Manchas

Manchas

jueves, 17 de diciembre de 2015

Serafín de serafines


Siempre he creído que cada ser humano es enviado a la tierra con un ángel guardián que velará por él hasta el día de su muerte.  Estoy convencida del poderoso vínculo que une a los seres vivos con fuerzas angélicas que apenas podemos percibir.  Serafín  venia  montado en bicicleta por un camino de servidumbre, escoltado por tres vacas y un ternero recién parido.  Su nombre me remitió a los espíritus bienaventurados que pertenecen a la orden de más alta jerarquía junto con los querubines y los tronos, en los nueve coros angélicos de la teología cristiana. 

Lo vi una mañana saliendo de la bruma. Tenía puesta una ruana vieja y sucia, un pantalón de paño raído,  unas botas de caucho embarradas y una gorra desteñida por el sol que dejaba ver un rostro surcado por arrugas.  Los perros de las fincas vecinas ladraban a su paso mientras el hombre sin mirarlos  seguía avanzando con la determinación de aquellos que saben con certeza cuál es el destino final de sus pasos.   Intenté saludarlo cuando pase a su lado pero apenas si reparó en mí y siguió de largo como si fuera invisible para sus ojos. Continué mi camino sin prisa esperando rencontrarlo alguna vez si había suerte.

Con el tiempo descubrí que era tímido y silencioso pero me empeñé en conocerlo.  Deseaba poder hablar con él sobre su vida. Pero ¿Por qué habría de tener interés alguno en contarle a una extraña sobre una vida de lucha y trabajo de campo que para él era normal? Nos encontramos varias veces en el mismo camino a la misma hora, yo luchando por mantener a raya a las tres perras que siempre me acompañan como sombras en mis excursiones matutinas, intentando siempre alejarlas de las patas de las vacas que ejercían sobre ellas una fascinación instintiva por morderlas.  Por fin, tras varios meses de encuentros, un día cualquiera el hombre al verme correteando tras ellas soltó la risa y me dijo que no me preocupara tanto que los animales eran así.


Al acercarme vi sus manos callosas y sus uñas maltratadas sosteniendo el manubrio de su bicicleta. A cada lado llevaba un balde lleno de desperdicios: lechugas maltratadas, cáscaras de papa, sobras de arroz, plátanos a medio pelar; a sus espaldas un costal con pasto recién cortado.

-  ¡Usted es muy juicioso! ¡Todas las mañanas los veo pasar a la misma hora!
-  Si señora, vamos pa´ donde mi primo que vive más allá de las casas nuevas.
- ¿Y deja las vacas allá?
- Por este mes se ha podido, pero ya me dijo que buscara pa´ donde llevármelas, el dueño de la finca se dio cuenta y lo regañó. Ya mañana  a mirar pa´ donde coger con ellas.
- ¿Y ya sabe qué va a hacer?
-  Por ahí hablé con una señora que tiene un solar grande por la sexta, me dijo que no había problema poner las vacas allá pero me cobra veinte mil el día y con la venta de la leche que dan las muchachas no me alcanza.
- ¿A quién le vende la leche?
- A mil pesos el litro recién ordeñado. Tengo mis clientes de toda la vida, Doña Ofelia, Don Armando y otros más que ni me acuerdo. Me sale mejor venderla menudeada, los de las fábricas grandes de por aquí pagan a 600 el litro y a veces demoran mucho en pagar. Esos son verracos para ganar plata, la quieren toda para ellos y como no les toca lo duro que les importa el campesino.
-  Disculpe, no le he preguntado su nombre.
-  Sumercé, mi nombre es Serafín, para lo que necesite tiene en mi un servidor y la dejo, tengo que aprovechar que está temprano y no viene tanto carro para pasar. Estas se asustan mucho con el pito de los buses y la gente se impacienta cuando nos ve caminar despacio. Las vacas no son como las motos o los carros, ellas no conocen de afán y tiene uno que tratarlas con cariño, son voluntariosas las jodidas yo ya las conozco como la palma de mi mano. 
- Si señor, hágale tranquilo que yo sigo mi camino. Ha sido un gusto conocerlo, nos vemos luego.

No pude evitar quedarme parada mirándolo alejarse, tenía un nudo en el estómago. Me pareció muy injusto que un hombre que ha luchado toda su vida para ganar su sustento en el campo se vea abocado todos los días de su vejez a caminar buscando un lugar para tener y alimentar a sus vacas. Me sorprendió gratamente su mirada tranquila, su tono de voz tan calmado y su decente manera de hablar, su entusiasmo a pesar de lo difícil del día a día. Quiero anotar aquí una particularidad difícil de transmitir en el lenguaje escrito: el Serafín, venido de los altos coros celestiales, imagen de dios, tiene labio leporino, lo que no hace más que aumentar la bondad que trasmite al hablar.



Nos encontramos en varias oportunidades más. Alguna vez lo vi tomando una cerveza con el zapatero del barrio, me vio pasar por la acera, salió con alegría a saludarme y me invitó a una gaseosa.

-  Venga le presento a Don Carlos, amigo mío desde chinche. Éramos muy cansones y la profesora nos regañaba a toda hora ¡Yo más contento que me sacara de clase! siempre me dieron rabia las tareas y las divisiones. A mí lo que me gustaba era trepar árboles y ayudar a mi mamá en la casa cuidando las gallinas o recogiendo leña para la estufa. Por eso un día llegué de clases muy aburrido y le dije a ella que por allá no volvía. Ella levantó los hombros y me dijo que yo vería, que sin educación la vida era aún más complicada pero que cada cual decidía y que yo ya tenía más de diez años.
- ¿Y se arrepintió?
- ¡Qué va! ¿de qué me hubiera servido a mi ser el mejor en matemáticas o sociales si finalmente nunca pude salir de las fincas? Pasé de ayudar a mi mamá a ser empleado de los que tenían plata. Todavía me acuerdo del día que me mandó a trabajar interno a una casona grande en Zipaquirá. Yo sentí que me moría de dejar mis perros y mis gallinas. Salí con lo que tenía puesto y unas monedas de centavo para coger el bus. Me fui todo el camino llorando y pensando que no iba a regresar. Desprenderme de mi madre fue la cosa más dura que viví en esa época. Pero no tenía más opciones. Mi padre había muerto cuando yo era niño y la vieja no tenía como ver por mí. Yo trabajaba jornadas de 12 horas, me levantaba a las 4 de la mañana a ordeñar más de 20 vacas, tenía que limpiar los corrales, mejor dicho, hacer de todo.
- ¿Pero le pagaban?
- Lo que les daba la gana. Yo ahorraba hasta el último peso y se lo mandaba a mi mamá. Para la navidad la venía a ver mientras estaba viva, después de su muerte me quedé por allá como diez años, hasta que me regresé aburrido del maltrato.
- ¿Y cómo lo maltrataban?
- ¡Ah!  en esa época no tenían con uno ninguna consideración. Tuve un patrón, Don Eustaquio, que me cascaba con un zurriago con el que arreaba los caballos, si me veía por ahí sentado tomándome un agua panela me gritaba que era un vago y me daba unos totazos que para qué le cuento. Uno chino y pobre tiene que soportar eso y más.      
-¿De qué murió su mamá?
- Me imagino que de soledad. Los vecinos la veían ir y venir todo el día, sola. Salía a comprar las cosas básicas de la casa pero no hablaba con nadie. A mi madre le dio muy duro la muerte de mi papá, yo creo que la mató eso.

