes se encargaron de su administración hasta la década de los 80, después sería el Instituto Nacional Penitenciario quien se haría cargo de esta cárcel que fue trasladada, en el año de 1952, al barrio Entre Ríos, zona residencial de la ciudad.
Como todas las cárceles de Colombia, esta no puede evitar ser una estructura extraña donde a cada paso la sensación de agobio es una constante, una mazmorra vieja y fría donde las ventanas se transforman en barrotes y pequeños huecos enclavados en la pared dejan ver a duras penas manos que salen a saludar y gritos que retumban sin cesar dando paso a una sensación de asfixia que empieza a apoderarse de todos los que vamos ingresando. !Dígale a mi mamá que venga! Se escucha desde algún lugar del interior, ¡llevo 15 años sin visitas! Otra responde. ¡Que te visite el diablo a ver si te saca de esta mierda! contesta otra más.
Una puerta azul se alza imponente en un extenso callejón de aquella zona residencial, al fondo, alejada de la avenida principal.  Alrededor se aprecian apartamentos y conjuntos. Al caminar un par de calles se llega a un punto muerto donde no hay nada más que la gran pared, la gran puerta que no dice nada, no hay nadie afuera, solo una ventana diminuta que se abre de vez en cuando, no se ve nada, solo se escucha la voz seca de una mujer que pregunta la razón de la visita. Los horarios están escritos en una repisa desvencijada en la que se lee la lista de cosas que son prohibidas allí: armas, drogas, alimentos, libros, en fin, nada puede ser ingresado sin los permisos correspondientes. Después de una espera de más de una hora, se puede entrar a una antesala desierta donde apenas se ve algo, un parqueadero grande y muchas guardias dando vueltas, algunas cumplen su turno y salen en silencio por la gran salida.
Una sensación de soledad empieza a reptar por el abdomen al encontrarse allí, en medio de la nada. Esa puerta azul separa de la libertad a más de 1500 reclusas. Son las nueve de la mañana. Cinco mujeres uniformadas con camuflados azules y mala cara dan inicio al ingreso. Hablan en tono imperativo como si fuésemos ladrones o asesinos: ¡la del abrigo gris!, me dice una de ellas, ¡hágase a un lado que a usted la voy a requisar yo!, tanta ropa para venir aquí, me dice entre dientes y yo la miro de reojo y me hago a un lado. Con un movimiento de mano me indica que levante los brazos contra la pared, revisa minuciosamente cada rincón de mi  anatomía, que se estremece ante la manera brusca como me toca. ¿De qué medio viene? Extiendo hacia ella el carné de prensa que es lo único que llevo encima junto con la grabadora prestada de mi jefe  (la mia me la habían robado dos jóvenes de menos de quince años en el centro de la ciudad unos días antes).
Una malla metálica se extiende como una serpiente por más de cinco metros.  Al fondo se comenzaba a ver más de cerca el patio quinto, donde se celebraría el reinado de la simpatía. Al entrar, un sonido seco retumba en los oídos, se ha cerrado la puerta y todos en silencio nos miramos sin hablar. Más de diez medios escritos, de televisión y radio hacían presencia, como cada año, a este evento. Sin hablar mucho observo con atención cada detalle.  En uno de los muros una cartelera reza: “A este lugar entra el hombre pero no el delito”. Con paso lento traté de separarme un poco de mis colegas, el punto clave de mi oficio es encontrar las historias que cobrarían forma aquel día lúgubre en que por primera vez empezaba a entender lo que era estar privada de la libertad.
Unos minutos más tarde una mujer mayor, de unos 60 años, vestida de uniforme, se abre paso con un altoparlante en la mano y con voz aguda comienza a dar indicaciones: no corran, salgan caminando, las mujeres embarazadas serán las que ocupen las sillas de adelante, no queremos disputas hoy, toda interna que sea descubierta fumando o alterando el orden será retirada inmediatamente de las actividades de este día. Desde donde nos encontrábamos era muy difícil ver lo que sucedía. Con un movimiento rápido la mujer buscó las llaves que tenía colgadas del cinturón y abrió la gran puerta que dio paso a una avalancha de mujeres que vino hacia donde estábamos parados.
