Manchas

Manchas

lunes, 22 de junio de 2015

Reinas por un día.

La mañana inicia con un presagio de lluvia en el cielo. La ciudad se levanta furiosa como todos los días de cada mes del año, los autos y buses se arremolinan en los cruces, los rostros adormecidos de los transeúntes se disuelven ante la mirada rápida que no repara en los detalles. Las charlas se suceden unas tras otras y un cansancio automático se dispara en la mente, una proyección de lo que será una jornada larga, donde todo es nuevo, es difícil decir qué pasará hoy. El lugar que visito por primera vez lo he visto apenas en los noticieros o en las  páginas de la prensa amarilla y resume un poco  parte de la condición humana: los más profundos misterios de lo que significa la libertad y el estado absoluto de aislamiento social de un ser . Hablo de la cárcel El Buen Pastor de Bogotá.
Esta cárcel data del año 1893 y estuvo ubicada en primera instancia en el barrio Las Aguas. Su nombre le fue asignado porque fueron las hermanas Misioneras del Buen Pastor quienes se encargaron de su administración hasta la década de los 80, después sería el Instituto Nacional Penitenciario quien se haría cargo de esta cárcel que fue trasladada, en el año de 1952, al barrio Entre Ríos, zona residencial de la ciudad.
Como todas las cárceles de Colombia, esta no puede evitar ser una estructura extraña donde a cada paso la sensación de agobio es una constante, una mazmorra vieja y fría donde las ventanas se transforman en barrotes y pequeños huecos enclavados en la pared dejan ver a duras penas manos que salen a saludar y gritos que retumban sin cesar dando paso a una sensación de asfixia que empieza a apoderarse de todos los que vamos ingresando. !Dígale a mi mamá que venga! Se escucha desde algún lugar del interior, ¡llevo 15 años sin visitas! Otra responde. ¡Que te visite el diablo a ver si te saca de esta mierda! contesta otra más.
Una puerta azul se alza imponente en un extenso callejón de aquella zona residencial, al fondo, alejada de la avenida principal.  Alrededor se aprecian apartamentos y conjuntos. Al caminar un par de calles se llega a un punto muerto donde no hay nada más que la gran pared, la gran puerta que no dice nada, no hay nadie afuera, solo una ventana diminuta que se abre de vez en cuando, no se ve nada, solo se escucha la voz seca de una mujer que pregunta la razón de la visita. Los horarios están escritos en una repisa desvencijada en la que se lee la lista de cosas que son prohibidas allí: armas, drogas, alimentos, libros, en fin, nada puede ser ingresado sin los permisos correspondientes. Después de una espera de más de una hora, se puede entrar a una antesala desierta donde apenas se ve algo, un parqueadero grande y muchas guardias dando vueltas, algunas cumplen su turno y salen en silencio por la gran salida.
Una sensación de soledad empieza a reptar por el abdomen al encontrarse allí, en medio de la nada. Esa puerta azul separa de la libertad a más de 1500 reclusas. Son las nueve de la mañana. Cinco mujeres uniformadas con camuflados azules y mala cara dan inicio al ingreso. Hablan en tono imperativo como si fuésemos ladrones o asesinos: ¡la del abrigo gris!, me dice una de ellas, ¡hágase a un lado que a usted la voy a requisar yo!, tanta ropa para venir aquí, me dice entre dientes y yo la miro de reojo y me hago a un lado. Con un movimiento de mano me indica que levante los brazos contra la pared, revisa minuciosamente cada rincón de mi  anatomía, que se estremece ante la manera brusca como me toca. ¿De qué medio viene? Extiendo hacia ella el carné de prensa que es lo único que llevo encima junto con la grabadora prestada de mi jefe  (la mia me la habían robado dos jóvenes de menos de quince años en el centro de la ciudad unos días antes).