Serafín se quedó mirando al infinito por un rato largo, la mirada ausente, como si se hubiera reencontrado con un recuerdo sepultado muy adentro de sí. Como si de repente los años pasados regresaran para hacerlo sentir triste, quizá solo.

-  No se ponga triste, Don Serafín, que me hace sentir culpable por ponerlo a recordar cosas.
- El recuerdo es lo único que nos queda cuando envejecemos. Mi madre es la más bella de las imágenes que tengo en la cabeza. Cuando hablo de ella, siento que la vuelvo a ver, que regresa a mí como en aquellos tiempos felices, porque los hubo muchos cuando era niño y no conocía nada del mundo que iba a tener que vivir.
- ¿Y continuó trabajando ya aquí en Cajicá?
- Si, me hice cargo del lote donde vivía mi mamá y me casé con una mujer muy buena que estuvo muchos años conmigo. Doña Ana era un pan de dios y vivimos con mucha pobreza pero mucho cariño el uno por el otro. La conocí en las fiestas del pueblo. Ella estaba sentada en la plaza tomando algo con unas primas y yo, que he sido tan tímido, me quedé mirándola disimulado y decidí pretenderla.  Pero me costó mucho conquistarla, en esos tiempos era muy diferente que ahora, tocaba pedir permiso a los padres y hacer la visita en la puerta de la casa. ¡Dios mío si me dieron unos griponones de estar parado en la puerta de la casa de ella hablándole de amores! Pero nos enamoramos y nos casamos un 24 de diciembre.
- ¡Es una bonita historia!
-  Tuvimos tres hijos que tienen su casa por aquí cerca pero no vivo con ellos.  Se casaron, ya tienen sus hogares, son buenos muchachos, todos tienen familia. Mire usted que yo ya soy abuelo de 2 niñas chiquitas y lo más boniticas. Yo paso por las mañanas y les llevo su botellita de leche recién ordeñada. A veces las llevo a dar una vuelta en la bicicleta. Mis hijos trabajan recolectando lo que queda de las siembras de papa y alverja. Otro cuida una finca grande a la entrada de Cajicá y el dueño lo dejó tener sus animales, pero tuvo que venderlos hace poco. Con la sequía se acabó el pasto y el concentrado para las vacas es muy caro y no rinde.  Eso es negocio cuando usted tiene buena plata y puede comprar al por mayor, eso por puchito lo deja a uno en la calle. El hombre se la rebusca todos los días, nunca le falta trabajo pero vive muy pobre, con mucha necesidad. A veces me gustaría ayudarlo pero yo apenas sobrevivo con la venta de la leche y pagando arriendo. Pero, Madre Bendita, no me quejo, no me falta nada.     
- Y su esposa ¿qué pasó con ella?
- Anita, mi doña, se enfermó de los bronquios, yo creo que por la bregadera con esa bendita estufa de leña.  Empezó con una tos seca que se volvió crónica y cuando la llevamos al médico ya estaba muy desmejorada y la mandaron a morir a la casa. Murió tranquila una tarde lluviosa mientras yo escuchaba noticias en la cocina. Cuando fui a darle las buenas noches no la sentí respirar y me acerqué callado creyendo que estaba dormida pero ya estaba muerta. Desde esa época todo cambió para mí: hice un mal negocio con la casa y la perdí.  Menos mal ya estaba solo porque si no eso la hubiera matado a ella. Los hijos se disgustaron mucho conmigo y dejaron de hablarme muchos años. Yo seguí trabajando en lo que salía, recogiendo madera, cortando pasto o recogiendo papa en las cosechas. Lo más verraco es uno viejo que ya no sirve para nada, ya la gente no le quiere dar trabajo a uno porque es lento y no rinde igual que un muchacho de veinte años. ¡Juventud hermoso tesoro!



Pidió con tranquilidad otra cerveza.  Se sentó frente a mí con ganas de seguir hablando, como si fuera una catarsis, una manera de exorcizar los fantasmas que a todos nos rondan siempre que los llamamos nuevamente a sentarse en nuestra mesa después de años de ignorarlos. Aquel hombre me dejaba sin palabras. Aquella imagen que tenía al verlo pasar todas las mañanas por mi lado no era nada ahora que me contaba todas las cosas que había tenido que vivir.

Como dice el poeta antioqueño Juan Mares Poteas en su libro Ritmos del Equilibrista:

“Somos la sed y el fuego
  También el caudal
  Que riega y que inunda
  Y que igual se va
  Burbuja donde se transparenta mi voz
  Palabra que mira
  Dice mi cuerpo y las huellas del tiempo
  En las articulaciones de mis dedos
  En la geografía de mi rostro”

Cuando me embarqué en el propósito de retratar las historias que iba encontrando en las calles de este pueblo, jamás imaginé lo que encontraría. Tenía la sospecha de que muchas cosas en mi vida cambiarían, que tendría que revaluar la manera en la que había mirado lo que me rodeaba y que tal vez nunca había observado de una manera honesta por estar siempre preocupada por otros asuntos que a la larga han desaparecido. Esta reflexión la hago porque es muy difícil entender las dificultades que deben enfrentar muchas personas en un mundo con desigualdades abismales entre unos y otros. Desigualdades que parecen surgir de una brecha temporal ocasionada al poner a una persona del siglo pasado a vivir al lado de una persona de este siglo. Una máquina del tiempo loca que va dejando rezagados. Mientras muchas personas cuentan con más de lo que necesitan, otras deben vivir toda su vida sirviendo a otros, soportando la pobreza con resignación, eso es algo que me cuesta mucho entender. Estar inmersos en esta nueva cultura de lo ostentoso que las personas intentan remedar, así no puedan, por qué es lo que las define. Ese afán por mantenerse al día con lo último en tecnología, utilizar maquinas hasta para exprimir una naranja, tomar leches ultraprocesadas que sientan peor que un litro de leche natural vinagre, mientras todavía existen quienes viven con lo que sus manos les permiten obtener, con lo que la tierra devuelve al trabajo de esas manos. Sé que todos tenemos diferentes vidas en distintos escenarios pero que no podamos reconocernos los unos a los otros es devastador. Por eso me quedó con el silencio del barrio, con la caminata a la montaña mientras exista el aire fresco de la mañana, con los pocos amigos que me quedan y que cada vez veo menos, con las ganas de estar apartada para poder mirar, con poseer poco para crear mucho, con no creerle a la posmodernidad.