Instantes después me vi rodeada de tres chicas muy jóvenes que me miraban con interés. Yo aproveché para saludarlas y me acerqué  a una de ellas, soy periodista, le dije, ella me miró con desconfianza, no quiero hablar, me dijo, no me filme no quiero que nadie me vea. No creo que eso pase, le contesté con voz serena, trabajo en radio. Cuando escuchó esto se acercó de nuevo: llevo cinco años aquí, soy de Armenia, me cogieron porque según testigos me robe una plata, pero ¡qué va!, me embaló mi marido que es un ladrón,  me puso una cita aquí en Bogotá para que conociera y mire lo que he paseado por pasadizos y celdas ¡qué vida tan hijueputa! Pero ¿ya está condenada? le pregunté. Si, hace dos años me dictaron sentencia, si me porto bien saldré pronto pero quien me va a devolver estos años aquí, esto no se lo deseo a nadie, es mejor que lo maten a uno, aquí uno pierde la noción del tiempo, del amor, si no tuviera mis hijos ya me habría matado. No sabía qué preguntar, apenas si pude disimular y le dije: ¿qué hace para pasar el tiempo? Ella se quedó pensativa, pensar en mi mamá, leer a veces aunque nunca me concentro, recordar, creo que eso es lo único que hago. Sin mucho más que decir se fue sin despedirse.
Un estruendo llenó el lugar, la banda empezaba a tocar y nadie quería perdérselo, las mujeres empezaron a corear al son del Cali Pachanguero, una sola voz se escuchaba, las manos extendidas, muchas de ellas lloraban, otras bailaban solas con los ojos cerrados y nosotros en medio de aquel lugar con el corazón arrugado y la garganta seca.
Sentí un ligero toque en la espalda. Oiga, me dijo una guardia de unos 30 años mientras me miraba, no puede grabar a  ninguna reclusa, está prohibido. Yo pensé que bromeaba, ¡pero es que venir aquí y no entrevistarlas es imposible! Pues no se puede, tendrá que pedir permiso al INPEC. Me quedé en silencio un momento antes de decirle: ¡Un permiso de esos demora seis meses si hay suerte! Esas son las reglas, nada de entrevistas. Me quedé parada al lado de la mujer un rato, es usted muy joven, ¿cuánto tiempo lleva en esto? Como dos años, me respondió. Y ¿no es muy difícil trabajar aquí? Pues al principio sí, pero ya me acostumbré, es un trabajo como cualquier otro. Oiga, ayúdeme, le dije sin pensarlo mucho, mire que si llego sin nada me echan,  trabajo en radio, nadie va a saber el nombre de las mujeres, por favor. Ella se quedó mirándome un momento y me hizo señas de que la siguiera. ¿Ve esa escalera?, sí, le contesté parada en punta de pies, ese es el patio tres, allá se están arreglando las señoritas simpatía, sino le da miedo entre sola. Yo no dudé y empecé  a caminar. Si alguien le pregunta, usted entro a escondidas no se le olvide. La miré con una amplia sonrisa  y le contesté: no se me olvida. Un par de metros adelante di la vuelta pero la guardia ya no estaba. Un poco de miedo me invadió pero si quería hablar con ellas tenía que jugármela. Al dar un pequeño giro alcancé a ver una habitación, si así se puede llamar a un lugar de un metro cuadrado, tenía una cortina de flores azules y al lado de un camarote un mural lleno de fotos, unos muñecos de felpa adornaban la cama y un afiche que decía “te amo” en la pared del fondo. Estuve un rato observando, me decía tantas cosas aquel pequeño espacio, me contaba mil historias truncadas, mil palabras no pronunciadas, pero lo que gritaba era una profunda soledad dibujada aquella tarde amordazada.
