Hace unos 20 años mi padre compró
un lote en tierra caliente. La emoción fue grande para una familia humilde que
salía una vez al año, si había suerte, un par de días con los gastos
restringidos. Éramos tres hijos que estudiaban y la plata que recibían los
cuchos era para pagar pensiones y alimentar a los vástagos, de muy buen apetito
ellos.
Cuando mi papá le dio la noticia
a mi madre no recibió la respuesta que esperaba. Doña María, que siempre
desconfiaba del olfato que tenía su marido para los negocios, lo bombardeó con
preguntas puntales: ¿Quién le vendió esa vaina? Me imagino que tuvo que encimar
un montón de plata ¿No habrá cambiado el carro por un lote en la mierda que no
vale nada? A lo que siguió la cara de descontento del pobre hombre que miraba
al suelo derrotado por los argumentos de la histérica dama con la que se había
casado hacía muchos años. ¡Lo sabía! contestó ella ¡el carrito tan bueno que
estaba y lo metió en ese negocio tan pendejo, usted no puede tener nada bueno
porque lo regala! ¡yo por allá no voy!
Sin más que hablar debido a los
argumentos de mi madre el tema no se volvió a tocar. Mi padre lidió con calma
con los sermones y la cantaleta pero no dio su brazo a torcer y no vendió la
tierra como ella esperaba. Pasó casi un
año y con mucho sacrificio Don Ángel compró un Renault 4 blanco y nos invitó
a todos a conocer la casa. No tardamos
en hacer maletas y emprender el camino victorioso hacia nuestro lugar de retiro
en vacaciones. Salimos un viernes en la mañana, no me acuerdo de que mes. El
baúl atiborrado de bolsas y maletas y una alegría grande por salir de paseo no
a un hotel sino a nuestra propia casa en tierra caliente.
En el Cucaracho, como le decía mi
hermano Augusto al carro, tomamos la vía Soacha y salimos como quien va para
melgar a tomar cerveza y un chapuzón en la piscina. Pero no era ni cerquita,
nos esperaban dos horas más de camino. Una carretera en buenas condiciones y
muchos restaurantes para almorzar. Fue entretenido el recorrido escuchando
rancheras a todo taco y gritándole a mi padre que le bajara el volumen porque
nos dolían los oídos. Siempre fue terrible para mis hermanos y para mí tener
que soportar una y otra vez la música de cantina de mi papá pero como decía él ¡si
no le gusta, bien pueda coja flota!
No faltó la varada típica, en
Girardot porque nos habíamos perdido, y
como no había celulares en ese tiempo nos tocó esperar a que pasara un alma
caritativa que nos echara un cable. A
eso de las siete de la noche llegó un hombre gordo de bigote que por casualidad
iba pasando, según él era mecánico. Don Ángel ya había encontrado una tienda a
la vera del camino y estaba cómodamente sentado tomándose una cerveza sin
inmutarse. Nosotros con cara de aburridos jugábamos a contar camiones, buses y
carros. Después de un par de maniobras y un par de cervezas el avezado hombre que nos desvaraba le dijo a Augusto mi hermano que arrancara el carro. Encendió
sin problemas. Nos despedimos del
bigotón y nos hicimos a la ruta
nuevamente.
Reanudamos la marcha
somnolientos. Mi padre tenía la
dirección apuntada en un papel. Al llegar al pueblo tuvimos que preguntar a
varias personas a donde dirigirnos. Después de dar vueltas estábamos parados, señoras y señores, frente
a un lote rebosante de maleza con un cerco caído y un montón de árboles
frutales pelados. Me gustaría ser positiva en este punto del relato pero ¡válgame
Dios si estamos destrozados al ver el terrible panorama que nos esperaba esa
noche! No estará pensando Ángel, le dijo mi mamá al hombre que miraba con
orgullo la casa desde afuera, que nos quedemos aquí. ¿Dónde nos vamos a quedar entonces? Espere y
mire adentro la casa, está muy buena, es que usted siempre se adelanta a los hechos.