-¿Si pudiera haber vivido de otra manera lo habría hecho?
- No creo, no imagino estar en otra parte. Cuando me voy por un par de días siempre me da angustia de estar lejos, este es el lugar donde he vivido durante sesenta y cinco años. Aquí están enterrados mis padres, aquí nacieron mis hijos, aquí está todo lo que tuve, la vieja casa donde viví aún sigue ahí, así ya no sea mía. Verla de lejos me alegra el corazón.
- ¿Dónde vive ahora?
- Alquilo una pieza en una casa, pago cincuenta mil pesos. Me levanto muy temprano en la mañana y paso todo el día pendiente de mis vacas. Yo mismo preparo mi comida, si tengo ganas de huevos pues hago huevos, si quiero chicharrón me lo frito a mi gusto. Me acostumbré a la soledad, siempre estoy andando de aquí para allá, no me gusta quedarme quieto.   Llego muy tarde en la noche y me acuesto. Escucho un rato en la radio las noticias, no veo televisión, no me gustan esas bobadas que muestran, me dan sueño. Voy a misa todos los domingos y aprovecho para charlar con los vecinos que quedan, muchos se han muerto ya. Este barrio ha cambiado mucho, ya no somos los mismos.
-¿En qué ha cambiado?
- Pues imagínese, ya no tenemos donde poner a pastar las vacas. Han comprado todos los terrenos para hacer conjuntos residenciales, casas de mil millones de pesos. ¿Cuándo una persona como yo, que gano menos de 20 mil pesos al día, va a comprar una propiedad de ese precio? Nos compran por nada y nos dejan en la calle. La gente está vendiendo todo porque no ven ya esta tierra con los mismos ojos de los campesinos que la labramos desde hace años. Se mueren los viejos y los hijos quieren apartamentos en la ciudad. Los de aquí se van y los de la ciudad están aburridos y quieren comprar por aquí. Una cosa muy rara que no se entiende.
-  Yo soy uno de ellos.
-  Como dijo mi mama:  uno es quien es.
-  Eso es verdad.
- ¿Otra gaseosita?
-  No señor, gracias, así está bien.
- Cada cual busca donde quiere estar, eso no tiene nada de malo, dijo Serafín mirándome sin pestañear.
-  Pero se pone uno a pensar y no está bien venir a joderlo todo. Es triste ver la realidad de la gente de aquí. Ver que ya no hay campo para sembrar, que los animales sufren sin un lugar donde pastar, no deja uno de sentirse como un invasor, como una mala persona.
-  No,  yo creo que son muchas vainas, me interrumpió Serafín, es parte de la vida. Uno también tiene que entender que las cosas cambian, que los tiempos son distintos, lo que pasa es que uno de viejo se vuelve blando y quisiera que todo fuera como antes pero que va, ya nos estamos muriendo para dar paso a otras generaciones, otra manera de vivir, sin que eso sea malo. Yo no creo que usted tenga la culpa de nada, es parte de la vida y ya está. Lo que si le digo es que si la gente sigue por ese camino en un par de años ya no va a haber comida ni agua para nadie. Sí, uno sabe que lo económico es importante pero ¿qué hace uno con plata y sin que echarle a la olla?
-  Eso es cierto.
- La cosa es que Cajicá era un pueblo agrícola y con muchas fincas productoras de leche pero las constructoras vieron el negocio y empezaron a comprarle a esa gente grandes terrenos donde construyen urbanizaciones de casas lujosas. Los ricos quieren vivir lejos de la bulla de la ciudad y compran por acá. Todos los días por donde usted pasa hay máquinas y obreros construyendo apartamentos, tumbando casas antiguas y haciendo lo que saben hacer: ganar plata. Esto en diez años va a ser otra Bogotá. Mire usted no más la calle principal, trancones y trancones, ya esto de pueblo no tiene nada.

En este punto vale la pena darle un vistazo a los pocos antecedentes que existen de la creciente urbanización en Cajicá. Los datos encontrados son de los años noventa y ya en ese momento advertían el impacto que causaría a esta zona netamente agrícola y lechera la construcción indiscriminada de proyectos de vivienda que hasta ese momento no habían sido aprobados por el Plan de Ordenamiento Territorial (POT). Sin embargo, pese a todo esto los terrenos en esta  población pasaron de un valor de 20 millones de pesos por hectárea a 2000 mil millones, sin contar con los réditos que deja la explotación urbana de este territorio.

En un artículo de la edición 31 del periódico el Observador de Cajicá,  se denuncia como el Concejo Municipal, de la mano con el Alcalde Mauricio Bejarano, aprobó el Plan de Ordenamiento Territorial que a la larga traerá un impacto negativo en la vida de los habitantes del municipio. Según la representante de la comunidad de Aguanica, la Señora Clara Fonseca, el proceso que vive la región ya se ve reflejado en que en solo 14 años Cajicá ha perdido vallados, varias especies de árboles y fauna nativa. “Nos hemos convertido en una ciudad atrasada, congestionada, insegura y fea”

Se habla de alcaldes y exalcaldes investigados por estar involucrados en carteles de contratación que junto con grandes constructoras han comprados miles de hectáreas de siembras de lechuga, alverja y papa, entre otras, para construir conjuntos campestres en los que las casas cuestan de mil millones de pesos en adelante. Unidades residenciales con gimnasio, piscina, canchas de tenis y squash. La otra cara de la moneda: familias humildes que venden sus terrenos por precios muy por debajo de su valor, para trasladarse a la ciudad de donde todos huyen por el estado actual de la movilidad, el alto precio de la propiedad, la inseguridad y el desempleo. Campesinos, como Don Serafín, que perdieron sus viviendas y que están abocados a vivir en inquilinatos, sin seguridad social y sin ningún tipo de pensión ni subvención del estado, que finalmente ha sido el cómplice de las ventas y de la falta de argumentos legales que protejan los terrenos donde se cultivaba. A la larga, una bomba de tiempo en los campos plagados de más gente y menos comida para todos.

 Alguna vez me sentí indignada viendo el documental de Monsanto donde se hablaba de los cultivos transgénicos y de la intervención de semillas para el consumo humano, hoy pienso que de alguna manera se tendrá que dar alimento a los miles de seres humanos que habitamos la tierra. Sin justificar los monopolios. Lo cierto es que en un par de años no habrá nada para nadie si de los cultivos tradicionales hablamos. Somos muy hipócritas, al hablar desde la comodidad de nuestra vida de situaciones de las que no sabemos absolutamente nada. Cuando vemos de cerca las vallas verdes y los letreros de venta de casas todos los días nos preguntamos adónde iremos a parar.                 

- Si tiene hambre pida unas papitas o algo, pan con salchichón.
- No, Don Serafín, gracias, estoy bien así.
- Se me pasó el tiempo, ¿qué horas son a todas estas?
- Faltan diez para las seis.
- Acabo esta cerveza y me voy, tengo que recoger las vacas.
- Yo también tengo que irme ya.
- Perese un momento y nos vamos los dos.
- Bueno, sí señor.

Caminamos un par de calles juntos, en silencio, acompañando nuestros pasos. Yo pensando en todas las cosas que me había dicho, no sé qué pensaba él. Nos separamos en una esquina cualquiera con un apretón de manos y un hasta la vista.  Sigo encontrándome con Don Serafín a diario, él con sus vacas, yo con mis perras. El con su suerte al hombro, yo con la mía.