Al retomar mi camino vi un grupo de mujeres sentadas en unos peldaños. Fumaban hierba y se reían mientras me veían caminar sin rumbo, ¡oye, mujer! ¡a que no eres de aquí! me gritó una con voz ahogada, las otras me miraban con prevención mientras me acercaba, ¿quieres una fumada?  Me quede pensativa, la verdad no, es que me da hambre, a lo que todas respondieron con una carcajada sonora. Una de ellas se quedó mirando la grabadora, oye, y eso ¿es una grabadora? La extendí para que la mirara. Mira, le dijo la chica a la que se encontraba a su derecha, ¡es de casete, pero esto es una reliquia!, bueno si, contesté, tiene el mejor sonido. Ellas en medio de su letargo la miraban extrañadas. Me llamo Amanda, me dijo la más joven, soy caleña y la música es mi vida. Me senté junto a ellas aspirando un poco el olor pegajoso de la marihuana que creaba una densa nube de humo sobre nuestras cabezas. ¿Porque están aquí? les pregunté, la fiesta está en el otro patio. Una chica de 23 años me dijo que para qué, siempre era la misma cosa, animadores, pastel y farsa, al final de cuentas nada cambiaba para ellas: mire usted, soy tan de malas que justo me cacha una cámara y colorín colorado se acaba la farsa, llevo diciéndole a mis padres en Medellín desde hace dos años que estoy en España, si  me llegan a ver seguro que a mi mamá le da un ataque cardiaco. Vacilé, es importante tratar de no hacer la pregunta equivocada, en el lugar equivocado, y ¿de qué la acusan? Simple, me respondió, tráfico de drogas.
La historia de Mireya
Mireya vivía en la comuna 13 en el barrio San Javier de Medellín. Hija menor de seis hijos criados a punta de arepa y rejo. Siempre fue bonita,  tenía su novio desde el colegio, se llamaba Carlos, le decían “el chulo” porque según muchos era ave de mal agüero, a donde llegaba él también arribaban los problemas. Ella dejó la escuela en quinto de secundaria porque la aburrían las clases, el control, y decidió no regresar, prefería irse a tomar aguardiente con Carlos  que siempre tenía plata en los bolsillos y no de trabajar, decía ella.
De la casa la sacó su papá, un paisa bravero que le dijo: si no va a estudiar y se la va a pasar con ese sicario para arriba y para abajo en esa moto, se me va. Se fue a vivir a la casa de los papás de él. Según ella, hasta ahí le duró el reinado porque el hombre empezó a golpearla y a no dejarla salir a ninguna parte. Una noche, después de varios meses de fuertes palizas, Carlos llegó borracho y la levantó: ¡Mireya! vaya mañana a tomarse unas fotos, dígale a mi mamá que la acompañe, y le dejó 20 mil pesos debajo de la almohada.  
Ella se levantó temprano y con la excusa de salir, por un rato al menos, de su encierro, se peinó y maquilló. Cuando estaba saliendo, Carlos se adelantó y la esperaba en la puerta, mamacita la vine a recoger, le dijo riendo, no vaya y  le dé por irse y se ponga maluca la cosa. Ella lo miró desconsolada. Allí comenzó lo que sería para ella la más terrible pesadilla que aún, cuando abre los ojos cada mañana, no acaba. Ese mismo día la llevó a una peluquería en Medellín y le hizo cambiar el color de pelo, la maquillaron y tomaron fotos, en la tarde estaban sacando el pasaporte en una oficina atestada de gente de donde salieron a las cinco.
La dejó en Envigado en casa de unas mujeres que ella jamás había visto, no valieron las lágrimas y las suplicas, al salir solo le dijo: mira boba malparida, si te llegas a escapar yo sé dónde viven tus cuchos, los pelo uno por uno y te los traigo aquí pa´ que los veas, me estas entendiendo, te vas prontico, mamita, prontico te vas de Medellín a vivir la gran vida. La encerraron en una habitación al fondo de una casa vieja donde apenas la dejaban salir a darse un baño cada tres días, la alimentaban por medio de una ventana y no tenía contacto con nadie.
