Manchas

Manchas

jueves, 17 de diciembre de 2015

Serafín de serafines


Siempre he creído que cada ser humano es enviado a la tierra con un ángel guardián que velará por él hasta el día de su muerte.  Estoy convencida del poderoso vínculo que une a los seres vivos con fuerzas angélicas que apenas podemos percibir.  Serafín  venia  montado en bicicleta por un camino de servidumbre, escoltado por tres vacas y un ternero recién parido.  Su nombre me remitió a los espíritus bienaventurados que pertenecen a la orden de más alta jerarquía junto con los querubines y los tronos, en los nueve coros angélicos de la teología cristiana. 

Lo vi una mañana saliendo de la bruma. Tenía puesta una ruana vieja y sucia, un pantalón de paño raído,  unas botas de caucho embarradas y una gorra desteñida por el sol que dejaba ver un rostro surcado por arrugas.  Los perros de las fincas vecinas ladraban a su paso mientras el hombre sin mirarlos  seguía avanzando con la determinación de aquellos que saben con certeza cuál es el destino final de sus pasos.   Intenté saludarlo cuando pase a su lado pero apenas si reparó en mí y siguió de largo como si fuera invisible para sus ojos. Continué mi camino sin prisa esperando rencontrarlo alguna vez si había suerte.

Con el tiempo descubrí que era tímido y silencioso pero me empeñé en conocerlo.  Deseaba poder hablar con él sobre su vida. Pero ¿Por qué habría de tener interés alguno en contarle a una extraña sobre una vida de lucha y trabajo de campo que para él era normal? Nos encontramos varias veces en el mismo camino a la misma hora, yo luchando por mantener a raya a las tres perras que siempre me acompañan como sombras en mis excursiones matutinas, intentando siempre alejarlas de las patas de las vacas que ejercían sobre ellas una fascinación instintiva por morderlas.  Por fin, tras varios meses de encuentros, un día cualquiera el hombre al verme correteando tras ellas soltó la risa y me dijo que no me preocupara tanto que los animales eran así.


Al acercarme vi sus manos callosas y sus uñas maltratadas sosteniendo el manubrio de su bicicleta. A cada lado llevaba un balde lleno de desperdicios: lechugas maltratadas, cáscaras de papa, sobras de arroz, plátanos a medio pelar; a sus espaldas un costal con pasto recién cortado.

-  ¡Usted es muy juicioso! ¡Todas las mañanas los veo pasar a la misma hora!
-  Si señora, vamos pa´ donde mi primo que vive más allá de las casas nuevas.
- ¿Y deja las vacas allá?
- Por este mes se ha podido, pero ya me dijo que buscara pa´ donde llevármelas, el dueño de la finca se dio cuenta y lo regañó. Ya mañana  a mirar pa´ donde coger con ellas.
- ¿Y ya sabe qué va a hacer?
-  Por ahí hablé con una señora que tiene un solar grande por la sexta, me dijo que no había problema poner las vacas allá pero me cobra veinte mil el día y con la venta de la leche que dan las muchachas no me alcanza.
- ¿A quién le vende la leche?
- A mil pesos el litro recién ordeñado. Tengo mis clientes de toda la vida, Doña Ofelia, Don Armando y otros más que ni me acuerdo. Me sale mejor venderla menudeada, los de las fábricas grandes de por aquí pagan a 600 el litro y a veces demoran mucho en pagar. Esos son verracos para ganar plata, la quieren toda para ellos y como no les toca lo duro que les importa el campesino.
-  Disculpe, no le he preguntado su nombre.
-  Sumercé, mi nombre es Serafín, para lo que necesite tiene en mi un servidor y la dejo, tengo que aprovechar que está temprano y no viene tanto carro para pasar. Estas se asustan mucho con el pito de los buses y la gente se impacienta cuando nos ve caminar despacio. Las vacas no son como las motos o los carros, ellas no conocen de afán y tiene uno que tratarlas con cariño, son voluntariosas las jodidas yo ya las conozco como la palma de mi mano. 
- Si señor, hágale tranquilo que yo sigo mi camino. Ha sido un gusto conocerlo, nos vemos luego.