Una malla metálica se extiende como una serpiente por más de cinco metros.  Al fondo se comenzaba a ver más de cerca el patio quinto, donde se celebraría el reinado de la simpatía. Al entrar, un sonido seco retumba en los oídos, se ha cerrado la puerta y todos en silencio nos miramos sin hablar. Más de diez medios escritos, de televisión y radio hacían presencia, como cada año, a este evento. Sin hablar mucho observo con atención cada detalle.  En uno de los muros una cartelera reza: “A este lugar entra el hombre pero no el delito”. Con paso lento traté de separarme un poco de mis colegas, el punto clave de mi oficio es encontrar las historias que cobrarían forma aquel día lúgubre en que por primera vez empezaba a entender lo que era estar privada de la libertad.
Unos minutos más tarde una mujer mayor, de unos 60 años, vestida de uniforme, se abre paso con un altoparlante en la mano y con voz aguda comienza a dar indicaciones: no corran, salgan caminando, las mujeres embarazadas serán las que ocupen las sillas de adelante, no queremos disputas hoy, toda interna que sea descubierta fumando o alterando el orden será retirada inmediatamente de las actividades de este día. Desde donde nos encontrábamos era muy difícil ver lo que sucedía. Con un movimiento rápido la mujer buscó las llaves que tenía colgadas del cinturón y abrió la gran puerta que dio paso a una avalancha de mujeres que vino hacia donde estábamos parados.
Instantes después me vi rodeada de tres chicas muy jóvenes que me miraban con interés. Yo aproveché para saludarlas y me acerqué  a una de ellas, soy periodista, le dije, ella me miró con desconfianza, no quiero hablar, me dijo, no me filme no quiero que nadie me vea. No creo que eso pase, le contesté con voz serena, trabajo en radio. Cuando escuchó esto se acercó de nuevo: llevo cinco años aquí, soy de Armenia, me cogieron porque según testigos me robe una plata, pero ¡qué va!, me embaló mi marido que es un ladrón,  me puso una cita aquí en Bogotá para que conociera y mire lo que he paseado por pasadizos y celdas ¡qué vida tan hijueputa! Pero ¿ya está condenada? le pregunté. Si, hace dos años me dictaron sentencia, si me porto bien saldré pronto pero quien me va a devolver estos años aquí, esto no se lo deseo a nadie, es mejor que lo maten a uno, aquí uno pierde la noción del tiempo, del amor, si no tuviera mis hijos ya me habría matado. No sabía qué preguntar, apenas si pude disimular y le dije: ¿qué hace para pasar el tiempo? Ella se quedó pensativa, pensar en mi mamá, leer a veces aunque nunca me concentro, recordar, creo que eso es lo único que hago. Sin mucho más que decir se fue sin despedirse.
Un estruendo llenó el lugar, la banda empezaba a tocar y nadie quería perdérselo, las mujeres empezaron a corear al son del Cali Pachanguero, una sola voz se escuchaba, las manos extendidas, muchas de ellas lloraban, otras bailaban solas con los ojos cerrados y nosotros en medio de aquel lugar con el corazón arrugado y la garganta seca.
Sentí un ligero toque en la espalda. Oiga, me dijo una guardia de unos 30 años mientras me miraba, no puede grabar a  ninguna reclusa, está prohibido. Yo pensé que bromeaba, ¡pero es que venir aquí y no entrevistarlas es imposible! Pues no se puede, tendrá que pedir permiso al INPEC. Me quedé en silencio un momento antes de decirle: ¡Un permiso de esos demora seis meses si hay suerte! Esas son las reglas, nada de entrevistas. Me quedé parada al lado de la mujer un rato, es usted muy joven, ¿cuánto tiempo lleva en esto? Como dos años, me respondió. Y ¿no es muy difícil trabajar aquí? Pues al principio sí, pero ya me acostumbré, es un trabajo como cualquier otro. Oiga, ayúdeme, le dije sin pensarlo mucho, mire que si llego sin nada me echan,  trabajo en radio, nadie va a saber el nombre de las mujeres, por favor. Ella se quedó mirándome un momento y me hizo señas de que la siguiera. ¿Ve esa escalera?, sí, le contesté parada en punta de pies, ese es el patio tres, allá se están arreglando las señoritas simpatía, sino le da miedo entre sola. Yo no dudé y empecé  a caminar. Si alguien le pregunta, usted entro a escondidas no se le olvide. La miré con una amplia sonrisa  y le contesté: no se me olvida. Un par de metros adelante di la vuelta pero la guardia ya no estaba. Un poco de miedo me invadió pero si quería hablar con ellas tenía que jugármela. Al dar un pequeño giro alcancé a ver una habitación, si así se puede llamar a un lugar de un metro cuadrado, tenía una cortina de flores azules y al lado de un camarote un mural lleno de fotos, unos muñecos de felpa adornaban la cama y un afiche que decía “te amo” en la pared del fondo. Estuve un rato observando, me decía tantas cosas aquel pequeño espacio, me contaba mil historias truncadas, mil palabras no pronunciadas, pero lo que gritaba era una profunda soledad dibujada aquella tarde amordazada.