Hace unos días nos encontramos enfrente de la finca donde hace un par de semanas puede poner a pastar las vacas porque está desocupada. El antiguo agregado fue sacado por los nuevos dueños. Me acerqué a saludarlo. Estaba sentado, muy concentrado ordeñando una de las dos vacas que le quedan, tuvo que vender las otras por falta de pasto para darles, la intensa sequía de la zona desde hace unos  meses ha dificultado la tenencia de los animales.  Me contó que estaba pegado a Dios para que los nuevos propietarios le dieran la oportunidad de cuidar la finca, que eso le ayudaría a no pagar más arriendo y tener unas gallinas y sembrar árboles frutales que tanto le gustan.  Me dio un recorrido por el lugar mostrándome con tristeza como el que se había ido había cortado las plantas de uchuva, tumbado los  árboles de tomate de árbol y otros frutales. Según sus palabras, le dio tanta rabia irse que dijo que tumbaba todo para que nadie lo disfrutara. Cosas de la gente que no se entienden, me dijo mirando con tristeza los palos caídos al lado de la casa cerrada con candado.

- Si me dejan aquí un tiempo, va a ver usted como pongo esto de bonito. Hay muchas cosas para hacer, igual no me preocupa que estén rotos los palos, la naturaleza es hermosa y regresa, toma su tiempo que den fruto pero con cariño esto se vuelve bonito otra vez.
- ¿Y cuánto tiempo podría quedarse aquí?
-  Bueno, eso no se sabe, según lo que me dijeron los dueños esto lo compró Amarilo para un conjunto residencial.  Están esperando a acabar con una obra grande más arriba pero vienen para acá. Yo le pongo un año. Y cinco más para que también construyan el lote de al lado.
-  ¿El de los cultivo de lechuga y alverja?
-  Esos mismos. El miércoles me dicen si me dejan quedar aquí, yo le cuento para invitarla a un tinto.
- Claro, Don Serafín.


Lo deje parado al lado del camino mirando la casita, con los ojitos contentos. Todo un ángel cuidando del reino que, según el Génesis, Dios nos dejó, sin saber que no estábamos preparados para ser jardineros de ningún jardín.


miércoles, 28 de octubre de 2015

TODOS SOMOS CAMPESINOS

(Fotos por Jairo Orrego - https://www.flickr.com/photos/jorrego)

La palabra Boyacá proviene del vocablo “Boiaca” que significa ruana real o cercado del cacique. Para la mayoría puede que esto no signifique mucho. Para los que pisamos la antigua tierra de los muiscas, donde todos, sin exagerar, usan como prenda distintiva la ruana, puede explicarlo todo. Un lugar de magia infinita que se extiende ante los ojos como un tapiz hecho a pinceladas de intensos colores, una geografía que definitivamente solo puede ser descrita por el que la ve y desea conocerla.



La ruta de viaje comenzó por la autopista norte rumbo a la Laguna de la Tota, nombre que comúnmente se le da al Lago de Tota. Cuando se inicia un recorrido muy poco se sabe de las cosas que sucederán en el camino, la mente viaja más rápido imaginando el lugar de destino o planeando los tiempos en los que sucederá cada cosa. Nada más engañoso que el plano mental de lo que vivirás, siempre y cuando seas una persona dispuesta a escuchar, a observar, a oler, a escudriñar, poco será lo que tengas por seguro en un recorrido. Desconectarte un poco de lo que esperas para sorprenderte con lo que sucede en cualquier parada a comer algo o solo para quedarte de pie un rato mirando el cielo, las aves o los que pasan a tu lado. También sería una gran mentira decir que puedes saberlo todo de un espacio desconocido en una semana. Pero definitivamente entiendes grandes cosas si te sientas a tomar una cerveza en la tienda de la plaza principal o comes en un quiosco cualquiera, sin detenerte mucho a pensar en la procedencia de la carne o las calorías que consumirás, lugares cotidianos que cambiarán el panorama y que hablarán de quiénes son las personas que están a tu lado y cómo viven.





La humildad del boyacense es tan penetrante que a veces asusta un poco. No son personas de muchas palabras, son callados y observadores. Una de las cosas más bonitas que presencié fue verlos sentados al atardecer contemplando el paisaje, a veces acompañados hablando de la rutina del día o de los cultivos en los que pasan gran parte de la jornada, agachados, arando la tierra o recogiendo la cosecha al rayo inclemente de sol. Los horarios de trabajo son extenuantes, la exigencia física es agotadora tanto para hombres como para mujeres. Ellas participan activamente en la siembra con el azadón en la mano, se tercian al hombro grandes bultos de papa y cebolla sin chistar durante la cosecha, comparten la merienda con los otros y levantan victoriosas sus pocillos llenos de chicha para refrescar la garganta y recargarse de energía para seguir trabajando hasta el atardecer. Muchos niños acompañan a sus padres enfundados en sus ruanas monas, como llaman a las ruanas blancas, e intentan ayudar en lo que pueden amontonando la cebolla o juntándola en atados que después deben ser subidos ordenadamente a los camiones estacionados al lado del sembradío. Lo hacen con disciplina y cariño, a ninguno se le ve aburrido, parece como si un orgullo primigenio los impulsara a seguir con la tradición de sus predecesores. Incluso a pesar de que su trabajo sigue siendo informal y de que los contratan por jornada según donde haya cosecha como evidencian las largas filas de motos y bicicletas parqueadas a la orilla de la carretera en la finca que está en día de recolección. Al finalizar la faena, los niños se suben a las motos de sus padres con la carita contenta del deber cumplido. ¡Planta y cría y tendrás alegría! Como dicen por ahí. 




Caras curtidas por el sol, manos callosas y grandes como diseñadas para el trabajo duro, ropas desteñidas y botas pantaneras, ruanas de diferentes colores que sirven como chaleco para las motos, viejas FZ-50 como vestigios del pasado, o para evitar el frio que siempre se bate caprichoso entre las plantaciones o al lado del lago. Como dicen ellos: “aquí todos somos campesinos” Por eso en Cuítiva, en Iza o el municipio de Tota solo funciona el Banco Agrario, no hay ni por equivocación un cajero ATH o Bancolombia ni nada que se le parezca. Todos están en ruana porque es parte de ser quienes son, no hay manera de ser otros como nosotros los de las urbes que intentamos camuflarnos como hípsters, góticos o veganos. Para ellos no existe nada de eso porque no tienen la necesidad de ser otras personas.





Esa es la sencilla conclusión que se acaricia en el silencio de la tarde. Somos lo que somos así intentemos llenar nuestros bolsillos de dinero o nuestra casa de bienes. La real fuerza de quien existe dentro de nosotros no necesita de eso. Está quizás en las cosas simples, en la tierra bajo nuestros pies, en el agua que corre mientras dormimos o el alimento que se cosecha a fuerza de días de lluvia o verano. Cuando regresas al origen de todo entiendes el privilegio de tener estas cosas.