No pude evitar quedarme parada mirándolo alejarse, tenía un nudo en el estómago. Me pareció muy injusto que un hombre que ha luchado toda su vida para ganar su sustento en el campo se vea abocado todos los días de su vejez a caminar buscando un lugar para tener y alimentar a sus vacas. Me sorprendió gratamente su mirada tranquila, su tono de voz tan calmado y su decente manera de hablar, su entusiasmo a pesar de lo difícil del día a día. Quiero anotar aquí una particularidad difícil de transmitir en el lenguaje escrito: el Serafín, venido de los altos coros celestiales, imagen de dios, tiene labio leporino, lo que no hace más que aumentar la bondad que trasmite al hablar.



Nos encontramos en varias oportunidades más. Alguna vez lo vi tomando una cerveza con el zapatero del barrio, me vio pasar por la acera, salió con alegría a saludarme y me invitó a una gaseosa.

-  Venga le presento a Don Carlos, amigo mío desde chinche. Éramos muy cansones y la profesora nos regañaba a toda hora ¡Yo más contento que me sacara de clase! siempre me dieron rabia las tareas y las divisiones. A mí lo que me gustaba era trepar árboles y ayudar a mi mamá en la casa cuidando las gallinas o recogiendo leña para la estufa. Por eso un día llegué de clases muy aburrido y le dije a ella que por allá no volvía. Ella levantó los hombros y me dijo que yo vería, que sin educación la vida era aún más complicada pero que cada cual decidía y que yo ya tenía más de diez años.
- ¿Y se arrepintió?
- ¡Qué va! ¿de qué me hubiera servido a mi ser el mejor en matemáticas o sociales si finalmente nunca pude salir de las fincas? Pasé de ayudar a mi mamá a ser empleado de los que tenían plata. Todavía me acuerdo del día que me mandó a trabajar interno a una casona grande en Zipaquirá. Yo sentí que me moría de dejar mis perros y mis gallinas. Salí con lo que tenía puesto y unas monedas de centavo para coger el bus. Me fui todo el camino llorando y pensando que no iba a regresar. Desprenderme de mi madre fue la cosa más dura que viví en esa época. Pero no tenía más opciones. Mi padre había muerto cuando yo era niño y la vieja no tenía como ver por mí. Yo trabajaba jornadas de 12 horas, me levantaba a las 4 de la mañana a ordeñar más de 20 vacas, tenía que limpiar los corrales, mejor dicho, hacer de todo.
- ¿Pero le pagaban?
- Lo que les daba la gana. Yo ahorraba hasta el último peso y se lo mandaba a mi mamá. Para la navidad la venía a ver mientras estaba viva, después de su muerte me quedé por allá como diez años, hasta que me regresé aburrido del maltrato.
- ¿Y cómo lo maltrataban?
- ¡Ah!  en esa época no tenían con uno ninguna consideración. Tuve un patrón, Don Eustaquio, que me cascaba con un zurriago con el que arreaba los caballos, si me veía por ahí sentado tomándome un agua panela me gritaba que era un vago y me daba unos totazos que para qué le cuento. Uno chino y pobre tiene que soportar eso y más.      
-¿De qué murió su mamá?
- Me imagino que de soledad. Los vecinos la veían ir y venir todo el día, sola. Salía a comprar las cosas básicas de la casa pero no hablaba con nadie. A mi madre le dio muy duro la muerte de mi papá, yo creo que la mató eso.

Serafín se quedó mirando al infinito por un rato largo, la mirada ausente, como si se hubiera reencontrado con un recuerdo sepultado muy adentro de sí. Como si de repente los años pasados regresaran para hacerlo sentir triste, quizá solo.

