Manchas

Manchas

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Crónica de fin de año: La voz propia.

La Voz Propia



Este texto lo pensé leyendo a Leila Guerriero, una cronista y escritora argentina que tiene una obra muy interesante para aquellos que como yo buscan su propia voz. “Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada. Pierdan algo que  les importe. Ejercítense en el arte de perder”

Cuando dejé de trabajar en radio pasé largos días tirada en la cama con una sensación terrible de fracaso. Me alejé de las personas con las que trabajé, intenté no hacer nada importante, pasaba las jornadas mirando series de televisión y pensando ¿ahora qué? Fueron épocas de muchas preguntas pero casi ninguna respuesta. Siempre había la posibilidad de empezar de nuevo, de enviar hojas de vida a los medios de comunicación, pero estaba harta de todo y simplemente quería quedarme quieta y en silencio.

Escuché con atención los consejos de mis familiares y amigos, de las grandes posibilidades que tenía como periodista en el país del Sagrado Corazón pero no veía muchas opciones. Horarios criminales trabajando doce horas al día por un sueldo ridículo y, a lo que más temía, trabajar para personas a las que no les importaba en lo más mínimo quien era yo.   Es simple, usted es reportera, se le asigna una fuente y su oficio es informar todo lo que pase. No hay tiempo para que usted indague, simplemente haga una cuartilla, busque un teléfono para que haga su directo en la franja informativa y ya está. Bueno, pero tenga algo claro, si usted es la primera en hacerlo tiene la ventaja de ser por tres segundos la mejor de una horda de caníbales informativos, sus compañeros de fuente.

En Colmundo Radio tuve la fortuna de hacer cosas que nadie más hacía. Francisco Tulande me dio la posibilidad de entrar de frente a otra realidad: las historias detrás de las noticias. Desde el primer día me retó para dejar de lado el oficio de dar noticias y aprender a mirar con atención qué pasaba cuando  los demás se iban. A muy pocos periodistas les importaba y era común verlos siempre juntos entrevistando las mismas personas, intentando no repetir lo de los otros, una fórmula infalible, diga lo mismo pero con otras palabras, simple. Fue una carrera contra el tiempo hacer lo de todos y después hacer lo mío. 



Uno de los primeros informes que realicé fue sobre los recicladores y el nuevo proyecto del  exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro,  sobre el reemplazo de los animales por carros especiales para ellos. Recuerdo estar corriendo detrás de una zorra con unos zapatos que me tallaban hasta las lágrimas. El hombre que escuchó mis gritos detrás de él, me miró sorprendido y paró en seco para atender a la loca que corría tras sus pasos.

-       ¿Qué puedo hacer por usted? me dijo un señor muy humilde con la ropa sucia al lado de un niño de unos seis años comiéndose un banano.
-       Trabajo para un noticiero y me gustaría hacerle un par de preguntas.
-       Le toca que se suba y me acompañe, son las siete de la mañana y si no le hago rápido pierdo la madrugada.
-       ¿A qué hora se levanta usted?     
-       Cuatro de la mañana, si se puede más temprano.
-       ¿El niño siempre lo acompaña?
-       Juanito es mi nieto y no, es que hoy no tenía colegio y me lo traje, no me gusta dejarlo solo en la casa. El sector donde vivo es peligroso. 
-       ¿Dónde vive?
-       En el barrio El Recreo, cerca de Patio Bonito. Allá vivimos más de 400 familias que trabajamos en el reciclaje. 
-       ¿Y el niño lo ayuda?
-       No, él tiene que estudiar, este trabajo es muy verraco. Yo quiero que tenga otras posibilidades.
-       ¿Hace cuántos años trabaja como reciclador?
-       ¡Uy no! me corchó con esa pregunta, por ahí 20 años.
-       ¿Está de acuerdo  con que le entreguen un motocarro y jubilar al caballo?
-       Pues no sé, lo veo enredado - me contestó mientras se bajaba a recoger unas cajas que estaban tiradas al lado del camino - Es que lo más difícil es que yo por ejemplo no sé manejar, y ahora a sacar permiso  y eso cuesta plata y yo a duras penas consigo para la papa.
-       ¿El caballo tiene nombre?
-       ¡Claro! ¡cómo no va a tener nombre! Mi muchacho se llama Horacio. Él lleva conmigo muchos años y más que un animal es mi amigo y lo quiero.
-       ¿Qué come Horacio?
-       Ese come mejor que nosotros en la casa, zanahoria, pasto que le compro, está muy bien alimentado, mírelo usted misma. Aquí en este gremio hay mucha gente mala pero yo soy de los buenos.


Recorrí con él todo el barrio El Campin,  sentada a su lado viéndolo trabajar. Un hombre esmerado y feliz,  contento de hacer lo que hacía. Nos separamos enfrente de la emisora,  me llevó hasta allá. Varios compañeros se asomaron a la ventana con incredulidad y algo de sorna en sus ojos.  A mí no me importaba, nunca me han importado los comentarios de mis colegas, suelen ser muy destructivos y envidiosos. Para ellos el lema es hacer poco para no cansarse mucho. Armé mi informe, entré a musicalizar con Fabián y al otro día a las ocho de la mañana salió al aire lo que sería mi primer trabajo periodístico para un medio de comunicación. No recibí muchos halagos. Al contrario, recibí una crítica demoledora por mi voz. “Tiene buen contenido pero el ritmo es malo, debe practicar,  le falta mucho pelo pa moña”  me dijo el jefe pluma roja sin determinarme. Llegué a mi casa a escuchar una y otra vez lo que había grabado. ¿Esa era mi voz? No reconocía en esa persona que hablaba nada de mí. El tono me pareció antipático y hasta chillón, me acosté pensando que este sería un fracaso como todos los fracasos de mi vida, qué le íbamos a hacer. 