No son un secreto las grandes problemáticas económicas de los campesinos en nuestro país. En Colombia hay unos 14 millones de personas del campo que viven en condiciones de vulnerabilidad y más de un millón de familias carecen de tierras. Son los que más trabajan y los más empobrecidos. En muchos casos no cuentan con seguridad social, deben apelar a la medicina natural para curar sus males, para sanar contracturas en la espalda, dolores musculares, tan comunes en personas que trabajan horarios tan extensos y con tanto esfuerzo físico. Las mujeres acuden a las matronas para parir a sus hijos y deben trabajar cuando están aún amantando, no se pueden dar el lujo de quedarse en casa porque también son madres cabeza de hogar y deben aportar económicamente para el sustento de la familia. El destino del campesino es el trabajo fuerte, sin pausa, y si le quitas la tierra y la posibilidad de ganar el pan con sus manos los dejas sin nada.



Por eso, en el año de 2013 se generó uno de los paros campesinos más grandes en la historia de Colombia. En el mes de junio una gran cantidad de labriegos decidieron cesar sus actividades como protesta al alto costo de los insumos agrícolas, los bajos precios conque los comerciantes pagaban los productos que cultivaban y un punto clave que consistía en la prohibición del gobierno de la compra de semillas nacionales para cambiarlas por las vendidas por multinacionales gringas que económicamente no eran rentables para ellos. A este paro campesino se unieron los sectores arrocero, panelero, cacaotero, camionero y mineros artesanales, entre otros. Se registraron cinco grandes manifestaciones en 30 de los 32 departamentos del país entre los que se cuentan Boyacá, Putumayo, Nariño, Cauca, Antioquia y Caquetá. Las peticiones consistían en el acceso a la tierra, reconocimiento de la propiedad campesina, respeto a los derechos fundamentales de la población rural, acciones contra la crisis agropecuaria y, quizás el punto más importante, inversión en las zonas agrícolas en salud, vivienda y educación por parte del gobierno nacional. Aunque este paro campesino generó grandes movilizaciones y desmanes por parte de la fuerza pública que terminaron en heridos y refriegas, el paro fue levantado y los campesinos continúan esperando que las promesas del presidente Juan Manuel Santos se hagan realidad.

Y como en el país del sagrado corazón todo llega y pasa, los ojos se desvían, las noticias dejan de serlo, el sector agrícola continúa enfrentándose con grandes problemáticas que a la mayoría de las personas nada le importan. Desde que los seres humanos empezaron a salir de las zonas rurales y a comprar los alimentos ya sea en las grandes tiendas o en los mercados de barrio, de donde vengan o cómo se cultivan poco les interesa. Aunque proclamemos el consumo de productos orgánicos y que cada vez sean más las personas volcadas a la vida “saludable”, no hay una verdadera conciencia sobre el valor de lo rural. Se desconoce la importancia del campo en tiempos de sobrepoblación en el planeta. Más seres para alimentar y los campos cada día más solos porque los campesinos, por pobreza o por violencia, han tenido que desplazarse a los grandes centros urbanos para ser parte de las estadísticas de la marginalidad, el hambre y la miseria. 





No solo olvidamos la importancia actual de la Colombia campesina sino también la histórica. La batalla de Boyacá es tal vez el hecho histórico más importante de nuestro país. En el año de 1819 los ejércitos español y criollo se enfrentaron en una cruzada que buscaba la independencia de América del Sur. El 7 de agosto del año en cuestión se da inicio a la lucha sobre el rio Teatinos, hoy llamado el Puente de Boyacá, concluyendo con la rendición de los realistas y dando fin a 77 días de una campaña iniciada desde Venezuela por Simón Bolívar para independizar a la Nueva Granada del poder de los españoles. Un mes antes, en el Pantano de Vargas, se dio otra batalla igualmente definitoria. En ambos, el Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá, se erigen hoy monumentos a la memoria de un pueblo orgulloso que quería su libertad. Este orgullo se conserva con las tradiciones del pueblo.





Los campesinos boyacenses respetan profundamente los elementos. Desde tiempos ancestrales se habla de la presencia de dioses tutelares o personificaciones de las fuerzas naturales. Por ello el amor a las montañas y a los ríos. Algunos moradores de esta tierra creen que los espíritus del agua no solo viajan bajo ella sino que también toman forma humana. Para ellos, los espíritus cobran mayor fuerza en horas de la noche y se incrementa su poder los viernes santos. Vale la pena recordar la bella historia de Bachué, madre del linaje de los hombres, que emergió de la laguna de Iguaque con un pequeño niño desnudo en brazos, llamado Bochica, con quien procreó y pobló la tierra, por eso los muiscas fueron adoradores del agua. Otros mitos hablan del Jigura o patas, la Mancarita, el Griton, el sombrerón, patetarro y la Llorona. Cuentan los caminantes nocturnos que han visto los espantos y que son tan reales como ellos.

Aunque el catolicismo es la religión que se profesa desde la llegada de los españoles, un policía del pueblo de Cuítiva me contó que los boyacenses son muy creyentes pero machistas, que hay pocos asesinatos pero que las denuncias casi siempre son por violencia intrafamiliar porque los hombres son “pegones”, palabras de él. No quiero con esto último generalizar, es una percepción que transcribo literalmente. El que peca y reza empata, dice el dicho. 





Ya despidiéndome de los bellos paisajes, caí en cuenta de algo que al principio no advertí y es que casi en ninguna finca hay cercas para dividir los terrenos. Las vacas y las ovejas pastan a sus anchas sin tener que detener su paso por un vallado de púas o una cerca electrificada. Muy poco afán tendrán los moradores de estas tierras de Bochica y Bachué en proteger una tierra que sienten tan propia que no temen perder. El turismo es tímido aún y las posadas familiares son lo que más se ve, los hoteles no se han tomado la zona todavía, incluso el conocido Decameron en la zona no es más que una casa con habitaciones, será por eso que los habitantes no se molestan con los paseantes al verlos tomar fotos de los sembradíos o del lago. Espero en mi próxima visita no toparme con un Hilton que haya comprado grandes hectáreas de sembrados para convertirlas en piscinas y centros de convenciones para ricos. Aunque tengo mis dudas.





Volvamos entonces a la Suiza colombiana, así la llaman creo que por las praderas multicolores y los hermosos paisajes aunque, de nuevo, espero que sea simplemente una metáfora de su belleza. Aquitania, capital cebollera de Colombia, huele a eso, a cebolla de rama, un olor fuerte, no desagradable pero que te envuelve, un olor a “hogao”, a guiso, a casa, un aroma que te hace preguntarte si ellos aún lo sienten o por la costumbre ya no. Aparte de este cultivo algunos otros se dedican a la pesca de la trucha arco iris en las heladas aguas del lago. Cuando no están pescando o cultivando se dedican a tomar cerveza, sin importar la hora, en las tiendas que hay en cada esquina, hombres y mujeres por igual, hombro con hombro como lo hacen en el trabajo. Tomar cerveza al clima en Boyacá es el equivalente a beber refrescos, té o café en cualquier otra parte. Eso lo supe en el parque central de Tota donde primero me dijeron que no me vendían una cerveza, aunque todos estaban tomando, porque iba a empezar la misa y luego me dijeron que la cerveza no se ponía a enfriar porque estábamos en clima frío. Ya ven como son de importantes estos lugares. El parque de Nobsa para ver las muchas tiendas con ruanas colgadas como estandarte del pueblo tejedor por excelencia, explicación de las muchas ovejas pastando por doquier; el parque de Iza con sus ventas de postres, como una atracción para un lugar que se apresta más al turismo, aunque en ninguno exista el afán de vender y sea el foráneo quien debe arrimarse a preguntar qué es lo que venden.