-  No se ponga triste, Don Serafín, que me hace sentir culpable por ponerlo a recordar cosas.
- El recuerdo es lo único que nos queda cuando envejecemos. Mi madre es la más bella de las imágenes que tengo en la cabeza. Cuando hablo de ella, siento que la vuelvo a ver, que regresa a mí como en aquellos tiempos felices, porque los hubo muchos cuando era niño y no conocía nada del mundo que iba a tener que vivir.
- ¿Y continuó trabajando ya aquí en Cajicá?
- Si, me hice cargo del lote donde vivía mi mamá y me casé con una mujer muy buena que estuvo muchos años conmigo. Doña Ana era un pan de dios y vivimos con mucha pobreza pero mucho cariño el uno por el otro. La conocí en las fiestas del pueblo. Ella estaba sentada en la plaza tomando algo con unas primas y yo, que he sido tan tímido, me quedé mirándola disimulado y decidí pretenderla.  Pero me costó mucho conquistarla, en esos tiempos era muy diferente que ahora, tocaba pedir permiso a los padres y hacer la visita en la puerta de la casa. ¡Dios mío si me dieron unos griponones de estar parado en la puerta de la casa de ella hablándole de amores! Pero nos enamoramos y nos casamos un 24 de diciembre.
- ¡Es una bonita historia!
-  Tuvimos tres hijos que tienen su casa por aquí cerca pero no vivo con ellos.  Se casaron, ya tienen sus hogares, son buenos muchachos, todos tienen familia. Mire usted que yo ya soy abuelo de 2 niñas chiquitas y lo más boniticas. Yo paso por las mañanas y les llevo su botellita de leche recién ordeñada. A veces las llevo a dar una vuelta en la bicicleta. Mis hijos trabajan recolectando lo que queda de las siembras de papa y alverja. Otro cuida una finca grande a la entrada de Cajicá y el dueño lo dejó tener sus animales, pero tuvo que venderlos hace poco. Con la sequía se acabó el pasto y el concentrado para las vacas es muy caro y no rinde.  Eso es negocio cuando usted tiene buena plata y puede comprar al por mayor, eso por puchito lo deja a uno en la calle. El hombre se la rebusca todos los días, nunca le falta trabajo pero vive muy pobre, con mucha necesidad. A veces me gustaría ayudarlo pero yo apenas sobrevivo con la venta de la leche y pagando arriendo. Pero, Madre Bendita, no me quejo, no me falta nada.     
- Y su esposa ¿qué pasó con ella?
- Anita, mi doña, se enfermó de los bronquios, yo creo que por la bregadera con esa bendita estufa de leña.  Empezó con una tos seca que se volvió crónica y cuando la llevamos al médico ya estaba muy desmejorada y la mandaron a morir a la casa. Murió tranquila una tarde lluviosa mientras yo escuchaba noticias en la cocina. Cuando fui a darle las buenas noches no la sentí respirar y me acerqué callado creyendo que estaba dormida pero ya estaba muerta. Desde esa época todo cambió para mí: hice un mal negocio con la casa y la perdí.  Menos mal ya estaba solo porque si no eso la hubiera matado a ella. Los hijos se disgustaron mucho conmigo y dejaron de hablarme muchos años. Yo seguí trabajando en lo que salía, recogiendo madera, cortando pasto o recogiendo papa en las cosechas. Lo más verraco es uno viejo que ya no sirve para nada, ya la gente no le quiere dar trabajo a uno porque es lento y no rinde igual que un muchacho de veinte años. ¡Juventud hermoso tesoro!



Pidió con tranquilidad otra cerveza.  Se sentó frente a mí con ganas de seguir hablando, como si fuera una catarsis, una manera de exorcizar los fantasmas que a todos nos rondan siempre que los llamamos nuevamente a sentarse en nuestra mesa después de años de ignorarlos. Aquel hombre me dejaba sin palabras. Aquella imagen que tenía al verlo pasar todas las mañanas por mi lado no era nada ahora que me contaba todas las cosas que había tenido que vivir.