Semanas después iba en un bus con Carlos para Bogotá. Usted ya sabe Mireya, no dejaba de decirle, que la vida de los suyos está en mis manos, con una sola cosa que usted haga, yo hago una llamada y están chupando gladiolos todos. La mujer sabia de lo que era capaz y decidió hacer todo lo que le dijera. Estuvieron alojados en un hotel de mala muerte en el barrio Chapinero donde los esperaban los compinches del hombre que se había convertido era su peor enemigo. Cada día llegaba uno distinto a llevar papeles falsificados, extractos bancarios y ropa para ella.
Una mujer llamada Eliana se encargó de vigilarla, juntas salieron un par de veces a caminar por la Plaza Lourdes y a conocer el centro de la ciudad. Mireya lloraba a toda hora, le decía a la chica, que se le había convertido en una sombra, que la ayudara pero ella hacia oídos sordos a sus suplicas. Parcera, le decía, no sea tan boba, mire que para donde va es una chimba, ya quisiera yo regresar. ¿A dónde? le preguntaba ella, ¡no me van a mandar de puta a China!, ¡dígame por favor que no! La mujer se reía y le decía: no mija, no es tan lejos, pero a que a usted le iría bien de putita allá, las mujeres como usted son una mina de oro en Europa.
Europa, pensaba Mireya mientras caminaba, era la primera vez que visitaba Bogotá, no tenía idea de dónde estaba eso.  Una semana más tarde se presentó a la embajada de España y, por arte de magia, con un montón de papeles falsificados obtuvo la visa para ingresar como turista. Los siguientes días no los recuerda, al parecer Eliana la drogaba para mantenerla tranquila mientras se materializaba el viaje. Justo una mañana de junio, llegó Carlos con otro tipo y empezó lo que llamaría ella “la peor tortura a la que ser humano puede llegar a ser sometido”
Debía tomar xilocaina para dormir su garganta y empujar dolorosamente las cápsulas que el hombre le iba suministrando. Según Mireya, se desmayó del dolor varias veces. Con la boca inflamada y el esófago destrozado estuvo casi ocho horas ingiriendo a la fuerza más de 40 capsulas, que debía llevar al otro día hasta Madrid.
Esta es quizás la historia repetida de muchas mujeres pero la de Mireya tiene un matiz diferente: ser secuestrada y obligada a viajar con el estómago lleno de cocaína.
Para Mireya, aquella tarde de julio de 2010 sería inolvidable. Llegó al aeropuerto El Dorado a las ocho de la mañana.  Su vuelo salía a medio día. Con el alma en un puño atravesó los primeros controles mientras Carlos la miraba desde una esquina. Las últimas palabras que escuchó de su boca fueron: mamacita, la quiero mucho, yo sé que usted es una verraca y corona. Ella recuerda que lo miró y pensó: ¡algún día te volveré a encontrar hijueputa!
Mireya pasó los primeros controles pero, al pasar por una de las maquinas, una mujer vestida de uniforme se le acercó despacio. Ella trató de retirarse pero ya estaba bajo la lupa de más de cinco policías que la tomaron del brazo y le pidieron en buenos términos que los acompañara. ¿Con quién viene? le preguntaron, ella apenas podía hablar. Sola, les contestó. Estaba pálida y apenas si podía mantenerse en pie. ¡Me van a matar! decía, ¡por favor, ayúdeme, me van a matar si no llego a Madrid!
