La palabra Boyacá proviene del vocablo “Boiaca” que significa ruana real o cercado del cacique. Para la mayoría puede que esto no signifique mucho. Para los que pisamos la antigua tierra de los muiscas, donde todos, sin exagerar, usan como prenda distintiva la ruana, puede explicarlo todo. Un lugar de magia infinita que se extiende ante los ojos como un tapiz hecho a pinceladas de intensos colores, una geografía que definitivamente solo puede ser descrita por el que la ve y desea conocerla.
La ruta de viaje comenzó por la autopista norte rumbo a la Laguna de la Tota, nombre que comúnmente se le da al Lago de Tota. Cuando se inicia un recorrido muy poco se sabe de las cosas que sucederán en el camino, la mente viaja más rápido imaginando el lugar de destino o planeando los tiempos en los que sucederá cada cosa. Nada más engañoso que el plano mental de lo que vivirás, siempre y cuando seas una persona dispuesta a escuchar, a observar, a oler, a escudriñar, poco será lo que tengas por seguro en un recorrido. Desconectarte un poco de lo que esperas para sorprenderte con lo que sucede en cualquier parada a comer algo o solo para quedarte de pie un rato mirando el cielo, las aves o los que pasan a tu lado. También sería una gran mentira decir que puedes saberlo todo de un espacio desconocido en una semana. Pero definitivamente entiendes grandes cosas si te sientas a tomar una cerveza en la tienda de la plaza principal o comes en un quiosco cualquiera, sin detenerte mucho a pensar en la procedencia de la carne o las calorías que consumirás, lugares cotidianos que cambiarán el panorama y que hablarán de quiénes son las personas que están a tu lado y cómo viven.
La humildad del boyacense es tan penetrante que a veces asusta un poco. No son personas de muchas palabras, son callados y observadores. Una de las cosas más bonitas que presencié fue verlos sentados al atardecer contemplando el paisaje, a veces acompañados hablando de la rutina del día o de los cultivos en los que pasan gran parte de la jornada, agachados, arando la tierra o recogiendo la cosecha al rayo inclemente de sol. Los horarios de trabajo son extenuantes, la exigencia física es agotadora tanto para hombres como para mujeres. Ellas participan activamente en la siembra con el azadón en la mano, se tercian al hombro grandes bultos de papa y cebolla sin chistar durante la cosecha, comparten la merienda con los otros y levantan victoriosas sus pocillos llenos de chicha para refrescar la garganta y recargarse de energía para seguir trabajando hasta el atardecer. Muchos niños acompañan a sus padres enfundados en sus ruanas monas, como llaman a las ruanas blancas, e intentan ayudar en lo que pueden amontonando la cebolla o juntándola en atados que después deben ser subidos ordenadamente a los camiones estacionados al lado del sembradío. Lo hacen con disciplina y cariño, a ninguno se le ve aburrido, parece como si un orgullo primigenio los impulsara a seguir con la tradición de sus predecesores. Incluso a pesar de que su trabajo sigue siendo informal y de que los contratan por jornada según donde haya cosecha como evidencian las largas filas de motos y bicicletas parqueadas a la orilla de la carretera en la finca que está en día de recolección. Al finalizar la faena, los niños se suben a las motos de sus padres con la carita contenta del deber cumplido. ¡Planta y cría y tendrás alegría! Como dicen por ahí.
Caras curtidas por el sol, manos callosas y grandes como diseñadas para el trabajo duro, ropas desteñidas y botas pantaneras, ruanas de diferentes colores que sirven como chaleco para las motos, viejas FZ-50 como vestigios del pasado, o para evitar el frio que siempre se bate caprichoso entre las plantaciones o al lado del lago. Como dicen ellos: “aquí todos somos campesinos” Por eso en Cuítiva, en Iza o el municipio de Tota solo funciona el Banco Agrario, no hay ni por equivocación un cajero ATH o Bancolombia ni nada que se le parezca. Todos están en ruana porque es parte de ser quienes son, no hay manera de ser otros como nosotros los de las urbes que intentamos camuflarnos como hípsters, góticos o veganos. Para ellos no existe nada de eso porque no tienen la necesidad de ser otras personas.