Al retomar mi camino vi un grupo de mujeres sentadas en unos peldaños. Fumaban hierba y se reían mientras me veían caminar sin rumbo, ¡oye, mujer! ¡a que no eres de aquí! me gritó una con voz ahogada, las otras me miraban con prevención mientras me acercaba, ¿quieres una fumada?  Me quede pensativa, la verdad no, es que me da hambre, a lo que todas respondieron con una carcajada sonora. Una de ellas se quedó mirando la grabadora, oye, y eso ¿es una grabadora? La extendí para que la mirara. Mira, le dijo la chica a la que se encontraba a su derecha, ¡es de casete, pero esto es una reliquia!, bueno si, contesté, tiene el mejor sonido. Ellas en medio de su letargo la miraban extrañadas. Me llamo Amanda, me dijo la más joven, soy caleña y la música es mi vida. Me senté junto a ellas aspirando un poco el olor pegajoso de la marihuana que creaba una densa nube de humo sobre nuestras cabezas. ¿Porque están aquí? les pregunté, la fiesta está en el otro patio. Una chica de 23 años me dijo que para qué, siempre era la misma cosa, animadores, pastel y farsa, al final de cuentas nada cambiaba para ellas: mire usted, soy tan de malas que justo me cacha una cámara y colorín colorado se acaba la farsa, llevo diciéndole a mis padres en Medellín desde hace dos años que estoy en España, si  me llegan a ver seguro que a mi mamá le da un ataque cardiaco. Vacilé, es importante tratar de no hacer la pregunta equivocada, en el lugar equivocado, y ¿de qué la acusan? Simple, me respondió, tráfico de drogas.
La historia de Mireya
Mireya vivía en la comuna 13 en el barrio San Javier de Medellín. Hija menor de seis hijos criados a punta de arepa y rejo. Siempre fue bonita,  tenía su novio desde el colegio, se llamaba Carlos, le decían “el chulo” porque según muchos era ave de mal agüero, a donde llegaba él también arribaban los problemas. Ella dejó la escuela en quinto de secundaria porque la aburrían las clases, el control, y decidió no regresar, prefería irse a tomar aguardiente con Carlos  que siempre tenía plata en los bolsillos y no de trabajar, decía ella.
De la casa la sacó su papá, un paisa bravero que le dijo: si no va a estudiar y se la va a pasar con ese sicario para arriba y para abajo en esa moto, se me va. Se fue a vivir a la casa de los papás de él. Según ella, hasta ahí le duró el reinado porque el hombre empezó a golpearla y a no dejarla salir a ninguna parte. Una noche, después de varios meses de fuertes palizas, Carlos llegó borracho y la levantó: ¡Mireya! vaya mañana a tomarse unas fotos, dígale a mi mamá que la acompañe, y le dejó 20 mil pesos debajo de la almohada.  
Ella se levantó temprano y con la excusa de salir, por un rato al menos, de su encierro, se peinó y maquilló. Cuando estaba saliendo, Carlos se adelantó y la esperaba en la puerta, mamacita la vine a recoger, le dijo riendo, no vaya y  le dé por irse y se ponga maluca la cosa. Ella lo miró desconsolada. Allí comenzó lo que sería para ella la más terrible pesadilla que aún, cuando abre los ojos cada mañana, no acaba. Ese mismo día la llevó a una peluquería en Medellín y le hizo cambiar el color de pelo, la maquillaron y tomaron fotos, en la tarde estaban sacando el pasaporte en una oficina atestada de gente de donde salieron a las cinco.