Sorpresivamente, no desistí y emprendí un camino largo de autocrítica. Algo que, debo confesar, me costó mucho. No es fácil para nadie ser honesto y entender las limitaciones que tiene su voz o lo complicado que puede resultar escuchar,  corregir, volver a empezar, intentarlo y hacerlo aun peor que la primera vez.  Días de desánimo en que lo único que quedaba era emborracharse hasta el culo para desconectarse y hacer otra cosa distinta a trabajar muchas horas ganando casi nada y con muchas ganas de mandar todo a la mierda. Pero no era posible renunciar, me llené de ganas de triunfar y conseguí parcialmente un par de logros. Fui nominada al premio Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB) a mejor crónica radial con un trabajo sobre las inundaciones invernales al sur de Bogotá.  No gané. Gané el premio Fenosa por una crónica sobre los beneficios del gas natural,  tres millones de pesos que invertí en mi perrita Mona que acababa de recoger de la calle muy enferma y que  estuvo en el hospital más de un mes. Esa fue la gasolina que empezó a llenar mi cerebro de sueños acalorados sobre ser famosa, ganarme un Simón Bolívar y ser la próxima Yineth Bedoya, cómo no. Hasta pensé en la CNN, sí, cómo no. Tuve que enfrentar una lucha a muerte con mi vanidad y mi soberbia, cometí muchos errores pero en ese momento lo importante era figurar, lo demás me tenía sin cuidado.


Entonces, llegó la liberación de los últimos secuestrados por las Farc en Villavicencio. No existía en la emisora ningún tipo de presupuesto para los periodistas, no viáticos, no pasajes de avión como para los medios grandes.  Nada para nadie. Hablé con Pacho y le dije que mis padres vivían allá, que yo me iba. En un par de horas estaban los permisos tramitándose en el Ministerio de Defensa y Eduardo Carrillo, quien cubría orden público, y yo, montados en su carro rumbo a lo que sería una de las experiencias más hermosas de mi vida. La historia de mi compañero de travesía se las resumo así: un reportero de calle pensionado de RCN. Un tipo de 65 años, atlético y rubio, con los ojos más sinceros que he conocido hasta hoy. Guerrero de mil batallas. Humilde como solo lo pueden ser los seres humanos hechos de calle y sufrimiento. Militar retirado y de esos periodistas que no le hacen loby a nadie porque no tienen que presumir de nada,  son los mejores en lo que hacen. Su trabajo los define. Su voz es propia, única, grande como él. Aunque él no lo sabe, me salvo del precipicio, me enseñó que la lucha es conmigo, que no necesito ser reconocida para tener éxito y,  lo más importante,  que no necesito pertenecer a una corporación para hacer lo mío.

Fueron tres días del más intenso trabajo sin nada. Teníamos teléfonos obsoletos cargados con 20 mil pesos de minutos para hacer los directos en las horas principales del noticiero. Tres minutos en los que, parados al lado de medios internacionales como Reuters, CNN, Caracol entre otros, nos jugábamos el todo para estar ahí sin cómo hacerlo.  Recuerdo que el difunto Antonio José Caballero me pasó su Blackberry para que pudiera llamar al noticiero para decir que los operativos se cancelaban por problemas climáticos.  Puta vida la mía sin minutos y con ese calor tan bravo.

-       ¡Tiene que cambiar de teléfono! - me dijo con cara de malo.
-       Sí señor, lo que pasa es que no he tenido plata.
-       Con esa flecha la caga, eso no sirve para nada.
-       Sí, yo sé.
-       ¿Para quién trabaja?
-       Colmundo Radio.
-       ¿Cristiana para acabarla de cagar?
-       No señor,  soy normal.
-       Yo si dije, cara de beata no tiene. ¿Ese Chamorro, con todo lo que roba con el diezmo en su iglesia privada, no tiene para darles a ustedes un buen teléfono? ¡Ese es mucho hijueputa!  - Yo me reí entre dientes - ¿Usted trabaja con Pacho?
-       Sí señor.
-       No me diga señor que me siento como un anciano. Salúdelo de mi parte. Tenemos que salir a tomarnos unos wiskis con él.
-       Sí claro, le contesté sabiendo que eso jamás sucedería. Y jamás  pasó, qué lástima.

Fue también la única y última vez que vi a Antonio José Caballero. Un terremoto que cuando pasaba a tu lado te dejaba sin palabras, que casi nunca reparaba en nadie, absorto en su trabajo, buscando las voces de los otros. Yo lo miraba de lejos, camuflada, para mí es y será una leyenda. Tuve la fortuna de conocerlo, eso es lo que queda cuando se apagan las luces y estás solo. No pretendo, y lejos estaría de hacerlo, decir que fue mi amigo o algo parecido. Imagino que me vio en medio de la nada luchando contra mi suerte y quiso echarme una mano. Se lo agradezco profundamente aun cuando han pasado muchos años. ¡Grande Caballero!



Y como la vida de todos se resume en pequeños momentos, evoco lo que se esconde a veces en mi cabeza. Hoy cuando estaba sentada, viendo jugar mis perritas, pensé en esta historia. Algunos de ustedes la leerán, a otros no les interesará en lo más mínimo y no importa. El ejercicio de escribir es un acto de memoria tan complejo que regresas a ese momento y no quieres dejarlo ir, será quizás esta la única manera de evitar que se evapore. Como dice Leila “ Estar un poco infeliz a veces te ayuda a escribir, que no haya nadie en casa a veces te ayuda a escribir, escuchar a Miguel Bosse a veces ayuda a escribir, tener miedo no ayuda a escribir, mirar por la ventana ayuda a escribir”

Recuerdo una tarde en que estaba embolatando el almuerzo porque no tenía plata y  me llamó Tulande a su oficina para hablar conmigo. Me miró desde su silla, que casi nunca ocupaba porque siempre estaba afuera, y me dijo que me sentara. Yo siempre que estaba enfrente de este hombre palidecía. No he conocido jamás a un ser humano con una fuerza tan arrasadora como la de él. No hay puntos medios, no hay manera de hacer un mal trabajo, no hay ningún tipo de concesión para no hacer el mejor esfuerzo, para no entregar un texto bien armado, investigado y bien ejecutado. Me quedé anclada en mi sitio sin saber a dónde mirar.