Como dice el poeta antioqueño Juan Mares Poteas en su libro Ritmos del Equilibrista:

“Somos la sed y el fuego
  También el caudal
  Que riega y que inunda
  Y que igual se va
  Burbuja donde se transparenta mi voz
  Palabra que mira
  Dice mi cuerpo y las huellas del tiempo
  En las articulaciones de mis dedos
  En la geografía de mi rostro”

Cuando me embarqué en el propósito de retratar las historias que iba encontrando en las calles de este pueblo, jamás imaginé lo que encontraría. Tenía la sospecha de que muchas cosas en mi vida cambiarían, que tendría que revaluar la manera en la que había mirado lo que me rodeaba y que tal vez nunca había observado de una manera honesta por estar siempre preocupada por otros asuntos que a la larga han desaparecido. Esta reflexión la hago porque es muy difícil entender las dificultades que deben enfrentar muchas personas en un mundo con desigualdades abismales entre unos y otros. Desigualdades que parecen surgir de una brecha temporal ocasionada al poner a una persona del siglo pasado a vivir al lado de una persona de este siglo. Una máquina del tiempo loca que va dejando rezagados. Mientras muchas personas cuentan con más de lo que necesitan, otras deben vivir toda su vida sirviendo a otros, soportando la pobreza con resignación, eso es algo que me cuesta mucho entender. Estar inmersos en esta nueva cultura de lo ostentoso que las personas intentan remedar, así no puedan, por qué es lo que las define. Ese afán por mantenerse al día con lo último en tecnología, utilizar maquinas hasta para exprimir una naranja, tomar leches ultraprocesadas que sientan peor que un litro de leche natural vinagre, mientras todavía existen quienes viven con lo que sus manos les permiten obtener, con lo que la tierra devuelve al trabajo de esas manos. Sé que todos tenemos diferentes vidas en distintos escenarios pero que no podamos reconocernos los unos a los otros es devastador. Por eso me quedó con el silencio del barrio, con la caminata a la montaña mientras exista el aire fresco de la mañana, con los pocos amigos que me quedan y que cada vez veo menos, con las ganas de estar apartada para poder mirar, con poseer poco para crear mucho, con no creerle a la posmodernidad.