La dejó en Envigado en casa de unas mujeres que ella jamás había visto, no valieron las lágrimas y las suplicas, al salir solo le dijo: mira boba malparida, si te llegas a escapar yo sé dónde viven tus cuchos, los pelo uno por uno y te los traigo aquí pa´ que los veas, me estas entendiendo, te vas prontico, mamita, prontico te vas de Medellín a vivir la gran vida. La encerraron en una habitación al fondo de una casa vieja donde apenas la dejaban salir a darse un baño cada tres días, la alimentaban por medio de una ventana y no tenía contacto con nadie.
Semanas después iba en un bus con Carlos para Bogotá. Usted ya sabe Mireya, no dejaba de decirle, que la vida de los suyos está en mis manos, con una sola cosa que usted haga, yo hago una llamada y están chupando gladiolos todos. La mujer sabia de lo que era capaz y decidió hacer todo lo que le dijera. Estuvieron alojados en un hotel de mala muerte en el barrio Chapinero donde los esperaban los compinches del hombre que se había convertido era su peor enemigo. Cada día llegaba uno distinto a llevar papeles falsificados, extractos bancarios y ropa para ella.
Una mujer llamada Eliana se encargó de vigilarla, juntas salieron un par de veces a caminar por la Plaza Lourdes y a conocer el centro de la ciudad. Mireya lloraba a toda hora, le decía a la chica, que se le había convertido en una sombra, que la ayudara pero ella hacia oídos sordos a sus suplicas. Parcera, le decía, no sea tan boba, mire que para donde va es una chimba, ya quisiera yo regresar. ¿A dónde? le preguntaba ella, ¡no me van a mandar de puta a China!, ¡dígame por favor que no! La mujer se reía y le decía: no mija, no es tan lejos, pero a que a usted le iría bien de putita allá, las mujeres como usted son una mina de oro en Europa.
Europa, pensaba Mireya mientras caminaba, era la primera vez que visitaba Bogotá, no tenía idea de dónde estaba eso.  Una semana más tarde se presentó a la embajada de España y, por arte de magia, con un montón de papeles falsificados obtuvo la visa para ingresar como turista. Los siguientes días no los recuerda, al parecer Eliana la drogaba para mantenerla tranquila mientras se materializaba el viaje. Justo una mañana de junio, llegó Carlos con otro tipo y empezó lo que llamaría ella “la peor tortura a la que ser humano puede llegar a ser sometido”
Debía tomar xilocaina para dormir su garganta y empujar dolorosamente las cápsulas que el hombre le iba suministrando. Según Mireya, se desmayó del dolor varias veces. Con la boca inflamada y el esófago destrozado estuvo casi ocho horas ingiriendo a la fuerza más de 40 capsulas, que debía llevar al otro día hasta Madrid.
Esta es quizás la historia repetida de muchas mujeres pero la de Mireya tiene un matiz diferente: ser secuestrada y obligada a viajar con el estómago lleno de cocaína.
Para Mireya, aquella tarde de julio de 2010 sería inolvidable. Llegó al aeropuerto El Dorado a las ocho de la mañana.  Su vuelo salía a medio día. Con el alma en un puño atravesó los primeros controles mientras Carlos la miraba desde una esquina. Las últimas palabras que escuchó de su boca fueron: mamacita, la quiero mucho, yo sé que usted es una verraca y corona. Ella recuerda que lo miró y pensó: ¡algún día te volveré a encontrar hijueputa!
Mireya pasó los primeros controles pero, al pasar por una de las maquinas, una mujer vestida de uniforme se le acercó despacio. Ella trató de retirarse pero ya estaba bajo la lupa de más de cinco policías que la tomaron del brazo y le pidieron en buenos términos que los acompañara. ¿Con quién viene? le preguntaron, ella apenas podía hablar. Sola, les contestó. Estaba pálida y apenas si podía mantenerse en pie. ¡Me van a matar! decía, ¡por favor, ayúdeme, me van a matar si no llego a Madrid!