-  ¿Usted está como aburrida o es mi impresión?
-  Cansada
-  ¿De qué?
-  De no ver ningún progreso
-  ¿A qué se refiere?
-  A mi trabajo, siento que no mejoro.
-  Si usted lo dice -  me contestó seco - La única manera de ser el mejor es no creerse el cuento.    Cuando uno cree que lo sabe todo y que es la vaca que más caga, apague y vámonos.  Suba a           recursos humanos y diga que ya pasó el periodo de prueba,  que la contraten.  ¿Cuánto tiempo lleva  aquí?
- Tres meses.
-  Listo,  entonces que eso sea un aliciente para seguir, usted es una periodista con grandes capacidades. Lo único malo es que tiene un talento nato para llevar la contraria y pelear con todo el mundo. Eso a la larga, Yineth, va a jugar en su contra. No hay un solo día que no escuche que esta agarrada con alguien. Y aunque sé que usted es la primera que llega y la última que se va y que es una máquina para hacer bien lo que hace, un día de estos no va a haber nadie aquí que quiera trabajar con usted.
-  Eso lo sé.
-  Antes de que se vaya, mire, le guardé esta revista.  Es un compilado de los ganadores de este año del Premio Simón Bolívar. Preste mucha atención a la crónica de Salcedo Ramos, La Eterna Parranda. Léala con mucha atención y mire con lupa la manera como este escritor hace su trabajo. La crónica es un género periodístico que no todo el mundo puede hacer aunque ahora todos se crean que lo hacen. Usted tiene la mirada, ajuste las percepciones, recree con atención la voz de los otros, sea justa con las historias de los otros, no minimice los detalles jamás, cuando tenga alguien al frente mírelo a los ojos, interésese por todo lo que esa persona tenga que contarle. Mire dónde vive, con quién, cómo le habla a los otros, no lo pierda de vista ni un segundo. Todo lo que usted pueda ver en ellos es lo que hará una buena historia.  No tenga miedo de arriesgarse, de entregarse, de jugárselo todo por retratar la vida de alguien que tiene algo que el mundo quiere escuchar. El reto es dejar sus emociones a un lado, entender que por más triste y desgarrador que sea lo que tiene al frente, usted está ahí por alguna razón.  Si usted quiere hacer justicia en este mundo su único compromiso es contar sin remilgos lo que ellos tienen que decir. Lo demás ya es cosa suya. Llegarán muchos días en que se preguntará por qué la injusticia, por qué la muerte, por qué el dolor, eso tiene que reflejarlo en lo que escribe, no en lo que usted siente.
- ¿Y si me dan ganas llorar?
- Pues llore, pero trabaje. Sufra, pero escriba. Esa es la única manera de crecer,  de ver el mundo tal cual es.



Y hablando de ganas de llorar, me acordé de que pocos días después tuve que ir a cubrir las inundaciones en el barrio El Recreo en Bosa. Se había desbordado un caño y había arrasado las viviendas de un centenar de familias. Llegué a eso de las siete de la mañana con mi única arma: mi grabadora. El olor a alcantarilla era insoportable, el paso a particulares estaba prohibido. Mostré mis credenciales y entré a lo que serían tres días de miseria infinita. Madres ojerosas con niños a medio vestir de la mano, abuelas tratando de salvar de las aguas negras colchones, televisores, lavadoras; gritos de los que se habían quedado atrapados en los pisos altos pidiendo agua y asistencia médica. Yo con los  zapatos llenos de barro de aquí para allá sin saber qué hacer y la voz de Tulande repitiéndose una y otra vez: su trabajo es contar las historias,  si tiene que llorar hágalo pero tiene que contarlo. Recuerdo a una anciana anegada en lágrimas tratando de cubrir con un plástico lo poco que le había quedado y yo a su lado muda, sin saber qué decir.

-       Señorita ¿usted me puede cuidar las cositas mientras voy a ver mi casa? No me demoro.
-       Sí,  tranquila, yo me quedo aquí.
-       Es que anoche entraron al apartamento los ladrones y se llevaron todo. Solo me quedaron trastes. Hasta la ropa se la robaron.
-       ¿Y usted con quién vive?
-       Con mi hija, el esposo y mis tres nietos.
-       ¿Y están bien ellos?
-       Sí,  pero a los niños tocó sacarlos para donde unos familiares, se enfermaron por el frío y el mal olor.
-       ¿Y su hija dónde está?
-       Haciendo fila en la Cruz Roja para que le hagan un chequeo, se ha sentido muy mal. Llevamos toda la noche a la intemperie, estamos agotados.
-       ¿En que trabajan ellos? Su hija y el esposo.
-       Ella es secretaria de un consultorio jurídico y Mario trabaja en una fábrica automotriz.
-       ¿Y qué van a hacer ahora?
-       No sabemos - me dijo la anciana mientras se secaba las lágrimas con la manga del saco -Perdimos todo, estamos en la calle. Ese apartamento ni siquiera se  ha acabado de pagar y ya no hay como vivir ahí.
-       ¿Y anoche, qué fue lo que pasó?
-       Un estruendo en el baño.  Un golpe, algo muy raro. Me fui a mirar rápido porque pensé que se había caído uno de los niños. Cuando abrí la puerta por el sanitario salía un líquido negro a borbotones. De un momento a otro una avalancha de agua podrida avanzaba por toda la casa. En un par de minutos ya nos llegaba a la rodilla. Fue cuando nos dimos cuenta de que si no salíamos en ese mismo momento nos ahogábamos en ese lodazal. Gracias a Dios  Mario estaba en la casa y cogió los niños y empezó a sacarlos. Estábamos sin luz desde las dos de la tarde y no había parado de llover en todo el día.
-       ¿Y usted cómo salió?
-       Yo ni sé.  Solo recuerdo esa agua espesa en mi cintura, un frío penetrante en el cuerpo y un miedo terrible a que se murieran mis nietos. Yo ya estoy vieja, qué más da, pero  ellos apenas están comenzando a vivir.
-       Y  después de que salieron ¿qué pasó?
-       Pues nosotros estuvimos luchando contra esa corriente por ahí media hora. Nos tropezábamos unos con otros. Se veían algunas luces de linterna. Muchos gritos de angustia, mucho desespero hasta que unas  manos nos ayudaron a salir y quedamos aquí mismo, no me he movido. Ya se nos secó la ropa pero pasamos toda la noche tiritando. Unos vecinos que nos vieron trajeron unas cobijas y envolvimos a los chiquitos. Toda la noche en vela llorando y oyendo gritos. La dejo un ratico, voy a pasar revista a la casa, así sea de lejos, los amigos de lo ajeno  están rondando por todas partes.