Todos nos miramos de reojo. Nadie a esas alturas confiaba mucho en mi papá y
teníamos razón. Después de luchar contra los matorros y las hojas secas
estábamos en frente de un rancho la mitad sin tejas donde como pudimos nos
acomodamos. No había luz así que sin más opción nos acostamos a disfrutar lo
que sería una de las peores noches de mi vida.
No pegué ojo, si estiraba la cabeza podía contemplar el cielo estrellado.
Sí, muy bonito todo pero uno en medio de la noche en un lugar que no conoce
y con el culo al aire no es nada
divertido. Para rematar es una zona húmeda y a eso de las cinco de la mañana
una llovizna nos dio los buenos días seguida de una caravana de zancudos que
nos azotó dejándonos a punto de llorar.
Con la luz del
día las cosas empezaron a mejorar. Los vecinos con mucha pena de nosotros madrugaron a llevarnos café caliente y
tamales recién hechos ¡bendición del
cielo! dijo mi madre ojerosa. Empezamos
a ver que en el fondo era un bonito lugar pero que necesitaba trabajo, llevaba
muchos años abandonado. Pedimos
prestados un par de machetes y nos la pasamos todo el día limpiando el lote,
qué más podíamos hacer. Mi padre compró las tejas que faltaban y subió los tacos
y la luz llegó. El fin de semana no fue tan cómodo como esperábamos pero
nosotros éramos jóvenes y todo era aventura. Con respecto a la actitud de mi
madre las cosas no cambiaban mucho. ¡Aquí no hay donde comer nada, no hay
supermercados! ¡esto es un moridero, me picaron los zancudos¡ ¡me duele la
cabeza! ¡tengo rasquiña! ¡Está casa necesita mucha cosa, hay que pintar el baño,
está terrible, la cocina huele a moho! y así sucesivamente hasta el
aburrimiento.
Con el tiempo y las visitas de
medio año y navidad fuimos conociendo un
poco el entorno y sus particulares habitantes e historias. La vecina y sus
siete hijas, que a su vez cada una de ellas tenía otros siete hijos, los cuales
estaban subidos en los arboles empelotos gritando o en la puerta de nuestra
casa esperando a que mi mamá les sacara galletas con leche porque muchos
estaban desnutridos y sucios. Niños en
todas partes, como si se multiplicaran por gemación. El rancho donde vivían a
punto de derrumbarse y los hijos llegando sin pan debajo del brazo. Ni modo de
hacer comentarios sobre anticoncepción porque la que venía de Bogotá era una
libertina que tomaba cerveza y fumaba marihuana. ¡Dios nos libre, Virgen
santísima, de una hija tan irresponsable como esa! decían los vecinos aterrados
del comportamiento de la nueva. ¡Ella lo
que debería es casarse y formar un hogar! cuchicheaban entre ellos.
Doña Clementina, la vecina, no
perdía ocasión de importunarme. Siempre que me veía por ahí se acercaba a la
casa y me preguntaba cosas de mi vida. Mi
presencia ejercía en ella un encanto imposible de describir. En varias
oportunidades me dijo que al paso que iba me quedaría para vestir santos porque
nunca se me conocía novio, que los hijos eran la sal de la vida y que una mujer
sin chinos se secaba por dentro. Yo me quedaba pensando a lo que se refería y
no lograba entenderla, me salía por la tangente y me largaba dando patadas a
las piedras, me fastidiaba esa manera tan estúpida de ver el mundo pero ¿quién
era yo para confrontarla? Hasta el día de hoy Doña Clema sigue ahí con su
cantaleta de que me quedé solterona. Ahora están los hijos de los hijos
gritando por todas partes y la miseria ha avanzado a pasos agigantados. Muchos
de esos pelados se han dedicado a ladrones, muchos se torcieron por el bazuco,
pero de eso no se habla. Los que se van para Ibagué o para Bogotá a buscar
trabajo, de albañiles o de empleadas del servicio, no soportan el frio ni la
gente y se regresan para el pueblo. Un lugar detenido en el tiempo donde no hay
nada que hacer, solo mirar de reojo al vecino para criticarlo. Hay mucha rabia
en sus comentarios, mucho desdén en sus vidas, la pobreza los vuelve agrios y
tristes. Tenía muchas dudas para
escribir este texto y debo confesar que estaba a punto de darme por vencida.