Como ven, esto no es una invitación, no es publicidad gratuita, quisiera poder volver y encontrar las cosas tal cual, invariables. Sogamoso, una de las zonas de Boyacá que se acopla más al apelativo de ciudad, al igual que Tunja y Duitama, recibió su nombre del gobernante muisca Sugamuxi, una autoridad religiosa que abogó por la paz entre caciques rivales y que ante la fuerza devastadora de los españoles terminó convirtiéndose al cristianismo y cambiando su nombre al de Don Alonso. Solo queda esperar que esta metáfora del cambio no suceda muy pronto con la basta ruralidad anacrónica de esta región que aún se conserva.


lunes, 17 de agosto de 2015

CRÓNICAS ANIMALES: TODO ESTO ES MÍO.

Quién sabe en donde iremos a parar, si en la montaña o será en el mar... Nos alejamos en busca de libertad, nos alejamos de la ciudad, buscando caminos y horizontes, el derecho a mirar a lontananza y el derecho a yacer en el prado pero nos encontramos con que ya todo tiene dueño, nos encontramos con el miedo de cruzar lo privado, con el miedo de ir más allá de la alambrada, aunque lo que queda por fuera no es más que un angosto camino que se agota en sí mismo. Bienvenidos a lo que queda de la ruralidad, casi nada:



¡Toda esta tierra es mía!

Se bajó de la camioneta a la entrada de la finca, miraba por encima de hombro, altiva, con esa actitud grosera de la gente que se siente superior. El encargado,  con la mirada baja,  casi con miedo,  la seguía como un perro faldero mientras la mujer  se abría paso hablando en voz alta y moviendo los brazos de manera exagerada. Corpulenta, por no decir gorda, con la cara redonda y desagradable, no por lo fea sino más bien por la expresión de arrogancia en su  rostro. Una falda larga, unas sandalias de tierra caliente y un saco cualquiera encima de los hombros.

-¿Quién está sentado allá al final de la finca?  - Preguntó la mujer al encargado.
-Una señora muy formal que trae los perritos a jugar.
-Y ¿quién le dio permiso?
-El esposo me dijo que si podían sentarse ahí y yo no le vi problema.

La mujer lo miró con rabia y le contestó:

-Pues yo si le veo problema, me están dañando el pasto en esta zona y además empiezan a entrar por aquí y luego se adueñan de la finca, no faltaba más.
-No señora, ellos solo vienen un rato en las tardes.
- ¡No me contradiga! Eusebio, cuando yo le diga una vaina, simple, usted se calla y me hace caso, no faltaba más, los pájaros tirándole a las escopetas. ¡Vea pues el otro!
- Disculpe, Doña Cecilia.
- Entonces ¡hágale pues! ¡camine!  Vamos los dos y la sacamos, es mejor que desde ahora sepa que esta tierra es mía y que no puede estar en mi propiedad.    

 Doña Cecilia era conocida por todos por su terrible mal humor y grosería. Tenía tierras por todas partes, era dueña de un conjunto residencial y terrenos baldíos en varias zonas de Cajicá. La gente contaba que todo era parte de la herencia de sus abuelos que tenía muchísimo dinero, que tenía descendencia alemana. Claro está que no tenía en sus rasgos físicos el menor asomo de  sangre aria, al contrario, mestiza y malaclase si era la doña.

Caminaron hacia donde estaba la mujer sentada. La chica se refugiaba del sol debajo de un gran árbol. Los vio venir de lejos pero no se movió. Los esperó tranquila, con los perros tirados a su lado profundamente dormidos. Reconoció al señor de la finca e imaginó que la gordita que venía al lado era la esposa. Los perros se sobresaltaron al sentir la presencia de los que llegaron y empezaron a la ladrar, la joven se apresuró a reprenderlos y a cogerlos con las correas.

-¡Tras de todo bravos los animales! mire usted el problema tan verraco si muerden a alguien - le dijo la vieja con la cara roja de rabia.
-No señora - le contestó la joven - Lo que pasa es que se asustaron, así son los animales, pero ellas son perritas y son buenas, no muerden.



La mona y la Negra la miraban con extrañeza. Veían a la recién llegada y les parecía muy ruidosa.

-Esta señora no me gusta nada - le dijo la Negra a su compañera que se entretenía un poco rascándose la pata derecha.
-No sé, es como muchos de los que viven por aquí, con mala cara siempre y gritones.
-Yo no la había visto nunca.
-Ni  yo.
-Debe tener problemas en la casa - resopló la mona.
-No, yo creo que son pulgas, ya sabes lo molestan que son.
-Debe de ser eso o quizá una garrapata pegada en el lomo, esas son insoportables y ponen de muy mal genio.
-Vaya uno a saber que mosco le picó a esta - dijo la negra alejándose un poco.    
-Para evitar problemas, salga de mi propiedad, cuando entré la vi aquí sentada y la verdad no me gusta que nadie entre, todo esto es mío.

La muchacha la miraba tranquila, casi con risa al ver el aire de superioridad que la mujer ponía en todas las palabras, casi gritaba.

-Nosotros hablamos con Don Eusebio y le pedimos permiso. La verdad, no molestamos a nadie, siempre recogemos la basura y somos personas decentes que solo estamos un rato y nos vamos.
- Pero es que él no es el dueño de la finca. La dueña soy yo, simplemente me están maltratando el pasto y no quiero que vengan por aquí.

El hombre miraba al suelo y no pronunció palabra. Intentaba entretenerse con quién sabe que cosa en su mente.

-Señora ¿no hay alguna manera para que usted nos dé permiso?
- El problema con la gente es que se les da confianza y resultan como dueños y señores de lo de uno. Las cosas claras.
- No hay problema, ya nos vamos.
- Tan grande que es el mundo - le dijo la muchacha mientras recogía la maleta -  sale uno a caminar y por todas partes vallados, letreros de prohibido el paso. Todo mundo tan preocupado siempre por proteger algo que debería poder ser disfrutado por las personas. Yo no creo que dos animales y un par de personas que se sientan aquí a mirar pasar los pájaros sean tan peligrosos. Ese deseo de tenerlo todo debe ser complicado, no debe dejar ni conciliar el sueño, uno todo el día y la noche pensando que le van a robar las tierras, que la gente le va a quitar los árboles debe ser un infierno, con plata y todo pero un infierno.