Esa es la sencilla conclusión que se acaricia en el silencio de la tarde. Somos lo que somos así intentemos llenar nuestros bolsillos de dinero o nuestra casa de bienes. La real fuerza de quien existe dentro de nosotros no necesita de eso. Está quizás en las cosas simples, en la tierra bajo nuestros pies, en el agua que corre mientras dormimos o el alimento que se cosecha a fuerza de días de lluvia o verano. Cuando regresas al origen de todo entiendes el privilegio de tener estas cosas.
No son un secreto las grandes problemáticas económicas de los campesinos en nuestro país. En Colombia hay unos 14 millones de personas del campo que viven en condiciones de vulnerabilidad y más de un millón de familias carecen de tierras. Son los que más trabajan y los más empobrecidos. En muchos casos no cuentan con seguridad social, deben apelar a la medicina natural para curar sus males, para sanar contracturas en la espalda, dolores musculares, tan comunes en personas que trabajan horarios tan extensos y con tanto esfuerzo físico. Las mujeres acuden a las matronas para parir a sus hijos y deben trabajar cuando están aún amantando, no se pueden dar el lujo de quedarse en casa porque también son madres cabeza de hogar y deben aportar económicamente para el sustento de la familia. El destino del campesino es el trabajo fuerte, sin pausa, y si le quitas la tierra y la posibilidad de ganar el pan con sus manos los dejas sin nada.
Por eso, en el año de 2013 se generó uno de los paros campesinos más grandes en la historia de Colombia. En el mes de junio una gran cantidad de labriegos decidieron cesar sus actividades como protesta al alto costo de los insumos agrícolas, los bajos precios conque los comerciantes pagaban los productos que cultivaban y un punto clave que consistía en la prohibición del gobierno de la compra de semillas nacionales para cambiarlas por las vendidas por multinacionales gringas que económicamente no eran rentables para ellos. A este paro campesino se unieron los sectores arrocero, panelero, cacaotero, camionero y mineros artesanales, entre otros. Se registraron cinco grandes manifestaciones en 30 de los 32 departamentos del país entre los que se cuentan Boyacá, Putumayo, Nariño, Cauca, Antioquia y Caquetá. Las peticiones consistían en el acceso a la tierra, reconocimiento de la propiedad campesina, respeto a los derechos fundamentales de la población rural, acciones contra la crisis agropecuaria y, quizás el punto más importante, inversión en las zonas agrícolas en salud, vivienda y educación por parte del gobierno nacional. Aunque este paro campesino generó grandes movilizaciones y desmanes por parte de la fuerza pública que terminaron en heridos y refriegas, el paro fue levantado y los campesinos continúan esperando que las promesas del presidente Juan Manuel Santos se hagan realidad.
Y como en el país del sagrado corazón todo llega y pasa, los ojos se desvían, las noticias dejan de serlo, el sector agrícola continúa enfrentándose con grandes problemáticas que a la mayoría de las personas nada le importan. Desde que los seres humanos empezaron a salir de las zonas rurales y a comprar los alimentos ya sea en las grandes tiendas o en los mercados de barrio, de donde vengan o cómo se cultivan poco les interesa. Aunque proclamemos el consumo de productos orgánicos y que cada vez sean más las personas volcadas a la vida “saludable”, no hay una verdadera conciencia sobre el valor de lo rural. Se desconoce la importancia del campo en tiempos de sobrepoblación en el planeta. Más seres para alimentar y los campos cada día más solos porque los campesinos, por pobreza o por violencia, han tenido que desplazarse a los grandes centros urbanos para ser parte de las estadísticas de la marginalidad, el hambre y la miseria.
No solo olvidamos la importancia actual de la Colombia campesina sino también la histórica. La batalla de Boyacá es tal vez el hecho histórico más importante de nuestro país. En el año de 1819 los ejércitos español y criollo se enfrentaron en una cruzada que buscaba la independencia de América del Sur. El 7 de agosto del año en cuestión se da inicio a la lucha sobre el rio Teatinos, hoy llamado el Puente de Boyacá, concluyendo con la rendición de los realistas y dando fin a 77 días de una campaña iniciada desde Venezuela por Simón Bolívar para independizar a la Nueva Granada del poder de los españoles. Un mes antes, en el Pantano de Vargas, se dio otra batalla igualmente definitoria. En ambos, el Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá, se erigen hoy monumentos a la memoria de un pueblo orgulloso que quería su libertad. Este orgullo se conserva con las tradiciones del pueblo.