Busque en internet datos sobre su población, su vegetación, pero fue muy poco
lo que encontré: un documento en pdf
donde el panorama es devastador. Fuentes hídricas escasas, suelos no aptos para
la agricultura, sequías y toda suerte de desgracias que empezaron a darme luz
sobre un espacio que yo conocía en vacaciones pero que en la cotidianidad era un
infierno. Agreste para los unos porque simplemente no había trabajo y para los otros porque nada que hacer.
El pueblo al que me refiero se
llama el Guamo y está ubicado en el suroriente del Tolima. Es considerado la
capital artesanal de Colombia pero tengo que confesar que en ninguna de mis
visitas he visto ni una sola de las artesanías que se mencionan en los folletos
de turismo. La temperatura oscila entre los 28 a 33 grados centígrados y la
poca brisa hace que la sensación de calor sea sofocante a medio día. Este
municipio cuenta con una extensión de
504.3 km. En su territorio se encuentran gran variedad de mangos, limones,
maracuyá y guayaba, sin contar con su producto insignia: el arroz. El arroz ha sido su bandera y también su
maldición. Cuando me refiero a su maldición hablo de las terribles
consecuencias que han traído, para los habitantes de esta región, la fumigación
y la propagación de plagas como el zancudo y el jején. Nubes de estos
animalitos salen de la nada y atacan sin misericordia a los turistas haciendo que en esta zona los
hoteles cierren sus puertas por la poca afluencia de visitantes. Siempre que
llevo a algún conocido me dice que es un gran lugar para estar, a la llegada,
pero cuando cae la noche y llegan los bichos cambian por completo de opinión,
no es agradable, aburre. De 5 a 6 de la
tarde el jején y de 6 en adelante el zancudo. Siempre van una sola vez, muy
pocos regresan al paraíso del mosquito. No les insisto mucho en que me acompañen,
si quiero quitarme a alguien de encima pronuncio las palabras mágicas ¡nos
vamos para el Guamo! y como por arte de magia la gente desaparece.
Una de las épocas más complicadas
del pueblo fue en el mandato de Señor Álvaro Uribe Vélez. Aún recuerdo el miedo
permanente de la gente y las desapariciones continuas en toda la región. Era
muy común llegar a la casa y encontrar un grafiti de lado a lado que decía “limpieza
social, si eres drogadicto o maricón vamos a matarte” Cuando llegábamos a la
casa ya sabían cuántos éramos, los datos de que mi padre que era pensionado y
en que universidades estudiábamos nosotros. Alguna tarde, mientras intentábamos
borrar lo que habían escrito en frente de la casa, paró una moto y se bajaron
dos hombres con mala cara preguntando por mi padre.
- Venimos a hablar con el dueño
de la casa, si no hay problema.
- Soy yo, les dijo mi papá, sigan.
Se presentaron dando la mano. Cada uno llevaba
en el cinturón un arma. Vestían camisa de cuello limpia y bien planchada, joyas
en las manos y en el cuello. Había algo en esos tipos que no me gustaba,
miraban todo con detenimiento y me observaban con los ojos bien abiertos a la
expectativa de cualquier movimiento.
- - ¡Don ángel, tiene muy bonita la casa, lo
felicito!
- - Muchas gracias, respondió mí padre muy serio.
- - Lo único malo es que esto permanece solo todo el
año y uno no sabe, por aquí hay mucho malandro, se le meten aquí a vivir y se
le posesionan.
- -- No creo, contestó mi papá, por aquí la gente es
honrada, en todos estos años no ha pasado nada.