Mientras la esperaba llegaron los duros, los que no piden permiso, los dueños de la verdad a medias. Una móvil con un gran logo de RCN  y una hermosa modelo bellamente vestida abría la puerta para salir triunfal en sus hermosos zapatos de diseñador,  peinado y maquillaje impecable. Yo era una más de los damnificados, una periodista de la AM con un sueldo miserable que podía ser a todas luces una más de ellos. Una mirada de “selfie” a los espejos de la móvil,  un micrófono inalámbrico en la solapa y unos pocos amagues de directo para la franja informativa de medio día. No existía nada para esa hija de puta, solo ella y su escenario. Solo ella y su hermosa apariencia. No existía en ese lugar una sola persona más importante que ella. A dedo escogía las personas que quería que hablaran, no sin antes aclararles lo que tenían que decir, por favor no se salgan del libreto. Si pueden llorar no pasa nada pero tienen un minuto, igual los cortan. Esa actitud tan propia de las presentadoras que tienen la facultad de levitar dentro de la gente como seres de otro mundo. Siempre las observé con curiosidad morbosa y he llegado a la conclusión que están perfectamente diseñadas para hablar bien y fluido,  que no reparan mucho en los otros, es como si una bruma espesa las separara de los demás mortales. Pero son buenas en su oficio, diría también que las personas las tratan de manera particular, que hay un culto estúpido hacia ellas que definitivamente las reafirma y las hace más fuertes para pisotear a los otros.  

Y fue así como divagué tres días enteros entre perros famélicos, niños solitarios y mi propia cabeza diciéndome una y otra vez que si ese era mi destino tendría que encontrar mi propia voz si quería sobrevivir a un lugar injusto, triste y horrible. Tendría que hacer algo distinto a toda esa mierda. Y puede pasar que no lo haya logrado, pero a final de cuentas escribo para llorar, escribo para reír, escribo para decir: yo estuve ahí.  Y lo mejor o lo peor de todo es que de esta  experiencia nació: “Con el Agua hasta el cuello”, la crónica nominada al CPB. Todos ellos se quedaron en mi corazón y en mi historia, no ha pasado un solo día en que no los recuerde, en que no me pregunte dónde estarán,  ellos nunca fueron para mí una noticia, ellos, y cada uno de los que vivieron a mi lado esta travesía, son parte de quien soy. Ayudé a la anciana a buscar sus cosas y a apilarlas viendo como con un trapo sucio las secaba, era quizá lo único que le quedaba en la vida y una dignidad hermosa que aun hoy recuerdo y atesoro.  También vi cómo se iban todos los grandes noticieros, cómo cuando caía la noche solo quedaban ellos a su suerte y entendí que mi oficio es demoledor que cuando estas parado al lado de gente que sufre me es imposible sustraerme a esa realidad, para mí no hay nada más que eso.  Por eso el ejercicio de escribir es quizás la única manera de salvarme de la tristeza de ver lo he tenido que ver y estar en los lugares en los que he estado. Nunca volví a ser la misma persona.  



En los tiempos libres, en las tardes cuando no había nadie en la emisora, yo me quedaba en silencio leyendo. Me interesé por Leila Gerriero y los Suicidas del fin del mundo, Martín Caparrós, Gabriela Weiner, una peruana muy brava que hace periodismo gonzo, que se mete a los prostíbulos, que escribe desde adentro, que folla, que fuma hierba, que hace lo que muy pocos hacen, escribe desde su propia piel.  Me obsesioné con Salcedo Ramos, leí la Eterna Parranda, De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, El testamento del viejo Mile, Senén el precursor, El eterno retorno de champión, la historia de Rocky Valdez, entre otras.

Empecé a confrontarme con el mundo del periodismo y de la razón por la cual está ahí. Como casi ya nadie me hablaba, me entretuve escribiendo y nació mi primer libro infantil que se llama la Flor de cerezo. En medio de tanta realidad mi cabeza optó por escapar a un mundo pequeño y hermoso, creé a Hikari, a Tomoko y Abdel, pasé muchos días escribiendo y soñando un mundo distinto al que me tocaba vivir a diario y que me agotaba emocionalmente.  Entre en una guerra frontal con mis compañeros de reparto que me odiaban por sincera. Jamás he sido capaz de simular nada en mi vida y odiaba la mediocridad y la petulancia de todos,  que hablaban y hablaban sin saber de qué. Me fue imposible hacer cosas normales como trabajar en equipo. Me fui alejando poco a poco de todos ellos y terminé en mi escritorio sentada sin ganas de hablar con nadie. En los consejos de redacción era agria porque no entendía las políticas de la empresa, porque en este país y en el mundo la información es un negocio. No entendía por qué ganaba tan poco, ´por qué tenía que hacer parte de un sistema deshumanizado que se llama la reporterÍa de calle donde estás todo el día al rayo del sol o al agua.  Así que un día cualquiera  no regresé,  preferí quedarme en casa tirada en la cama mirando el techo. Renuncié,  me largué. Por eso soy una sombra a la que no le importa el reconocimiento.

Aunque a veces me olvidó por momentos e intento enviar un par de hojas de vida y recibo mensajes desalentadores de personas que tienen agencias de publicidad  y ostentan cargos importantes.  El último decía:  “ Yinecita, necesito personas que manejen contenido serio” y yo con todas las ganas que tenía de mandarlo a la mierda, le contesté:  Gracias por tu atención, solo me gustaría aclarar que tengo formación en Periodismo y he trabajado en medios escritos y puedo escribir de temas económicos, políticos y hasta de moda si no hay más.  El hecho de que escriba lo que se me da la gana no me hace menos inteligente o seria para escribir cosas estúpidas, para ganarme la vida. Estoy plenamente dotada para hacer lo que me pidan, puedo escribir para la masa sin dejar ver el menor  atisbo de inteligencia, puedo camuflarme entre el humano promedio y parecer inteligente, locuaz y hasta documentada.