Fue ingresada en un hospital, donde se le extrajeron las capsulas, y remitida a Medicina Legal donde fue valorada por un perito que estableció que estaba sometida a un shock nervioso que no les impidió recluirla en la cárcel del Buen Pastor mientras cumple condena. De aquí salgo en cinco años si me porto bien, le escribo a mis papas cada semana, les hablo de lo bonito de España, de los parques, de los amigos que tengo, pero ¡qué va! en el fondo ellos saben que algo pasa, no hay fotos, no hay llamadas, no hay nada, ¡ desamparo y soledad!
Lo peor de todo, confiesa Mireya, es que jamás pudo contarle a nadie lo que realmente había pasado. Los verdaderos culpables están en su barrio. Su mamá le contó en unas de las cartas que el vago de su novio había llegado con una mujer poco después de su supuesto viaje y, según la descripción, era Eliana. También le decía que a veces cuando se veían en la calle la saludaba muy formal: si habla con Mireyita dígale que por aquí se le extraña mucho.
Me despedí de ella con un beso, le di un abrazo y no pude evitar sentir en mi corazón una profunda tristeza de dejarla allí. A veces este trabajo desvirtúa en gran medida la posibilidad de ser neutral cuando miras de frente el alma de alguien que te cuenta su sufrimiento, una sensación de inutilidad te margina de todo. En ocasiones sientes vergüenza de tomar todo eso y caminar hacia la libertad. Es como si de alguna manera les robaras algo, como si en busca de un trabajo periodístico olvidaras que detrás de las noticias están las historias, están las personas.  

Pintura por: Jenaro Kintana

LA EXTRANJERA
En un salón no muy lejos de allí, estaban más de veinte mujeres vistiéndose para salir al primer desfile del día. Un mareo tibio me envolvía, una sensación de caos repentino me embargaba,  los muros altos tropezaban con mi mente agobiada sin saber muy bien qué hacer, quizá el olor de la hierba me había alcanzado y solo podía caminar en círculos de manera errática. Me senté frente a ellas en silencio, quería recuperar el ánimo y saber con claridad la verdadera razón de mi presencia allí, si no la encontraba no tendría validez nada de lo que hacía.  
Vi un vaso de agua extendido hacia mí. Una mujer pequeñísima, de aspecto infantil, me miraba. Señorita, tómese esta agüita, si tiene hambre me dice, tengo galletas de soda. Yo agradecí con la cabeza,  de un sorbo desocupé el vaso. ¿Quiere algo? ¿la puedo ayudar? Le dije que no, mucho más serena. Ella me miraba de lejos. Cuando empezaron a salir las muchachas se quedó a mi lado,  soy Martha, me dijo sonriendo. ¿No va con ellas? le pregunté. No, soy la utilera, tengo que estar aquí para cuando regresen para el cambio de trajes. ¿De dónde es? le pregunté, de Aruba. Hizo una pausa. ¡Del cielo al infierno! ¿No?
¿Cómo llegó aquí, Martha? le dije en voz baja, ella mirando al vacío me dijo: tomé el camino alterno, aún no sé si tomé la decisión equivocada,  trabajaba en un bar poniendo copas en Aruba, soy de allá, ya sabes empecé en el ropero y mi jefe me dio la oportunidad de estar en la barra. Yo siempre fui chiquita, como ve, pero bonita y agradable, tenía mis hijos, una niña de 15 años y un niño de 6, quería darles una vida decente, que fueran a la escuela, que tuvieran lo necesario. Alguna vez probé el vicio, allá hay mucho turista, mucha coca, mucha basura y ese fue mi fin. Me prostituí porque la plata no daba, pasé del bar a las calles y de las calles a los hospitales después de varias golpizas de los chulos, me involucré con un colombiano, un tipo violento que me golpeaba y que vivía de mí,  salía todas las noches a deambular por las calles, tenía mi hija y mi chiquito, él se  quedaba con ellos. Nunca me imaginé que enamoraba a mi hija,  ella nunca me dijo nada pero le cambio el genio, no quería estudiar, me peleaba por todo, se convirtió en otra persona. Cuando me di cuenta, desaparecieron los dos, el desgraciado secuestró a mi niña,  se había venido con él para Colombia. Estuve varias semanas como loca, le entregué a Samuel a mi suegra, ya no podía ver por él, estaba consumida por el remordimiento, la rabia y la desesperanza.