- - Siempre hay una primera vez para todo, le dijo el
tipo riendo entre dientes. Lo que queremos es ayudar, cuidarle la tierra. Eso
sí, usted también nos colabora a nosotros con 200 mil pesitos al mes. No es
mucho, usted recibe buena platica de pensión. Las cosas aquí en el pueblo han
cambiado, ahora estamos a cargo nosotros.
- - No sabía, respondió el viejo desconcertado.
- . - Pues ya lo sabe, mi Don, aquí las épocas de
hacer lo que se le da la gana a la gente se acabaron. Ahora quien no hace las
cosas a lo bien se muere o, si tiene suerte, lo desterramos. Lo mismo los drogadictos que fuman esa
porquería, esos ya saben que si los pillamos por ahí con mañas les va muy mal. Lo
que no le sirve al pueblo hay que eliminarlo.
- - Ya veo, contestó mi papá.
- - Mire los nietos de doña Clema, tan jóvenes y
robando. Nosotros ya hablamos con ellos y les dijimos que o se enderezan o se
van de aquí y les tocó coger camino para otra parte, aquí no les vamos a
tolerar nada de eso.
Mi papá entró a la casa pálido y
sacó un arrume de billetes que les entregó con las manos temblorosas a los tipos. Don Ángel es un tipo bueno, un
campesino que trabajó mucho para tener lo que tiene. Estoy segura de que ese día una parte de él se
quebró. Lo vi humillado y avergonzado. Nunca
comentó nada al respecto pero tiene que ser muy difícil para una persona honrada
que llegue a su casa un asesino y lo obligue a pagar por estar en su propia tierra.
Cosas que solo pasan en el país del sagrado corazón. Cuando se fueron, mi papá
se encerró en una de las habitaciones a escuchar las noticias en la radio. No
pasaron muchos días y regresamos a Bogotá. Mi papá prometió nunca más volver a
ese tierrero.
Hace menos de un mes, después de
muchos años, mi papá regresó a hacer el traspaso de las escrituras. Pagó religiosamente durante más de ocho años
la vacuna que le pedían para dejarnos ir a veranear al pueblo. Siempre que se
armaba paseo tenía una excusa para ausentarse y cuando le preguntaban si vendía,
la respuesta era la misma ¡Eso por allá no vale nada!
Los paracos me siguieron en todas
mis visitas. Los veía en la plaza de mercado mirándome de lejos, observando
cuantas cervezas me tomaba. Alguna vez sin saber visité una piscina nueva. Pedí un par de cervezas y me acosté a leer un
rato bajo el sol inclemente del medio día. Veía ir y venir hombres con botas pantaneras
y mala cara pero yo nada sabía. Eran los dueños del pueblo que allí se reunían
a hablar de negocios, a poner a pelear gallos mientras hablaban de extorciones,
secuestros, asesinatos. No sé ni quiero pensar en las cosas espantosas que allí
se fraguaron. Tiempos aciagos y malditos que no han terminado, de la mano de
los que nos gobiernan, de los que
patrocinan la guerra porque es su mejor negocio. Ellos se pasean en traje por
el congreso, el senado y la casa Nariño, muy elegantes mientras mandan a matar
indiscriminadamente a los campesinos, mientras roban tierras. Ellos son los
únicos que ganan por nuestro destierro.