Escribo a quien corresponda, a quien le dé la gana de leerme, no me interesan los amigos de oficio, esos hablan y hablan de un montón de basura, ni las niñas lindas, ellas bailan rock and roll. Yo escribo sola en la inmensidad de mi soledad al ritmo de la música de mi puta cabeza que pelea contra usted, contra ellos, contra mí misma. A las ganas de decir haz lo que tengas que hacer sin pisotear a nadie, sin pasar por encima de los que están a tu lado. Por eso la montaña,  los animales,  por eso el silencio de mi barrio lleno de campesinos; por eso un contacto mínimo con los otros; por eso las lágrimas, la tristeza de los días en que me siento derrotada, fracasada, perdida, sola. Por eso leer, que es lo único que me saca de la amargura. Por eso la historia Interminable de Michael Ende, por eso David Foster Wallace en su broma infinita, Bukowski y sus historias de putas y vino, la Gente del Abismo de Jack London, y la última invitada a mis días: Virginia Woolf Con Una Habitación Propia.  Ella me ha contado al oído grandes secretos, uno de ellos es que cada mujer puede y tiene el deber de encontrar su propio espacio para ser. Lejos del mundo que está hecho para existir. A ella le tocó un mundo machista, que aún existe,  pero decidió usar su propia y única voz para alzarse contra él.  Por eso su obra, por eso su angustia, por eso su destino y su muerte. Por eso esa lucha constante por preguntarse ¿quién soy, cuál es mi camino, por qué el mundo, por qué la vida?  La propia voz es un destino hermosamente maldito, no existe la hipocresía, es tan descarnado que entiendes que no hay nada fuera de ti, que puedes vivir en cualquier lugar, ya sea sola o rodeada de todos, que habrá días de inmensa felicidad pero otros serán agobiantes y vacíos. Es entender que no hay nada afuera, que todo está adentro.   

A mi maestro Francisco Tulande.

Gracias.


miércoles, 3 de agosto de 2016

PUEBLOS MISERABLES



Hace unos 20 años mi padre compró un lote en tierra caliente. La emoción fue grande para una familia humilde que salía una vez al año, si había suerte, un par de días con los gastos restringidos. Éramos tres hijos que estudiaban y la plata que recibían los cuchos era para pagar pensiones y alimentar a los vástagos, de muy buen apetito ellos.

Cuando mi papá le dio la noticia a mi madre no recibió la respuesta que esperaba. Doña María, que siempre desconfiaba del olfato que tenía su marido para los negocios, lo bombardeó con preguntas puntales: ¿Quién le vendió esa vaina? Me imagino que tuvo que encimar un montón de plata ¿No habrá cambiado el carro por un lote en la mierda que no vale nada? A lo que siguió la cara de descontento del pobre hombre que miraba al suelo derrotado por los argumentos de la histérica dama con la que se había casado hacía muchos años. ¡Lo sabía! contestó ella ¡el carrito tan bueno que estaba y lo metió en ese negocio tan pendejo, usted no puede tener nada bueno porque lo regala! ¡yo por allá no voy!    

Sin más que hablar debido a los argumentos de mi madre el tema no se volvió a tocar. Mi padre lidió con calma con los sermones y la cantaleta   pero no dio su brazo a torcer y no vendió la tierra como ella esperaba.  Pasó casi un año y con mucho sacrificio Don Ángel compró un Renault 4 blanco y nos invitó a  todos a conocer la casa. No tardamos en hacer maletas y emprender el camino victorioso hacia nuestro lugar de retiro en vacaciones. Salimos un viernes en la mañana, no me acuerdo de que mes. El baúl atiborrado de bolsas y maletas y una alegría grande por salir de paseo no a un hotel sino a nuestra propia casa en tierra caliente.

En el Cucaracho, como le decía mi hermano Augusto al carro, tomamos la vía Soacha y salimos como quien va para melgar a tomar cerveza y un chapuzón en la piscina. Pero no era ni cerquita, nos esperaban dos horas más de camino. Una carretera en buenas condiciones y muchos restaurantes para almorzar. Fue entretenido el recorrido escuchando rancheras a todo taco y gritándole a mi padre que le bajara el volumen porque nos dolían los oídos. Siempre fue terrible para mis hermanos y para mí tener que soportar una y otra vez la música de cantina de mi papá pero como decía él ¡si no le gusta, bien pueda coja flota! 

No faltó la varada típica, en Girardot porque nos habíamos perdido,  y como no había celulares en ese tiempo nos tocó esperar a que pasara un alma caritativa que nos echara un cable.  A eso de las siete de la noche llegó un hombre gordo de bigote que por casualidad iba pasando, según él era mecánico. Don Ángel ya había encontrado una tienda a la vera del camino y estaba cómodamente sentado tomándose una cerveza sin inmutarse. Nosotros con cara de aburridos jugábamos a contar camiones, buses y carros. Después de un par de maniobras y un par de cervezas  el avezado hombre que nos desvaraba  le dijo  a Augusto mi hermano que arrancara el carro. Encendió sin problemas.  Nos despedimos del bigotón  y nos hicimos a la ruta nuevamente.



Reanudamos la marcha somnolientos.  Mi padre tenía la dirección apuntada en un papel. Al llegar al pueblo tuvimos que preguntar a varias personas a donde dirigirnos. Después de dar vueltas  estábamos parados, señoras y señores, frente a un lote rebosante de maleza con un cerco caído y un montón de árboles frutales pelados. Me gustaría ser positiva en este punto del relato pero ¡válgame Dios si estamos destrozados al ver el terrible panorama que nos esperaba esa noche! No estará pensando Ángel, le dijo mi mamá al hombre que miraba con orgullo la casa desde afuera, que nos quedemos aquí.  ¿Dónde nos vamos a quedar entonces? Espere y mire adentro la casa,  está muy buena,  es que usted siempre se adelanta a los hechos. Todos nos miramos de reojo. Nadie a esas alturas confiaba mucho en mi papá y teníamos razón. Después de luchar contra los matorros y las hojas secas estábamos en frente de un rancho la mitad sin tejas donde como pudimos nos acomodamos. No había luz así que sin más opción nos acostamos a disfrutar lo que sería una de las peores noches de mi vida.  No pegué ojo, si estiraba la cabeza podía contemplar el cielo estrellado. Sí, muy bonito todo pero uno en medio de la noche en un lugar que no conoce y  con el culo al aire no es nada divertido. Para rematar es una zona húmeda y a eso de las cinco de la mañana una llovizna nos dio los buenos días seguida de una caravana de zancudos que nos azotó dejándonos a punto de llorar.