Fue ingresada en un hospital, donde se le extrajeron las capsulas, y remitida a Medicina Legal donde fue valorada por un perito que estableció que estaba sometida a un shock nervioso que no les impidió recluirla en la cárcel del Buen Pastor mientras cumple condena. De aquí salgo en cinco años si me porto bien, le escribo a mis papas cada semana, les hablo de lo bonito de España, de los parques, de los amigos que tengo, pero ¡qué va! en el fondo ellos saben que algo pasa, no hay fotos, no hay llamadas, no hay nada, ¡ desamparo y soledad!
Lo peor de todo, confiesa Mireya, es que jamás pudo contarle a nadie lo que realmente había pasado. Los verdaderos culpables están en su barrio. Su mamá le contó en unas de las cartas que el vago de su novio había llegado con una mujer poco después de su supuesto viaje y, según la descripción, era Eliana. También le decía que a veces cuando se veían en la calle la saludaba muy formal: si habla con Mireyita dígale que por aquí se le extraña mucho.
Me despedí de ella con un beso, le di un abrazo y no pude evitar sentir en mi corazón una profunda tristeza de dejarla allí. A veces este trabajo desvirtúa en gran medida la posibilidad de ser neutral cuando miras de frente el alma de alguien que te cuenta su sufrimiento, una sensación de inutilidad te margina de todo. En ocasiones sientes vergüenza de tomar todo eso y caminar hacia la libertad. Es como si de alguna manera les robaras algo, como si en busca de un trabajo periodístico olvidaras que detrás de las noticias están las historias, están las personas.  

Pintura por: Jenaro Kintana

LA EXTRANJERA
En un salón no muy lejos de allí, estaban más de veinte mujeres vistiéndose para salir al primer desfile del día. Un mareo tibio me envolvía, una sensación de caos repentino me embargaba,  los muros altos tropezaban con mi mente agobiada sin saber muy bien qué hacer, quizá el olor de la hierba me había alcanzado y solo podía caminar en círculos de manera errática. Me senté frente a ellas en silencio, quería recuperar el ánimo y saber con claridad la verdadera razón de mi presencia allí, si no la encontraba no tendría validez nada de lo que hacía.  
Vi un vaso de agua extendido hacia mí. Una mujer pequeñísima, de aspecto infantil, me miraba. Señorita, tómese esta agüita, si tiene hambre me dice, tengo galletas de soda. Yo agradecí con la cabeza,  de un sorbo desocupé el vaso. ¿Quiere algo? ¿la puedo ayudar? Le dije que no, mucho más serena. Ella me miraba de lejos. Cuando empezaron a salir las muchachas se quedó a mi lado,  soy Martha, me dijo sonriendo. ¿No va con ellas? le pregunté. No, soy la utilera, tengo que estar aquí para cuando regresen para el cambio de trajes. ¿De dónde es? le pregunté, de Aruba. Hizo una pausa. ¡Del cielo al infierno! ¿No?
¿Cómo llegó aquí, Martha? le dije en voz baja, ella mirando al vacío me dijo: tomé el camino alterno, aún no sé si tomé la decisión equivocada,  trabajaba en un bar poniendo copas en Aruba, soy de allá, ya sabes empecé en el ropero y mi jefe me dio la oportunidad de estar en la barra. Yo siempre fui chiquita, como ve, pero bonita y agradable, tenía mis hijos, una niña de 15 años y un niño de 6, quería darles una vida decente, que fueran a la escuela, que tuvieran lo necesario. Alguna vez probé el vicio, allá hay mucho turista, mucha coca, mucha basura y ese fue mi fin. Me prostituí porque la plata no daba, pasé del bar a las calles y de las calles a los hospitales después de varias golpizas de los chulos, me involucré con un colombiano, un tipo violento que me golpeaba y que vivía de mí,  salía todas las noches a deambular por las calles, tenía mi hija y mi chiquito, él se  quedaba con ellos. Nunca me imaginé que enamoraba a mi hija,  ella nunca me dijo nada pero le cambio el genio, no quería estudiar, me peleaba por todo, se convirtió en otra persona. Cuando me di cuenta, desaparecieron los dos, el desgraciado secuestró a mi niña,  se había venido con él para Colombia. Estuve varias semanas como loca, le entregué a Samuel a mi suegra, ya no podía ver por él, estaba consumida por el remordimiento, la rabia y la desesperanza.