La casa del Guamo lleva muchos
años deshabitada. Se intentó ponerla en
arriendo pero los que llegaban destruían todo a su paso y solo pagaban el
primer mes. Muchas veces tocó darles plata para que se fueran a vivir a otra parte y contratar a alguien para que
limpiara la destrucción en la que quedaba la pobre casa. La única persona que
la visita regularmente es mi madre. Ella intenta tener el pago de servicios al
día, las plantas a raya porque crecen como la mala suerte y lo devoran todo. Ya
nadie quiere ir, pareciera como si la desgracia habitara en ese lugar. Los pocos
que se atreven pierden dinero de sus billeteras y regresan aburridos, hartos de
todo. Sería perfecta esta publicidad: alquilo casa en pueblo miserable donde te
roban, las piscinas son asquerosas y los zancudos te matan, todas las
comodidades. Fueron muchos los episodios raros en nuestras vacaciones,
picaduras de araña a mi hermano que terminaban en hospitalización, malos tragos
de los vecinos que terminaban gritándonos que nos largáramos porque cada vez
que íbamos poníamos música y nos sentábamos en las mecedoras a jugar parqués o
dominó y les molestaba vernos. Los devoraba siempre una rabia profunda contra
nosotros que nos íbamos al cabo de unos días. Ellos siempre quedados. No éramos
ni hemos sido personas pretenciosas ni ofensivas. Siempre mi mamá les llevaba
ropa a los niños y yo también intentaba regalar cosas a las más jovencitas, mi
padre siempre era muy amplio con la comida y les regalaba a los chicos para que
se comieran un helado. Cosas simples, tampoco hemos tenido mucho dinero. Pero
la cortesía de los primeros días se reemplazó por un resentimiento que hasta
hoy permanece intacto y es comprensible. La sinsalida.
El viaje de traspaso fue hace poco. El
recorrido fue silencioso, en el fondo todos sabíamos que mi padre iba porque le
tocaba, porque era ahora o nunca, porque se sentía marchito, si hubiera podido
enviar a otra persona lo hubiera hecho. La música sonaba con volumen bajo. Don Ángel muy anciano cabeceó varias veces
cansado por el recorrido. Cuando llegamos miraba con tristeza la casa. Se paró
un rato largo a mirar las veranearas que sembró mi madre, porque contra todo
pronóstico Doña María, mi madre, se enamoró con locura de esa casa y ha
invertido gran parte de sus energías y recursos para arreglarla. Ahora, es ella
la que hace oídos sordos a la cantaleta
de mi padre que siempre le dice que eso es perder la plata. ¡Eso es un cagadero!
¡Eso allá nadie lo compra! ¿Quién va a hacer ese negocio tan marica? ¡Solo yo
de pendejo sin saber compré eso allá!
El viaje coincidió con las
fiestas de San Pedro. Una semana de excesos y baile en todos los barrios.
Cabalgatas con los mamonales del pueblo en sus caballos, atropellando a la
gente a su paso, con botella de aguardiente Tapa Roja en la mano. Las muchachas
más agraciadas haciéndoles caritas para que las cortejen y las saquen de
pobres. Carruajes llenos de borrachos tirando harina y gritando como locos.
Reinas de belleza con trajes hechos por ellas mismas, llenos de penachos y
arandelas. Niños eufóricos detrás de los carros que les tiran dulces y
bombombunes. Una gritería constante que cansa, unas fiestas que parecieran que
tuvieran como único propósito beber y bailar al ritmo del vallenato y grupos
desconocidos de salsa y merengue para olvidar en donde se vive. El balance: dos muertos, no sé cuántos heridos
y me imagino que, en un par de meses más,
un montón de mujeres embarazadas con
caras largas haciendo fila en el único hospital para los controles prenatales.
Iván, un señor muy decente que
barre la casa una vez al mes y vigila que nadie entre a robar los pocos muebles
que quedan, se acercó a saludar a mi padre con su hija Lida de unos veinte
años. Yo estaba sentada al fondo fumando un cigarrillo cuando la muchacha me
saludó apenada. No pude evitar observar su avanzado estado de gestación y su
amplia sonrisa.
- - Buenas tardes niña, me dijo.
- - ¿cómo va todo? le contesté tratando de no
mirarla mucho.
- - Todo muy bien, muy contenta.
- - Eso veo, le dije.
- - Esperando gemelos, ayer me lo confirmaron.
- - ¿Pero usted no tiene ya otros dos niños?
- - Sí, claro, están en la casa de mis papás, allá
vivimos todos.
- - ¿Y usted está trabajando?
- - No señora, el embarazo me tiene muy enferma.