Con la luz del día las cosas empezaron a mejorar. Los vecinos con mucha pena de nosotros  madrugaron a llevarnos café caliente y tamales recién hechos  ¡bendición del cielo! dijo mi madre ojerosa.   Empezamos a ver que en el fondo era un bonito lugar pero que necesitaba trabajo, llevaba muchos años abandonado.  Pedimos prestados un par de machetes y nos la pasamos todo el día limpiando el lote, qué más podíamos hacer. Mi padre compró las tejas que faltaban y subió los tacos y la luz llegó. El fin de semana no fue tan cómodo como esperábamos pero nosotros éramos jóvenes y todo era aventura. Con respecto a la actitud de mi madre las cosas no cambiaban mucho. ¡Aquí no hay donde comer nada, no hay supermercados! ¡esto es un moridero, me picaron los zancudos¡ ¡me duele la cabeza! ¡tengo rasquiña! ¡Está casa necesita mucha cosa, hay que pintar el baño, está terrible, la cocina huele a moho! y así sucesivamente hasta el aburrimiento.  

Con el tiempo y las visitas de medio año  y navidad fuimos conociendo un poco el entorno y sus particulares habitantes e historias. La vecina y sus siete hijas, que a su vez cada una de ellas tenía otros siete hijos, los cuales estaban subidos en los arboles empelotos gritando o en la puerta de nuestra casa esperando a que mi mamá les sacara galletas con leche porque muchos estaban desnutridos y sucios.  Niños en todas partes, como si se multiplicaran por gemación. El rancho donde vivían a punto de derrumbarse y los hijos llegando sin pan debajo del brazo. Ni modo de hacer comentarios sobre anticoncepción porque la que venía de Bogotá era una libertina que tomaba cerveza y fumaba marihuana. ¡Dios nos libre, Virgen santísima, de una hija tan irresponsable como esa! decían los vecinos aterrados del comportamiento de la nueva.  ¡Ella lo que debería es casarse y formar un hogar! cuchicheaban entre ellos.  



Doña Clementina, la vecina, no perdía ocasión de importunarme. Siempre que me veía por ahí se acercaba a la casa y me preguntaba cosas de mi vida.  Mi presencia ejercía en ella un encanto imposible de describir. En varias oportunidades me dijo que al paso que iba me quedaría para vestir santos porque nunca se me conocía novio, que los hijos eran la sal de la vida y que una mujer sin chinos se secaba por dentro. Yo me quedaba pensando a lo que se refería y no lograba entenderla, me salía por la tangente y me largaba dando patadas a las piedras, me fastidiaba esa manera tan estúpida de ver el mundo pero ¿quién era yo para confrontarla? Hasta el día de hoy Doña Clema sigue ahí con su cantaleta de que me quedé solterona. Ahora están los hijos de los hijos gritando por todas partes y la miseria ha avanzado a pasos agigantados. Muchos de esos pelados se han dedicado a ladrones, muchos se torcieron por el bazuco, pero de eso no se habla. Los que se van para Ibagué o para Bogotá a buscar trabajo, de albañiles o de empleadas del servicio, no soportan el frio ni la gente y se regresan para el pueblo. Un lugar detenido en el tiempo donde no hay nada que hacer, solo mirar de reojo al vecino para criticarlo. Hay mucha rabia en sus comentarios, mucho desdén en sus vidas, la pobreza los vuelve agrios y tristes.  Tenía muchas dudas para escribir este texto y debo confesar que estaba a punto de darme por vencida. Busque en internet datos sobre su población, su vegetación, pero fue muy poco lo que encontré:  un documento en pdf donde el panorama es devastador. Fuentes hídricas escasas, suelos no aptos para la agricultura, sequías y toda suerte de desgracias que empezaron a darme luz sobre un espacio que yo conocía en vacaciones pero que en la cotidianidad era un infierno. Agreste para los unos porque simplemente no había trabajo  y para los otros porque nada que hacer.

El pueblo al que me refiero se llama el Guamo y está ubicado en el suroriente del Tolima. Es considerado la capital artesanal de Colombia pero tengo que confesar que en ninguna de mis visitas he visto ni una sola de las artesanías que se mencionan en los folletos de turismo. La temperatura oscila entre los 28 a 33 grados centígrados y la poca brisa hace que la sensación de calor sea sofocante a medio día. Este municipio cuenta con una extensión  de 504.3 km. En su territorio se encuentran gran variedad de mangos, limones, maracuyá y guayaba, sin contar con su producto insignia: el arroz.  El arroz ha sido su bandera y también su maldición. Cuando me refiero a su maldición hablo de las terribles consecuencias que han traído, para los habitantes de esta región, la fumigación y la propagación de plagas como el zancudo y el jején. Nubes de estos animalitos salen de la nada y atacan sin misericordia a  los turistas haciendo que en esta zona los hoteles cierren sus puertas por la poca afluencia de visitantes. Siempre que llevo a algún conocido me dice que es un gran lugar para estar, a la llegada, pero cuando cae la noche y llegan los bichos cambian por completo de opinión, no es agradable, aburre.  De 5 a 6 de la tarde el jején y de 6 en adelante el zancudo. Siempre van una sola vez, muy pocos regresan al paraíso del mosquito. No les insisto mucho en que me acompañen, si quiero quitarme a alguien de encima pronuncio las palabras mágicas ¡nos vamos para el Guamo! y como por arte de magia la gente desaparece.




Una de las épocas más complicadas del pueblo fue en el mandato de Señor Álvaro Uribe Vélez. Aún recuerdo el miedo permanente de la gente y las desapariciones continuas en toda la región. Era muy común llegar a la casa y encontrar un grafiti de lado a lado que decía “limpieza social, si eres drogadicto o maricón vamos a matarte” Cuando llegábamos a la casa ya sabían cuántos éramos, los datos de que mi padre que era pensionado y en que universidades estudiábamos nosotros. Alguna tarde, mientras intentábamos borrar lo que habían escrito en frente de la casa, paró una moto y se bajaron dos hombres con mala cara preguntando por mi padre.

- Venimos a hablar con el dueño de la casa, si no hay problema.
- Soy yo, les dijo mi papá, sigan.