Dejé de consumir y regresé al bar donde antiguamente trabajaba, mi jefe me recibió. Jamás fui capaz de contarle lo que había sucedido, me daba vergüenza mi propia vida. Ahorré hasta el último centavo y decidí venir a Colombia a buscar a mi hija. Fueron dos largos años de incertidumbre pero yo sabía dónde encontrarlo. Viajé a Bogotá. Alguna vez él me había contado que trabajaba en una zona en el centro de la ciudad. No fue fácil llegar aquí, este lugar es demasiado enmarañado, pero después de tres meses de preguntar los encontré. Para mi desgracia, mi hija ya no era una niña, era una mujer golpeada y prostituida por Ferney, la tenía viviendo en  un inquilinato y ya tenía un bebe de ocho meses.  La intenté buscar pero no quería verme, me culpaba de todo, quizá en el fondo tenía razón, yo la había condenado a ese destino.
Le di todo el dinero a Mar, así se llama mi niña, y la convencí para que regresara a Aruba. Arreglé todo allá para que su abuela la recibiera, prometiéndole que enviaría dinero para mantenerla. Una noche, a escondidas, la dejé en el aeropuerto, nos despedimos con un beso, ella me miraba con lágrimas en los ojos, y me decía: jamás se me va a olvidar mamaíta, véngase con nosotros, le dije que pronto los alcanzaría, que tenía algo que hacer. Mi hija me leyó la rabia en la mirada y solo me dijo mamá, no vaya a cometer una locura.
Me regresé para la habitación miserable donde ese rufián había tenido a la niña más de dos años y lo esperé tomándome una botella de aguardiente. Lo esperé muchas horas hasta que llegó. No se esperaba verme allí, abrió la puerta y dio un salto al encontrarme, ¿dónde esta Mar? me preguntó varias veces, gritando como un poseso, ya no le tenía miedo, así que me puse de pie muy despacio, lo miré con detenimiento y me abalancé sobre él,  lo apuñaleé tantas veces que no tengo memoria del momento en que murió, solo sé que los gritos alertaron a los vecinos y llamaron la policía, no traté de huir, me quedé allí mismo esperando que vinieran por mí, estoy condenada a 40 años de cárcel.
Me quedé pensando un rato. Martha, ¿Se arrepiente? le pregunté. No quiero mentirle, me contestó, ni un solo día.

Las mujeres regresaban con paso ligero. Allí mismo quedó interrumpida nuestra charla. Cuando me acerqué donde estaban, Martha me las presentó una por una, se sentía orgullosa de que mirara sus trajes, yo los hice, me dijo, llevo un año diseñando vestidos. Son muy lindos, le contesté, ¿estudió costura? Se rió,  ¡No, jefa! Uno aquí tiene que aprender a pasar el tiempo y a punta de fracasos y cosas feas me empezaron  salir bien. Nos reímos juntas.  No piense mal de mí, me dijo mirándome con tristeza. No se preocupe, Martha, le contesté, yo no soy quién para juzgar su vida ni sus actos, ya suficiente tiene usted con estar aquí, créame que valoro infinitamente lo que hace contándole su historia a una desconocida.

Pintura por: Jenaro Kintana.


LA REINA
Un reinado en una cárcel puede llegar a ser algo paradójico: ¿De qué vale  la belleza cuando no puedes mostrarla libremente? Los seres humanos somos esclavos de la apariencia, del éxito, de los objetos de los que podamos presumir, nuestra vida se basa en una lucha permanente contra los otros, siempre buscando superarlo todo, por eso las mujeres apreciamos mucho la contemplación de los otros y las lisonjas. Un reinado en el cautiverio es parecido a una visita a un zoológico, donde todos los animales solo pueden verse a través de las rejas  y su mirada no es siempre alegre.