Dejé de consumir y regresé al bar donde antiguamente trabajaba, mi jefe me recibió. Jamás fui capaz de contarle lo que había sucedido, me daba vergüenza mi propia vida. Ahorré hasta el último centavo y decidí venir a Colombia a buscar a mi hija. Fueron dos largos años de incertidumbre pero yo sabía dónde encontrarlo. Viajé a Bogotá. Alguna vez él me había contado que trabajaba en una zona en el centro de la ciudad. No fue fácil llegar aquí, este lugar es demasiado enmarañado, pero después de tres meses de preguntar los encontré. Para mi desgracia, mi hija ya no era una niña, era una mujer golpeada y prostituida por Ferney, la tenía viviendo en  un inquilinato y ya tenía un bebe de ocho meses.  La intenté buscar pero no quería verme, me culpaba de todo, quizá en el fondo tenía razón, yo la había condenado a ese destino.
Le di todo el dinero a Mar, así se llama mi niña, y la convencí para que regresara a Aruba. Arreglé todo allá para que su abuela la recibiera, prometiéndole que enviaría dinero para mantenerla. Una noche, a escondidas, la dejé en el aeropuerto, nos despedimos con un beso, ella me miraba con lágrimas en los ojos, y me decía: jamás se me va a olvidar mamaíta, véngase con nosotros, le dije que pronto los alcanzaría, que tenía algo que hacer. Mi hija me leyó la rabia en la mirada y solo me dijo mamá, no vaya a cometer una locura.
Me regresé para la habitación miserable donde ese rufián había tenido a la niña más de dos años y lo esperé tomándome una botella de aguardiente. Lo esperé muchas horas hasta que llegó. No se esperaba verme allí, abrió la puerta y dio un salto al encontrarme, ¿dónde esta Mar? me preguntó varias veces, gritando como un poseso, ya no le tenía miedo, así que me puse de pie muy despacio, lo miré con detenimiento y me abalancé sobre él,  lo apuñaleé tantas veces que no tengo memoria del momento en que murió, solo sé que los gritos alertaron a los vecinos y llamaron la policía, no traté de huir, me quedé allí mismo esperando que vinieran por mí, estoy condenada a 40 años de cárcel.
Me quedé pensando un rato. Martha, ¿Se arrepiente? le pregunté. No quiero mentirle, me contestó, ni un solo día.

Las mujeres regresaban con paso ligero. Allí mismo quedó interrumpida nuestra charla. Cuando me acerqué donde estaban, Martha me las presentó una por una, se sentía orgullosa de que mirara sus trajes, yo los hice, me dijo, llevo un año diseñando vestidos. Son muy lindos, le contesté, ¿estudió costura? Se rió,  ¡No, jefa! Uno aquí tiene que aprender a pasar el tiempo y a punta de fracasos y cosas feas me empezaron  salir bien. Nos reímos juntas.  No piense mal de mí, me dijo mirándome con tristeza. No se preocupe, Martha, le contesté, yo no soy quién para juzgar su vida ni sus actos, ya suficiente tiene usted con estar aquí, créame que valoro infinitamente lo que hace contándole su historia a una desconocida.

Pintura por: Jenaro Kintana.