Se  presentaron dando la mano. Cada uno llevaba en el cinturón un arma. Vestían camisa de cuello limpia y bien planchada, joyas en las manos y en el cuello. Había algo en esos tipos que no me gustaba, miraban todo con detenimiento y me observaban con los ojos bien abiertos a la expectativa de cualquier movimiento.    

-          - ¡Don ángel, tiene muy bonita la casa, lo felicito!
-          -   Muchas gracias, respondió mí padre muy serio.
-         -    Lo único malo es que esto permanece solo todo el año y uno no sabe, por aquí hay mucho malandro, se le meten aquí a vivir y se le posesionan.
-          --  No creo, contestó mi papá, por aquí la gente es honrada, en todos estos años no ha pasado nada.
-     - Siempre hay una primera vez para todo, le dijo el tipo riendo entre dientes. Lo que queremos es ayudar, cuidarle la tierra. Eso sí, usted también nos colabora a nosotros con 200 mil pesitos al mes. No es mucho, usted recibe buena platica de pensión. Las cosas aquí en el pueblo han cambiado, ahora estamos a cargo nosotros.
-          -  No sabía, respondió el viejo desconcertado.
-    .   -  Pues ya lo sabe, mi Don, aquí las épocas de hacer lo que se le da la gana a la gente se acabaron. Ahora quien no hace las cosas a lo bien se muere o, si tiene suerte, lo desterramos.  Lo mismo los drogadictos que fuman esa porquería, esos ya saben que si los pillamos por ahí con mañas les va muy mal. Lo que no le sirve al pueblo hay que eliminarlo.
-          -  Ya veo, contestó mi papá.
-          -  Mire los nietos de doña Clema, tan jóvenes y robando. Nosotros ya hablamos con ellos y les dijimos que o se enderezan o se van de aquí y les tocó coger camino para otra parte, aquí no les vamos a tolerar nada de eso.



Mi papá entró a la casa pálido y sacó un arrume de billetes que les entregó con las manos temblorosas  a los tipos. Don Ángel es un tipo bueno, un campesino que trabajó mucho para tener lo que tiene.  Estoy segura de que ese día una parte de él se quebró. Lo vi humillado y avergonzado.  Nunca comentó nada al respecto pero tiene que ser muy difícil para una persona honrada que llegue a su casa un asesino y lo obligue a pagar por estar en su propia tierra. Cosas que solo pasan en el país del sagrado corazón. Cuando se fueron, mi papá se encerró en una de las habitaciones a escuchar las noticias en la radio. No pasaron muchos días y regresamos a Bogotá. Mi papá prometió nunca más volver a ese tierrero.

Hace menos de un mes, después de muchos años, mi papá regresó a hacer el traspaso de las escrituras.  Pagó religiosamente durante más de ocho años la vacuna que le pedían para dejarnos ir a veranear al pueblo. Siempre que se armaba paseo tenía una excusa para ausentarse y cuando le preguntaban si vendía, la respuesta era la misma ¡Eso por allá no vale nada!      

Los paracos me siguieron en todas mis visitas. Los veía en la plaza de mercado mirándome de lejos, observando cuantas cervezas me tomaba. Alguna vez sin saber visité una piscina nueva.  Pedí un par de cervezas y me acosté a leer un rato bajo el sol inclemente del medio día. Veía ir y venir hombres con botas pantaneras y mala cara pero yo nada sabía. Eran los dueños del pueblo que allí se reunían a hablar de negocios, a poner a pelear gallos mientras hablaban de extorciones, secuestros, asesinatos. No sé ni quiero pensar en las cosas espantosas que allí se fraguaron. Tiempos aciagos y malditos que no han terminado, de la mano de los  que nos gobiernan, de los que patrocinan la guerra porque es su mejor negocio. Ellos se pasean en traje por el congreso, el senado y la casa Nariño, muy elegantes mientras mandan a matar indiscriminadamente a los campesinos, mientras roban tierras. Ellos son los únicos que ganan por nuestro destierro.



La casa del Guamo lleva muchos años deshabitada.  Se intentó ponerla en arriendo pero los que llegaban destruían todo a su paso y solo pagaban el primer mes. Muchas veces tocó darles plata para que se fueran a vivir  a otra parte y contratar a alguien para que limpiara la destrucción en la que quedaba la pobre casa. La única persona que la visita regularmente es mi madre. Ella intenta tener el pago de servicios al día, las plantas a raya porque crecen como la mala suerte y lo devoran todo. Ya nadie quiere ir, pareciera como si la desgracia habitara en ese lugar. Los pocos que se atreven pierden dinero de sus billeteras y regresan aburridos, hartos de todo. Sería perfecta esta publicidad: alquilo casa en pueblo miserable donde te roban, las piscinas son asquerosas y los zancudos te matan, todas las comodidades. Fueron muchos los episodios raros en nuestras vacaciones, picaduras de araña a mi hermano que terminaban en hospitalización, malos tragos de los vecinos que terminaban gritándonos que nos largáramos porque cada vez que íbamos poníamos música y nos sentábamos en las mecedoras a jugar parqués o dominó y les molestaba vernos. Los devoraba siempre una rabia profunda contra nosotros que nos íbamos al cabo de unos días. Ellos siempre quedados. No éramos ni hemos sido personas pretenciosas ni ofensivas. Siempre mi mamá les llevaba ropa a los niños y yo también intentaba regalar cosas a las más jovencitas, mi padre siempre era muy amplio con la comida y les regalaba a los chicos para que se comieran un helado. Cosas simples, tampoco hemos tenido mucho dinero. Pero la cortesía de los primeros días se reemplazó por un resentimiento que hasta hoy permanece intacto y es comprensible.  La sinsalida.          



 El viaje de traspaso fue hace poco. El recorrido fue silencioso, en el fondo todos sabíamos que mi padre iba porque le tocaba, porque era ahora o nunca, porque se sentía marchito, si hubiera podido enviar a otra persona lo hubiera hecho. La música sonaba con volumen bajo.  Don Ángel muy anciano cabeceó varias veces cansado por el recorrido. Cuando llegamos miraba con tristeza la casa. Se paró un rato largo a mirar las veranearas que sembró mi madre, porque contra todo pronóstico Doña María, mi madre, se enamoró con locura de esa casa y ha invertido gran parte de sus energías y recursos para arreglarla. Ahora, es ella la que hace oídos sordos a  la cantaleta de mi padre que siempre le dice que eso es perder la plata. ¡Eso es un cagadero! ¡Eso allá nadie lo compra! ¿Quién va a hacer ese negocio tan marica? ¡Solo yo de pendejo sin saber compré eso allá!