En ese momento pensé que venía a cubrir el reinado de la simpatía y que ese era el pretexto, que esta experiencia iba más allá de lo que en principio pensaba y que de alguna manera me enseñaba algo más. Siempre existe un pretexto pero en el fondo hay cosas que, sin ser las que se consideran más importantes, pueden llegan a ser el centro, ni siquiera de una idea, sino más bien de una mirada al mundo en que vivimos y desconocemos. Aquí todas eran reinas. Reinas de las causas perdidas, reinas de los amores inconclusos, reinas de la pérdida, de la soledad y la muerte, reinas de sí mismas. Nadie de afuera podría jamás ponerse en su lugar porque cada una en su interior poseía ese secreto espacio que las hacía poderosas en su pobreza, en su tristeza que no se parece en nada a la que sentimos y despreciamos porque simplemente no la conocemos. Creemos tener la verdad en nuestros corazones para condenarlas, juzgarlas y, quizá lo más cruel, para hablar de lo que no hemos vivido; tenemos la convicción de saber lo que está bien o está mal,  podemos disertar con seguridad de lo que se escapa a nuestra realidad, qué es el hambre, qué es la tristeza, qué es la vida, apenas con una cara de la moneda. El asesinato, la muerte, la deshonra son solo palabras que cuando experimentas y vives cobran un valor absoluto . Simplemente debes entender que la vida no es fácil para muchos, que mientras existen personas que lo han tenido todo, hay otras que sufren la desesperanza del hoy, que nadie es mejor o peor que nadie,  que todos tenemos nuestra propia historia. Eso es lo que nos hace valientes, perdedores, solitarios, felices,  o infinitamente solos. Eso me enseñaba El Buen Pastor.
Hermosas perdedoras vi en este pasadizo de la muerte donde debes justificar cada palabra, donde todas y cada una de las reinas de la tristeza deben acomodar cada palabra para aquellos que no saben nada de ellas, para que puedan culparlas por algo diferente a sus propias razones. Esa es la verdadera esencia de la libertad, encontrar justificación a las equivocaciones, quizá a las malas decisiones.
Una de las reina se paró frente a mí y me quedé de piedra. Sin temor a  equivocarme, supe que era una de las mujeres más bellas que había visto: bella de rostro y cuerpo, altísima en sus zapatos de tacón brillantes, altiva, serena, dueña de sí en todo, sin pena de nada ni de nadie, ¿por qué de mí, si ni sabía quién era? Usted es la periodista, me dijo. Si soy, le contesté, o eso creo. Soy Lina, ese es mi nombre artístico ¿Cuántos años tiene? le pregunté. Veintidós recién cumplidos,  este es mi segundo reinado. El año pasado quedé de virreina pero este año gano, dijo sonriente.
¿Está grabándome? me preguntó. No, le contesté, hasta que usted no me lo permita. Se lo permito, no tengo lío por estar aquí, ya todos en mi casa saben y no me avergüenza, además vaya usted a saber, están todos los canales famosos de televisión, podría salirme un contrato millonario, si algo he aprendido es que cada fracaso trae consigo una oportunidad.  Me hizo reflexionar, no era nada ilógico lo que me decía, tenía mucho de cierto, aunque sonara extraño.
Me gusta el dinero, sabe, por eso estoy aquí, casi todas las que estamos participando en el reinado de la simpatía caímos por tráfico de estupefacientes, yo soy de Cali. Una agencia en Bogotá me trajo para unos eventos, me mostraron dinero y pasé de modelar jeans a prostituirme con políticos por noche de millón de pesos. Tenía vacaciones en playas preciosas, ropa de marca, uno de ellos me regaló un carro. Simplemente, cuando comienzas a vivir de esa manera ya no hay marcha atrás.