-¿Si pudiera haber vivido de otra manera lo habría hecho?
- No creo, no imagino estar en otra parte. Cuando me voy por un par de días siempre me da angustia de estar lejos, este es el lugar donde he vivido durante sesenta y cinco años. Aquí están enterrados mis padres, aquí nacieron mis hijos, aquí está todo lo que tuve, la vieja casa donde viví aún sigue ahí, así ya no sea mía. Verla de lejos me alegra el corazón.
- ¿Dónde vive ahora?
- Alquilo una pieza en una casa, pago cincuenta mil pesos. Me levanto muy temprano en la mañana y paso todo el día pendiente de mis vacas. Yo mismo preparo mi comida, si tengo ganas de huevos pues hago huevos, si quiero chicharrón me lo frito a mi gusto. Me acostumbré a la soledad, siempre estoy andando de aquí para allá, no me gusta quedarme quieto.   Llego muy tarde en la noche y me acuesto. Escucho un rato en la radio las noticias, no veo televisión, no me gustan esas bobadas que muestran, me dan sueño. Voy a misa todos los domingos y aprovecho para charlar con los vecinos que quedan, muchos se han muerto ya. Este barrio ha cambiado mucho, ya no somos los mismos.
-¿En qué ha cambiado?
- Pues imagínese, ya no tenemos donde poner a pastar las vacas. Han comprado todos los terrenos para hacer conjuntos residenciales, casas de mil millones de pesos. ¿Cuándo una persona como yo, que gano menos de 20 mil pesos al día, va a comprar una propiedad de ese precio? Nos compran por nada y nos dejan en la calle. La gente está vendiendo todo porque no ven ya esta tierra con los mismos ojos de los campesinos que la labramos desde hace años. Se mueren los viejos y los hijos quieren apartamentos en la ciudad. Los de aquí se van y los de la ciudad están aburridos y quieren comprar por aquí. Una cosa muy rara que no se entiende.
-  Yo soy uno de ellos.
-  Como dijo mi mama:  uno es quien es.
-  Eso es verdad.
- ¿Otra gaseosita?
-  No señor, gracias, así está bien.
- Cada cual busca donde quiere estar, eso no tiene nada de malo, dijo Serafín mirándome sin pestañear.
-  Pero se pone uno a pensar y no está bien venir a joderlo todo. Es triste ver la realidad de la gente de aquí. Ver que ya no hay campo para sembrar, que los animales sufren sin un lugar donde pastar, no deja uno de sentirse como un invasor, como una mala persona.
-  No,  yo creo que son muchas vainas, me interrumpió Serafín, es parte de la vida. Uno también tiene que entender que las cosas cambian, que los tiempos son distintos, lo que pasa es que uno de viejo se vuelve blando y quisiera que todo fuera como antes pero que va, ya nos estamos muriendo para dar paso a otras generaciones, otra manera de vivir, sin que eso sea malo. Yo no creo que usted tenga la culpa de nada, es parte de la vida y ya está. Lo que si le digo es que si la gente sigue por ese camino en un par de años ya no va a haber comida ni agua para nadie. Sí, uno sabe que lo económico es importante pero ¿qué hace uno con plata y sin que echarle a la olla?
-  Eso es cierto.
- La cosa es que Cajicá era un pueblo agrícola y con muchas fincas productoras de leche pero las constructoras vieron el negocio y empezaron a comprarle a esa gente grandes terrenos donde construyen urbanizaciones de casas lujosas. Los ricos quieren vivir lejos de la bulla de la ciudad y compran por acá. Todos los días por donde usted pasa hay máquinas y obreros construyendo apartamentos, tumbando casas antiguas y haciendo lo que saben hacer: ganar plata. Esto en diez años va a ser otra Bogotá. Mire usted no más la calle principal, trancones y trancones, ya esto de pueblo no tiene nada.

En este punto vale la pena darle un vistazo a los pocos antecedentes que existen de la creciente urbanización en Cajicá. Los datos encontrados son de los años noventa y ya en ese momento advertían el impacto que causaría a esta zona netamente agrícola y lechera la construcción indiscriminada de proyectos de vivienda que hasta ese momento no habían sido aprobados por el Plan de Ordenamiento Territorial (POT). Sin embargo, pese a todo esto los terrenos en esta  población pasaron de un valor de 20 millones de pesos por hectárea a 2000 mil millones, sin contar con los réditos que deja la explotación urbana de este territorio.

En un artículo de la edición 31 del periódico el Observador de Cajicá,  se denuncia como el Concejo Municipal, de la mano con el Alcalde Mauricio Bejarano, aprobó el Plan de Ordenamiento Territorial que a la larga traerá un impacto negativo en la vida de los habitantes del municipio. Según la representante de la comunidad de Aguanica, la Señora Clara Fonseca, el proceso que vive la región ya se ve reflejado en que en solo 14 años Cajicá ha perdido vallados, varias especies de árboles y fauna nativa. “Nos hemos convertido en una ciudad atrasada, congestionada, insegura y fea”

Se habla de alcaldes y exalcaldes investigados por estar involucrados en carteles de contratación que junto con grandes constructoras han comprados miles de hectáreas de siembras de lechuga, alverja y papa, entre otras, para construir conjuntos campestres en los que las casas cuestan de mil millones de pesos en adelante. Unidades residenciales con gimnasio, piscina, canchas de tenis y squash. La otra cara de la moneda: familias humildes que venden sus terrenos por precios muy por debajo de su valor, para trasladarse a la ciudad de donde todos huyen por el estado actual de la movilidad, el alto precio de la propiedad, la inseguridad y el desempleo. Campesinos, como Don Serafín, que perdieron sus viviendas y que están abocados a vivir en inquilinatos, sin seguridad social y sin ningún tipo de pensión ni subvención del estado, que finalmente ha sido el cómplice de las ventas y de la falta de argumentos legales que protejan los terrenos donde se cultivaba. A la larga, una bomba de tiempo en los campos plagados de más gente y menos comida para todos.