El viaje coincidió con las fiestas de San Pedro. Una semana de excesos y baile en todos los barrios. Cabalgatas con los mamonales del pueblo en sus caballos, atropellando a la gente a su paso, con botella de aguardiente Tapa Roja en la mano. Las muchachas más agraciadas haciéndoles caritas para que las cortejen y las saquen de pobres. Carruajes llenos de borrachos tirando harina y gritando como locos. Reinas de belleza con trajes hechos por ellas mismas, llenos de penachos y arandelas. Niños eufóricos detrás de los carros que les tiran dulces y bombombunes. Una gritería constante que cansa, unas fiestas que parecieran que tuvieran como único propósito beber y bailar al ritmo del vallenato y grupos desconocidos de salsa y merengue para olvidar en donde se vive.  El balance: dos muertos, no sé cuántos heridos  y me imagino que, en un par de meses más,  un montón de mujeres embarazadas con caras largas haciendo fila en el único hospital para los controles prenatales.






Iván, un señor muy decente que barre la casa una vez al mes y vigila que nadie entre a robar los pocos muebles que quedan, se acercó a saludar a mi padre con su hija Lida de unos veinte años. Yo estaba sentada al fondo fumando un cigarrillo cuando la muchacha me saludó apenada. No pude evitar observar su avanzado estado de gestación y su amplia sonrisa.

-        -  Buenas tardes niña, me dijo.
-         -  ¿cómo va todo? le contesté tratando de no mirarla mucho.
-         -  Todo muy bien, muy contenta.
-          -   Eso veo, le dije.
-         -    Esperando gemelos, ayer me lo confirmaron.
-         -    ¿Pero usted no tiene ya otros dos niños?
-         -      Sí, claro, están en la casa de mis papás, allá vivimos todos.
-         -      ¿Y usted está trabajando?
-         -      No señora, el embarazo me tiene muy enferma.
-          ¿Y entonces cómo hace?
-         -    Mi papá trabaja en lo que le sale y me ayuda.
-        -    ¿Y el papá de los niños qué dice?
-        -     El  papá de Michael y Estefanía no me ayuda en nada. Dice que los niños no son de él.
-       .     ¿Y entonces como va hacer con otros dos?
-        -  Ni idea, me dijo entre risas. Igual el médico me dijo que es mejor no tener más hijos porque tengo problemas de matriz.
-       -   Lo que yo creo es que usted tiene que operarse para no tener más hijos. No importa si el problema es de salud, yo no me imagino usted en unos años llena de muchachos que no puede mantener, eso es una irresponsabilidad suya. Intente que la operen después del parto y a ponerse a trabajar juiciosa y a sacar esos niños adelante.
-       -   Si señora, esa es la idea, me dijo mirando al suelo distraída. Esperar a ver como sigo, lo que más me da rabia es no poder ir esta noche a bailar en las fiestas, mi papá no me deja ir. ¿Usted no va a bailar? ¡es más chévere!
-        -   No, a mí no me gusta esa vaina.
-         -   ¿Y vino sola o trajo al marido?
-       -   No lida, yo no tengo marido, tengo una relación con un hombre y vivo con él. Eso del matrimonio nunca me ha sonado.
-        -   Pero tiene que casarse y tener hijos, eso es muy bonito.
-        -    La verdad no me interesa ese tema.  ¿Y usted si se piensa casar?
-        -   Pues claro, uno nunca sabe cuando llega el amor. 



Fue una visita breve. Yo me quedé pensando en que algo mal tenemos que estar haciendo como sociedad para que una mujer de 20 años no entienda que tiene que usar anticonceptivos, que tiene que tener una vida sexual responsable y no estar cada año pariendo muchachos para que se los mantenga el papá; que esa idea del amor es una equivocación absoluta y que una mujer no es más ni menos por tener un montón de hijos; que la vida es más que las fiestas de San Pedro donde se emborrachan y las preñan; que uno en la vida por más humilde que sea puede estudiar, leer, intentar ser una persona educada o al menos tener criterio para saber qué quiere para su vida.  Habrá que esperar a ver cuándo le llega el amor a esa muchacha, al paso que va poblará el mundo en un abrir y cerrar de piernas.

Para finalizar, los paramilitares se mataron entre ellos por plata y tierras. Empezaron a amanecer boca arriba en las cañadas. Otros tirados con carteles en el parque principal hechos trizas a punta de torturas. La casa donde se reunían está cerrada con candado y nadie quiere comprarla por miedo a los fantasmas que allí habitan. Dicen que por las noches se escuchan los gritos y llantos de las personas que fueron torturadas y asesinadas. Leyendas rurales, no lo sé. Lo único de lo que tengo certeza es que este pueblo es extraño, sus habitantes también lo son. Los papeles quedaron a mi nombre y no sé muy bien qué hacer con la casa. La recorrí varias veces en mi estadía intentando encontrar una conexión con ella pero fue inútil. Pareciera como si le gustara estar deshabitada, acostumbrada quizás a tantos años de continua soledad. Siempre he creído que el espíritu de ese lugar es el vacío, la nada. Cerramos las puertas y tomamos el camino de regreso a Bogotá. Cada vez estamos más lejos de nuestra casa soñada en tierra caliente.  Por eso la casa del Guamo no se vende,  porque nadie quiere comprarla y ni siquiera se ofrece,  para qué. Quizás sea de nosotros para siempre muy a nuestro pesar. Ha sobrevivido al paramilitarismo, a la rabia de mi madre, al desencanto de Don Ángel, a las fiestas que hice con Dayana, Liliana, Ángela, Fabián a punta de rock y guaro, ha sobrevivido a una época de este país y a las historias de mi familia que son muchas, que más se puede pedir. Por si acaso, y a alguien le interesa comprarla, informes aquí. Gracias.  




Está crónica aplica para muchos pueblos, Comalas, Macondos, Santamarías, Estatierras y Siberias.