La doña la miraba con desprecio por encima del hombro sin decir nada. Se alejó con el viejo al lado que no decía nada, con aspecto cansado escuchaba estoicamente la perorata de la vieja que se paraba cada dos pasos a señalar los terribles daños que habían hecho los dos animales a los prados.

-Mire para allá hombre, todo eso va a demorar mucho en crecer, que vaina, si no vengo a ponerme en frente de mi propiedad usted acaba con todo. Además,  nadie tiene que disfrutar de lo que es de uno ¡qué tal eso! ¡que compre lo de ella! -  Se perdieron en el camino y la voz de la mujer se apagó por fin. La muchacha se quedó tranquila, sentada allí mismo a la orilla del camino sin moverse, el sol era fuerte y le pegaba en la cabeza, no le dio mucha importancia al asunto, era algo que no podía evitar y finalmente ya encontraría otro lugar, siempre habrían otros espacios que por lógica también tendrían dueño, era la dinámica de la vida que todo fuera de alguien, pensaba para sus adentros.

- No podemos volver a entrar - le dijo la Mona a la Negra que miraba el prado con aburrimiento.
- Si, ya escuché.
-La pasamos bien - continuó diciendo la Mona que ya no sabía que decir.
-Igual, siempre estaremos juntas, el mundo es infinito y nos tenemos, qué más da.
-¿Tú crees que son pulgas o garrapatas?
-Garrapatas, ten la seguridad - se echaron a  correr por el camino despreocupadas.
-Mira esa tórtola, Negra.

-Ya la vi, vamos por ella.




miércoles, 22 de julio de 2015

CRÓNICAS ANIMALES: 1. LOLO

CRÓNICAS ANIMALES

Caminar por la calle todos los días. En silencio y mirando a lado y lado, esperando encontrarlos siempre. Los he enumerado, los conozco de sobra, les he colocado nombres distintos a cada uno. Cada cual carga con su propia historia, muchas veces el abandono. Imposible sería retratar su tristeza, apenas un intento, como una caricia, como el poco de comida que cargo en los bolsillos para mitigar su hambre física cuando no se puede mitigar la de afecto, su hambre de hogar. Aquí están ellos, estas son sus historias y aunque las políticas ambientales hablen de protección animal, no hay tal. Mueren en las aceras, soportan noches de frio inclemente frente a los negocios del barrio, son maltratados por sus propios dueños que los tiran a la calle. Es una idiosincrasia campesina de que los animales son simplemente animales y deben tratarse como tal. Nadie les ha enseñado otra cosa pero la realidad es que son seres que merecen el mismo trato que nosotros. Es una labor difícil la de cambiar nociones prestablecidas pero hay que intentarlo. Es por eso que escribo “Crónicas animales”.
1.     
     1. LOLO

     


Me llamo Lolo.  Una señora muy particular me puso ese nombre. Ella camina todas las mañanas con dos féminas muy bellas que siempre van con sus collares de colores y tintinean cuando pasan con sus plaquitas colgadas al cuello. Una de ellas es bastante delgada y tiene las orejas parecidas a las mías. Si me lo preguntan son un poco extrañas, no sé por qué. Son grandes para mi cuerpo pero me gusta, con ellas escucho mejor todo lo que pasa a mi alrededor. Soy rubio cenizo, será tal vez porque el agua es un enigma para mí. Bueno, aunque disfruto mucho revolcándome en los charcos que los vecinos de donde vivo le hacen a las vacas para que beban. La señora siempre camina rápido y pelea mucho con la otra perrita que es rubia como yo aunque un poco más gruesita. Aclaro, no le estoy diciendo gorda, solo repuestica. Es un poco malgeniada y si la saludo efusivamente me muestra sus dientes y me gruñe pero como ya la conozco, y sé que es un poco rarita, salto como una liebre y la dejo tranquila.
Soy un perro feliz. No me preocupan muchas cosas que a los demás. Debo rebuscar entre las bolsas de basura, meterme a hurtadillas en las fincas para comer de los platos de los otros, soy bueno en ello. Llevo bastante tiempo en esas faenas, ya es parte de mi rutina tratar de llenar la panza aunque a veces no tenga mucha suerte. Hay días de muchísima hambre en los que, en definitiva, debo hacerme a la idea de que no comeré nada. A veces es necesario pararse enfrente de la panadería para que alguien me dé un pan. Lo más difícil es que muchas veces somos varios y la tarea se complica.

Cuando llegué aquí fue muy difícil. Los primeros días me la pasaba escondido en una finca grande al lado de una carretera por donde siempre pasaban carros a gran velocidad. Cada vez que intentaba salir me encontraba de frente con perros mucho más grandes que yo y tenía que correr para que no me mordieran. Así me la pasé varios días hasta que el hambre fue insoportable y tuve que jugármela si quería un lugar en este mundo. Me llene de valor y mostré mis dientes  con ferocidad aunque por dentro me moría de miedo. No soy valiente como parezco, en el fondo soy cobardón. Me demoré bastante en avanzar, tenía que ganar cada cuadra con mucho esfuerzo. Lo más difícil era lograr pasar un parqueadero de buses donde había más de ocho perros de muy mal carácter. Las chicas, también de muy mal humor me miraban con recelo aunque no me hacían nada.  Cuando logré acercarme vi algo que jamás olvidaré: un gran platón lleno de comida que ellos ni miraban. Yo, poquito a poco, me acerqué y llené el estómago de mucha sopa de arroz y huesos de pollo que me encantan. Quedé tan rellenito que me puse a ver pasar la gente. Soy un perrito muy curioso y siempre voy de aquí para allá buscando a quien querer y quien me quiera.



No hay mucha gente que quiera a los perritos como yo. Siempre me dan patadas para alejarme, la gente me ahuyenta con agua o me grita cosas feas. Me dicen que soy un perro malo, aunque no haga nada para que me alejen de sus puertas, pero a mí me da igual y me voy con mi música para otra parte. Qué más da, ellos me pierden. Soy solitario casi siempre, ya me acostumbre a buscar cambuche todas las noches cuando me coge el sueño. Lo único malo es cuando llueve y todo esta mojado. Esas son las noches que más me duelen porque miro las casas y de verdad me gustaría tener una donde me quisieran. La vida de la calle es muy triste porque caminas todo el día y no tienes donde llegar. Si las personas supieran lo que es la soledad no serían tan crueles.

La señora de las féminas me recibe siempre con cariño aunque me reprende por brusco.
-          ¡Lolo! ¡no seas cansón! - me dice entre risas. Yo sé que me quiere a su manera, yo la quiero a mi manera fastidiosa, por algo me llama Lolo el cansolo.