Los campesinos boyacenses respetan profundamente los elementos. Desde tiempos ancestrales se habla de la presencia de dioses tutelares o personificaciones de las fuerzas naturales. Por ello el amor a las montañas y a los ríos. Algunos moradores de esta tierra creen que los espíritus del agua no solo viajan bajo ella sino que también toman forma humana. Para ellos, los espíritus cobran mayor fuerza en horas de la noche y se incrementa su poder los viernes santos. Vale la pena recordar la bella historia de Bachué, madre del linaje de los hombres, que emergió de la laguna de Iguaque con un pequeño niño desnudo en brazos, llamado Bochica, con quien procreó y pobló la tierra, por eso los muiscas fueron adoradores del agua. Otros mitos hablan del Jigura o patas, la Mancarita, el Griton, el sombrerón, patetarro y la Llorona. Cuentan los caminantes nocturnos que han visto los espantos y que son tan reales como ellos.
Aunque el catolicismo es la religión que se profesa desde la llegada de los españoles, un policía del pueblo de Cuítiva me contó que los boyacenses son muy creyentes pero machistas, que hay pocos asesinatos pero que las denuncias casi siempre son por violencia intrafamiliar porque los hombres son “pegones”, palabras de él. No quiero con esto último generalizar, es una percepción que transcribo literalmente. El que peca y reza empata, dice el dicho.
Ya despidiéndome de los bellos paisajes, caí en cuenta de algo que al principio no advertí y es que casi en ninguna finca hay cercas para dividir los terrenos. Las vacas y las ovejas pastan a sus anchas sin tener que detener su paso por un vallado de púas o una cerca electrificada. Muy poco afán tendrán los moradores de estas tierras de Bochica y Bachué en proteger una tierra que sienten tan propia que no temen perder. El turismo es tímido aún y las posadas familiares son lo que más se ve, los hoteles no se han tomado la zona todavía, incluso el conocido Decameron en la zona no es más que una casa con habitaciones, será por eso que los habitantes no se molestan con los paseantes al verlos tomar fotos de los sembradíos o del lago. Espero en mi próxima visita no toparme con un Hilton que haya comprado grandes hectáreas de sembrados para convertirlas en piscinas y centros de convenciones para ricos. Aunque tengo mis dudas.
Volvamos entonces a la Suiza colombiana, así la llaman creo que por las praderas multicolores y los hermosos paisajes aunque, de nuevo, espero que sea simplemente una metáfora de su belleza. Aquitania, capital cebollera de Colombia, huele a eso, a cebolla de rama, un olor fuerte, no desagradable pero que te envuelve, un olor a “hogao”, a guiso, a casa, un aroma que te hace preguntarte si ellos aún lo sienten o por la costumbre ya no. Aparte de este cultivo algunos otros se dedican a la pesca de la trucha arco iris en las heladas aguas del lago. Cuando no están pescando o cultivando se dedican a tomar cerveza, sin importar la hora, en las tiendas que hay en cada esquina, hombres y mujeres por igual, hombro con hombro como lo hacen en el trabajo. Tomar cerveza al clima en Boyacá es el equivalente a beber refrescos, té o café en cualquier otra parte. Eso lo supe en el parque central de Tota donde primero me dijeron que no me vendían una cerveza, aunque todos estaban tomando, porque iba a empezar la misa y luego me dijeron que la cerveza no se ponía a enfriar porque estábamos en clima frío. Ya ven como son de importantes estos lugares. El parque de Nobsa para ver las muchas tiendas con ruanas colgadas como estandarte del pueblo tejedor por excelencia, explicación de las muchas ovejas pastando por doquier; el parque de Iza con sus ventas de postres, como una atracción para un lugar que se apresta más al turismo, aunque en ninguno exista el afán de vender y sea el foráneo quien debe arrimarse a preguntar qué es lo que venden.
Como ven, esto no es una invitación, no es publicidad gratuita, quisiera poder volver y encontrar las cosas tal cual, invariables. Sogamoso, una de las zonas de Boyacá que se acopla más al apelativo de ciudad, al igual que Tunja y Duitama, recibió su nombre del gobernante muisca Sugamuxi, una autoridad religiosa que abogó por la paz entre caciques rivales y que ante la fuerza devastadora de los españoles terminó convirtiéndose al cristianismo y cambiando su nombre al de Don Alonso. Solo queda esperar que esta metáfora del cambio no suceda muy pronto con la basta ruralidad anacrónica de esta región que aún se conserva.
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