-
¿Y entonces cómo hace?
- - Mi papá trabaja en lo que le sale y me ayuda.
- - ¿Y el papá de los niños qué dice?
- - El papá de
Michael y Estefanía no me ayuda en nada. Dice que los niños no son de él.
- . ¿Y entonces como va hacer con otros dos?
- - Ni idea, me dijo entre risas. Igual el médico me
dijo que es mejor no tener más hijos porque tengo problemas de matriz.
- - Lo que yo creo es que usted tiene que operarse
para no tener más hijos. No importa si el problema es de salud, yo no me
imagino usted en unos años llena de muchachos que no puede mantener, eso es una
irresponsabilidad suya. Intente que la operen después del parto y a ponerse a
trabajar juiciosa y a sacar esos niños adelante.
- - Si señora, esa es la idea, me dijo mirando al
suelo distraída. Esperar a ver como sigo, lo que más me da rabia es no poder ir
esta noche a bailar en las fiestas, mi papá no me deja ir. ¿Usted no va a
bailar? ¡es más chévere!
- - No, a mí no me gusta esa vaina.
- - ¿Y vino sola o trajo al marido?
- - No lida, yo no tengo marido, tengo una relación
con un hombre y vivo con él. Eso del matrimonio nunca me ha sonado.
- - Pero tiene que casarse y tener hijos, eso es muy
bonito.
- - La verdad no me interesa ese tema. ¿Y usted si se piensa casar?
- - Pues claro, uno nunca sabe cuando llega el amor.
Fue una visita breve. Yo me quedé
pensando en que algo mal tenemos que estar haciendo como sociedad para que una
mujer de 20 años no entienda que tiene que usar anticonceptivos, que tiene que
tener una vida sexual responsable y no estar cada año pariendo muchachos para
que se los mantenga el papá; que esa idea del amor es una equivocación absoluta
y que una mujer no es más ni menos por tener un montón de hijos; que la vida es
más que las fiestas de San Pedro donde se emborrachan y las preñan; que uno en
la vida por más humilde que sea puede estudiar, leer, intentar ser una persona
educada o al menos tener criterio para saber qué quiere para su vida. Habrá que esperar a ver cuándo le llega el
amor a esa muchacha, al paso que va poblará el mundo en un abrir y cerrar de
piernas.
Para finalizar, los paramilitares
se mataron entre ellos por plata y tierras. Empezaron a amanecer boca arriba en
las cañadas. Otros tirados con carteles en el parque principal hechos trizas a
punta de torturas. La casa donde se reunían está cerrada con candado y nadie
quiere comprarla por miedo a los fantasmas que allí habitan. Dicen que por las
noches se escuchan los gritos y llantos de las personas que fueron torturadas y
asesinadas. Leyendas rurales, no lo sé. Lo único de lo que tengo certeza es que
este pueblo es extraño, sus habitantes también lo son. Los papeles quedaron a
mi nombre y no sé muy bien qué hacer con la casa. La recorrí varias veces en mi
estadía intentando encontrar una conexión con ella pero fue inútil. Pareciera
como si le gustara estar deshabitada, acostumbrada quizás a tantos años de
continua soledad. Siempre he creído que el espíritu de ese lugar es el vacío,
la nada. Cerramos las puertas y tomamos el camino de regreso a Bogotá. Cada vez
estamos más lejos de nuestra casa soñada en tierra caliente. Por eso la casa del Guamo no se vende, porque nadie quiere comprarla y ni siquiera se
ofrece, para qué. Quizás sea de nosotros
para siempre muy a nuestro pesar. Ha sobrevivido al paramilitarismo, a la rabia
de mi madre, al desencanto de Don Ángel, a las fiestas que hice con Dayana,
Liliana, Ángela, Fabián a punta de rock y guaro, ha sobrevivido a una época de
este país y a las historias de mi familia que son muchas, que más se puede
pedir. Por si acaso, y a alguien le interesa comprarla, informes aquí. Gracias.
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