Tenía 17 años y todo lo que deseaba lo podía comprar. Usted no se alcanza a imaginar lo que se mueve en esta ciudad, aquí hay personas con mucha plata a las que les gustan las bonitas y pagan lo que sea.
Pero, si todo iba tan bien ¿qué pasó?
Pues que metí la pata, me lié con un español y  empezó a venderme la idea de llevar droga. Coroné tres viajes, uno a España y otro a Alemania, allí viví con él varios meses. Yo me aburrí de estar allá, no había fiesta ni rumba de la que me gusta y me regresé, tenía dinero pero no lo que necesitaba para mi ritmo de vida, así que hice el que sería mi último viaje. Me tenían fichada, él me vendió y me cogieron en El Dorado y míreme bien, aquí está la señorita simpatía. Me parecía un poco extraño que una mujer tan joven hablara de aquella manera, no resulta muy fácil entender las razones de nadie, tampoco he sido llamada para entender las cosas con las que sueña o por las que lucha alguien,  pero de alguna forma era muy racional y práctica al defender un estilo de vida que daba como resultado que tantas mujeres estuviesen allí por el mismo delito.
Regresé al patio a ver de cerca la coronación. Mujeres ataviadas con vestidos brillantes y maquilladas a la perfección, las candidatas. Todas las demás reclusas coreaban los nombres de sus representantes, se sentía un aire pesado y extraño, un continuo mirar a los lados como si algo estuviese por suceder, quizá ese era el resultado de varias horas de encierro claustrofóbico. Caminé en círculo un par de minutos. La chica que ganó fue la del patio quinto, no era la misma que había entrevistado, la busque con la mirada y la encontré con el rostro contraído, con un gesto de indiferencia y aburrimiento que me hizo lamentarme por ella.
Sin darme cuenta estaba al lado de una mujer de estatura mediana y ropa extravagante que no había visto, era Judith Calderón, la que en ese momento era la Directora del Buen Pastor. Ella hablaba con voz ronca de los grandes esfuerzos que se trataban de hacer para darle dignidad a la reclusión. Según ella, el hecho de permanecer privadas de la libertad no significaba, como muchas personas creen, dejar de ser seres con derechos que merecen respeto, aun con las diferentes razones por las que están allí, algunas de ellas enfrentadas a cadenas perpetuas por delitos de diferente índole. Me llamó la atención aquel discurso preparado y que chocaba contra los altos muros de ese patio. ¿Hay alguna manera de vivir con dignidad en un espacio tan opresivo y tan lleno de privaciones como este? Ella no lo pensó mucho y me contestó sin mirarme: las mujeres que están aquí deben enfrentar sus actos, aquí no estamos hablando de si se es culpable o inocente, aquí hay una situación en las que ellas deben entender que si cometieron una falta social deben pagar por ella. Lo que se intenta aquí es brindarles la posibilidad de vivir en el cautiverio con dignidad. La mujer se retiró diciendo: caer es permitido, levantarse es obligatorio.
Caminé de regreso a eso del mediodía. Pensaba mientras me alejaba y escuchaba una y otra vez el tronar de las rejas que se cerraban a mi paso, que aquella tarde hijas, madres, hermanas habían sido reinas, habían cambiado una rutina marcada por las privaciones y el encierro por la música, la alegría y la esperanza aunque muchas de ellas jamás volverían a estar en libertad. Era imposible, en la espera para cruzar cada reja, no dar la vuelta para mirar que allí se quedaban ellas, que por desgracia  nada podía hacer para ayudarlas. Quizá la única cosa que podría hacer fuera plasmar en estas líneas sus historias, con todo el respeto  que una persona como yo puede brindarles. Eso lo hago desde la libertad, pensando en ellas y contando esas historias que nos enseñan que más allá de cualquier prejuicio está cada uno como ser humano y que merecemos ser escuchados, respetados y que cada fragmento de vida caminada vale la pena y nadie ni nada puede quitarnos el hecho de haberla vivido pese a que nuestras decisiones hayan sido las equivocadas.