LA REINA
Un reinado en una cárcel puede llegar a ser algo paradójico: ¿De qué vale  la belleza cuando no puedes mostrarla libremente? Los seres humanos somos esclavos de la apariencia, del éxito, de los objetos de los que podamos presumir, nuestra vida se basa en una lucha permanente contra los otros, siempre buscando superarlo todo, por eso las mujeres apreciamos mucho la contemplación de los otros y las lisonjas. Un reinado en el cautiverio es parecido a una visita a un zoológico, donde todos los animales solo pueden verse a través de las rejas  y su mirada no es siempre alegre.
En ese momento pensé que venía a cubrir el reinado de la simpatía y que ese era el pretexto, que esta experiencia iba más allá de lo que en principio pensaba y que de alguna manera me enseñaba algo más. Siempre existe un pretexto pero en el fondo hay cosas que, sin ser las que se consideran más importantes, pueden llegan a ser el centro, ni siquiera de una idea, sino más bien de una mirada al mundo en que vivimos y desconocemos. Aquí todas eran reinas. Reinas de las causas perdidas, reinas de los amores inconclusos, reinas de la pérdida, de la soledad y la muerte, reinas de sí mismas. Nadie de afuera podría jamás ponerse en su lugar porque cada una en su interior poseía ese secreto espacio que las hacía poderosas en su pobreza, en su tristeza que no se parece en nada a la que sentimos y despreciamos porque simplemente no la conocemos. Creemos tener la verdad en nuestros corazones para condenarlas, juzgarlas y, quizá lo más cruel, para hablar de lo que no hemos vivido; tenemos la convicción de saber lo que está bien o está mal,  podemos disertar con seguridad de lo que se escapa a nuestra realidad, qué es el hambre, qué es la tristeza, qué es la vida, apenas con una cara de la moneda. El asesinato, la muerte, la deshonra son solo palabras que cuando experimentas y vives cobran un valor absoluto . Simplemente debes entender que la vida no es fácil para muchos, que mientras existen personas que lo han tenido todo, hay otras que sufren la desesperanza del hoy, que nadie es mejor o peor que nadie,  que todos tenemos nuestra propia historia. Eso es lo que nos hace valientes, perdedores, solitarios, felices,  o infinitamente solos. Eso me enseñaba El Buen Pastor.
Hermosas perdedoras vi en este pasadizo de la muerte donde debes justificar cada palabra, donde todas y cada una de las reinas de la tristeza deben acomodar cada palabra para aquellos que no saben nada de ellas, para que puedan culparlas por algo diferente a sus propias razones. Esa es la verdadera esencia de la libertad, encontrar justificación a las equivocaciones, quizá a las malas decisiones.
Una de las reina se paró frente a mí y me quedé de piedra. Sin temor a  equivocarme, supe que era una de las mujeres más bellas que había visto: bella de rostro y cuerpo, altísima en sus zapatos de tacón brillantes, altiva, serena, dueña de sí en todo, sin pena de nada ni de nadie, ¿por qué de mí, si ni sabía quién era? Usted es la periodista, me dijo. Si soy, le contesté, o eso creo. Soy Lina, ese es mi nombre artístico ¿Cuántos años tiene? le pregunté. Veintidós recién cumplidos,  este es mi segundo reinado. El año pasado quedé de virreina pero este año gano, dijo sonriente.
¿Está grabándome? me preguntó. No, le contesté, hasta que usted no me lo permita. Se lo permito, no tengo lío por estar aquí, ya todos en mi casa saben y no me avergüenza, además vaya usted a saber, están todos los canales famosos de televisión, podría salirme un contrato millonario, si algo he aprendido es que cada fracaso trae consigo una oportunidad.  Me hizo reflexionar, no era nada ilógico lo que me decía, tenía mucho de cierto, aunque sonara extraño.
Me gusta el dinero, sabe, por eso estoy aquí, casi todas las que estamos participando en el reinado de la simpatía caímos por tráfico de estupefacientes, yo soy de Cali. Una agencia en Bogotá me trajo para unos eventos, me mostraron dinero y pasé de modelar jeans a prostituirme con políticos por noche de millón de pesos. Tenía vacaciones en playas preciosas, ropa de marca, uno de ellos me regaló un carro. Simplemente, cuando comienzas a vivir de esa manera ya no hay marcha atrás.