 Alguna vez me sentí indignada viendo el documental de Monsanto donde se hablaba de los cultivos transgénicos y de la intervención de semillas para el consumo humano, hoy pienso que de alguna manera se tendrá que dar alimento a los miles de seres humanos que habitamos la tierra. Sin justificar los monopolios. Lo cierto es que en un par de años no habrá nada para nadie si de los cultivos tradicionales hablamos. Somos muy hipócritas, al hablar desde la comodidad de nuestra vida de situaciones de las que no sabemos absolutamente nada. Cuando vemos de cerca las vallas verdes y los letreros de venta de casas todos los días nos preguntamos adónde iremos a parar.                 

- Si tiene hambre pida unas papitas o algo, pan con salchichón.
- No, Don Serafín, gracias, estoy bien así.
- Se me pasó el tiempo, ¿qué horas son a todas estas?
- Faltan diez para las seis.
- Acabo esta cerveza y me voy, tengo que recoger las vacas.
- Yo también tengo que irme ya.
- Perese un momento y nos vamos los dos.
- Bueno, sí señor.

Caminamos un par de calles juntos, en silencio, acompañando nuestros pasos. Yo pensando en todas las cosas que me había dicho, no sé qué pensaba él. Nos separamos en una esquina cualquiera con un apretón de manos y un hasta la vista.  Sigo encontrándome con Don Serafín a diario, él con sus vacas, yo con mis perras. El con su suerte al hombro, yo con la mía.

Hace unos días nos encontramos enfrente de la finca donde hace un par de semanas puede poner a pastar las vacas porque está desocupada. El antiguo agregado fue sacado por los nuevos dueños. Me acerqué a saludarlo. Estaba sentado, muy concentrado ordeñando una de las dos vacas que le quedan, tuvo que vender las otras por falta de pasto para darles, la intensa sequía de la zona desde hace unos  meses ha dificultado la tenencia de los animales.  Me contó que estaba pegado a Dios para que los nuevos propietarios le dieran la oportunidad de cuidar la finca, que eso le ayudaría a no pagar más arriendo y tener unas gallinas y sembrar árboles frutales que tanto le gustan.  Me dio un recorrido por el lugar mostrándome con tristeza como el que se había ido había cortado las plantas de uchuva, tumbado los  árboles de tomate de árbol y otros frutales. Según sus palabras, le dio tanta rabia irse que dijo que tumbaba todo para que nadie lo disfrutara. Cosas de la gente que no se entienden, me dijo mirando con tristeza los palos caídos al lado de la casa cerrada con candado.

- Si me dejan aquí un tiempo, va a ver usted como pongo esto de bonito. Hay muchas cosas para hacer, igual no me preocupa que estén rotos los palos, la naturaleza es hermosa y regresa, toma su tiempo que den fruto pero con cariño esto se vuelve bonito otra vez.
- ¿Y cuánto tiempo podría quedarse aquí?
-  Bueno, eso no se sabe, según lo que me dijeron los dueños esto lo compró Amarilo para un conjunto residencial.  Están esperando a acabar con una obra grande más arriba pero vienen para acá. Yo le pongo un año. Y cinco más para que también construyan el lote de al lado.
-  ¿El de los cultivo de lechuga y alverja?
-  Esos mismos. El miércoles me dicen si me dejan quedar aquí, yo le cuento para invitarla a un tinto.
- Claro, Don Serafín.


Lo deje parado al lado del camino mirando la casita, con los ojitos contentos. Todo un ángel cuidando del reino que, según el Génesis, Dios nos dejó, sin saber que no estábamos preparados para ser jardineros de ningún jardín.


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