Tenía 17 años y todo lo que deseaba lo podía comprar. Usted no se alcanza a imaginar lo que se mueve en esta ciudad, aquí hay personas con mucha plata a las que les gustan las bonitas y pagan lo que sea.
Pero, si todo iba tan bien ¿qué pasó?
Pues que metí la pata, me lié con un español y  empezó a venderme la idea de llevar droga. Coroné tres viajes, uno a España y otro a Alemania, allí viví con él varios meses. Yo me aburrí de estar allá, no había fiesta ni rumba de la que me gusta y me regresé, tenía dinero pero no lo que necesitaba para mi ritmo de vida, así que hice el que sería mi último viaje. Me tenían fichada, él me vendió y me cogieron en El Dorado y míreme bien, aquí está la señorita simpatía. Me parecía un poco extraño que una mujer tan joven hablara de aquella manera, no resulta muy fácil entender las razones de nadie, tampoco he sido llamada para entender las cosas con las que sueña o por las que lucha alguien,  pero de alguna forma era muy racional y práctica al defender un estilo de vida que daba como resultado que tantas mujeres estuviesen allí por el mismo delito.
Regresé al patio a ver de cerca la coronación. Mujeres ataviadas con vestidos brillantes y maquilladas a la perfección, las candidatas. Todas las demás reclusas coreaban los nombres de sus representantes, se sentía un aire pesado y extraño, un continuo mirar a los lados como si algo estuviese por suceder, quizá ese era el resultado de varias horas de encierro claustrofóbico. Caminé en círculo un par de minutos. La chica que ganó fue la del patio quinto, no era la misma que había entrevistado, la busque con la mirada y la encontré con el rostro contraído, con un gesto de indiferencia y aburrimiento que me hizo lamentarme por ella.
Sin darme cuenta estaba al lado de una mujer de estatura mediana y ropa extravagante que no había visto, era Judith Calderón, la que en ese momento era la Directora del Buen Pastor. Ella hablaba con voz ronca de los grandes esfuerzos que se trataban de hacer para darle dignidad a la reclusión. Según ella, el hecho de permanecer privadas de la libertad no significaba, como muchas personas creen, dejar de ser seres con derechos que merecen respeto, aun con las diferentes razones por las que están allí, algunas de ellas enfrentadas a cadenas perpetuas por delitos de diferente índole. Me llamó la atención aquel discurso preparado y que chocaba contra los altos muros de ese patio. ¿Hay alguna manera de vivir con dignidad en un espacio tan opresivo y tan lleno de privaciones como este? Ella no lo pensó mucho y me contestó sin mirarme: las mujeres que están aquí deben enfrentar sus actos, aquí no estamos hablando de si se es culpable o inocente, aquí hay una situación en las que ellas deben entender que si cometieron una falta social deben pagar por ella. Lo que se intenta aquí es brindarles la posibilidad de vivir en el cautiverio con dignidad. La mujer se retiró diciendo: caer es permitido, levantarse es obligatorio.
Caminé de regreso a eso del mediodía. Pensaba mientras me alejaba y escuchaba una y otra vez el tronar de las rejas que se cerraban a mi paso, que aquella tarde hijas, madres, hermanas habían sido reinas, habían cambiado una rutina marcada por las privaciones y el encierro por la música, la alegría y la esperanza aunque muchas de ellas jamás volverían a estar en libertad. Era imposible, en la espera para cruzar cada reja, no dar la vuelta para mirar que allí se quedaban ellas, que por desgracia  nada podía hacer para ayudarlas. Quizá la única cosa que podría hacer fuera plasmar en estas líneas sus historias, con todo el respeto  que una persona como yo puede brindarles. Eso lo hago desde la libertad, pensando en ellas y contando esas historias que nos enseñan que más allá de cualquier prejuicio está cada uno como ser humano y que merecemos ser escuchados, respetados y que cada fragmento de vida caminada vale la pena y nadie ni nada puede quitarnos el hecho de haberla vivido pese a que nuestras decisiones hayan sido las equivocadas.

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