De ella me gusta que es firme y habla muy alto. Si algún perro rabioso se atraviesa, ella se interpone y me defiende, son muchas las veces que me salvado de una paliza.  Siempre lleva una bolsa grande en la mano. De allí saca unas pepitas muy sabrosas que al principio no me gustaban pero que ahora me encantan porque me llenan por más tiempo y puedo dedicarme a loliar, que es lo para que nací. Para el que no sepa que es loliar, yo le puedo explicar: es andar todo el día de arriba para abajo sin dios ni ley, aunque no sé porque menciono a dios si para muchos animales abandonados, como yo, ese señor no existe. Eso lo comprobé la semana pasada. Caminando frente a una casa vi un plato con agua y me acerqué a tomar un poco. Los últimos días han sido calurosos y no hay muchos charcos para beber. Cuando me di cuenta estaba tirado boca abajo y un gran perro negro me sujetaba por el cuello. Yo aullaba como loco pero nadie me ayudaba, solo veía la grandes fauces de este animal que me hizo muchísimo daño. Salí corriendo  como pude hasta que estuve a salvo. Un líquido oscuro y caliente no me dejaba ver, estaba sangrando y herido, el corazón se me salía.
Cuando huía sin destino, escuché la voz de la señora que me llamaba. Retrocedí sin creerlo, era la única persona que me podía ayudar en esos momentos. Ella me recibió con alegría pero cuando vio que estaba mal herido se puso muy triste, me tocó con cariño la cabeza y me compró un buen pedazo de salchichón que me supo a gloria. Me llevó hasta cerca de su casa y me dio un poco de sopa, sacó unos líquidos terribles que me puso en la herida y me hicieron saltar de dolor.    Gracias a eso me siento muy bien y he recobrado el ánimo.

A veces las personas piensan que los animales no sentimos, que pueden hacernos toda suerte de cosas porque no pensamos y claro que lo hacemos. Es solo que no tenemos en la cabeza  comprar carros último modelo o ropa de moda, la vida de nosotros depende única y exclusivamente de los humanos. No sabemos cazar, somos indefensos y muy nobles. Nos dieron un corazón muy grande, por eso confiamos en todos y ellos nos golpean, nos maltratan y muchas veces nos asesinan. Sentimos tristeza, soledad y mucha hambre cuando no cuidan de nosotros. Queremos un hogar caliente, una caricia, un te quiero.    Por eso en las noches largas de frio inclemente miro al cielo y pido una familia, un hogar donde estar. Sin embargo, no soy tonto y sé que esta será mi vida para siempre, que no tengo escapatoria. Mañana me levantaré temprano a estirar la patas y continuaré mi camino. No tengo muchas opciones. Encontrarlo a usted o a alguien me quiera acoger en su casa con cariño, no pierdo la fe y me voy rapidito. Tengo que ir a ver una chica que me gusta cerca  del parqueadero, lo único malo es que es madre soltera y tiene tres vástagos chillones que ojalá no tengan el mismo destino que yo: el de la calle.


Soy Lolo el cansolo, gracias por escuchar.


SALVA UN AMIGO: ADOPCIÓN ANIMAL.

Voy a iniciar mi proyecto "Crónicas animales" con la intención de dar una voz a estos seres que se han vuelto parte tan importante de mi vida como debería serlo en la de todos. Inicio con un tema tan vital como la adopción.

domingo, 28 de junio de 2015

Ojos de Gitano: Jenaro Mejía Kintana.

Ojos de Gitano.
En memoria de Jenaro Mejía Kintana.


Cuando sonó el teléfono, Juan se quedó mirando la pantalla incrédulo ¡Pero mire usted pues, hombre, la sorpresa! Cuando me dijeron que venía no me lo podía creer, como la vez pasada me quedé con los crespos hechos esperándolo - se rio con ganas mientras continuaba hablando fuerte 
- ¡entonces qué, Jenarito, ¿dónde está mijo que nada que llega? Después de un par de risas colgó diciendo: se está bajando del metro, subamos a la estación a recogerlo. Caminamos a buen paso un par de cuadras, yo con lupa, la perrita schnauzer de Blas, cogida del collar. Siempre mirando para todo lado como buena rola que no conoce nada de Medellín. Nos encontramos sin buscarnos, como si nos hubiéramos puesto una cita exacta. Jenaro venía como siempre con su sonrisa enmarcada en la cara aunque un poco más delgado y ojeroso de lo normal. Se prendió un cigarrillo Mustang y le dio una calada mientras nos alcanzaba, nos abrazamos todos con alegría, cada cual vivía en diferentes partes. Esa casualidad era excepcional pero no lo pensamos. Compramos provisiones, me refiero a unas cervezas en lata, un aguardientico antioqueño y varios paquetes de cigarrillos pues, gracias a mi dios, todos bebedores y fumadores, nada de abstemios o alcohólicos en rehabilitación. Esta sería la última vez que estaríamos juntos. Para mí era la primera vez con Juan, a Jenaro ya lo conocía. Sacamos las butacas al balcón, era una noche buena para estar afuera. Al son de las cervezas hablamos de todo un poco, del viaje a Francia de Jenarito, para hacer una exposición con todas las de la ley, de las grandes posibilidades que le ofrecía está oportunidad, de los cuadros que iba a llevar a Grenoble, de la opción de quedarse a estudiar. ¡Qué verraquera hombre! - decía Juan mientras le entregaba una cerveza. 
- Unita no más - decía Jenaro con risa - que no puedo tomar mucho, he andado como maluco estos días. 
- ¿Y eso por qué? 
- No sé, los nervios, tanta vaina hombre Juan en la cabeza.
 - ¿Pero temas de plata o qué? Jenaro, usted siempre ha sido muy tranquilo con ese tema del billete. 
- Sí, pero mirá hombre que ha estado dura la cosa. Me ha tocado reunir la plata pal viaje a Francia y verraco, no crea. 
- Pero bueno, lo importante es que hay que aprovechar esa oportunidad al máximo. 
- Claro Juan, una vacanería poder mostrar mi obra allá. - ¿Cuántos cuadros llevás? 
 - Unos cien, creo. Aún no me han dicho. Todo depende de la plata que tenga uno pa llevar las vainas. Las más que se puedan.
 - ¡Ah! muy bueno Jenarito, ¡qué alegría! - ¿Y cuánto tiempo vas a estar allá? 
- Unos dos meses. Pero si surge algo se podría alargar. 
- No, Jenaro, una maravilla. Ahora sí que te volviste un artista internacional. 
- ¡Qué va, Juan! en Europa hay mucha gente genial. Lo que toca es aprender mucho, mirar el trabajo de los artistas, crecer mucho como pintor para venir aquí a seguir trabajando en lo propio. Todo es aprendizaje, estas oportunidades son bellas es por eso, uno puede conocer otras culturas, relacionarse con otras personas, eso es algo invaluable para mí. 

 A eso de la medianoche, ya Kintana pasó al tinto, no tomó más cerveza. Reímos de lo lindo y nos despedimos con un fuerte abrazo a eso de las dos y media de la mañana. Después supimos que Juan y Jenaro se quedaron unas buenas horas más charlando. Esa sería la última noche que compartirían Juan y él. Por cosas de la vida, este encuentro entre dos amigos que se querían mucho no se repetiría. Como dice Juan Gil Blas: la vida tiene cosas muy hijueputas de entender. 



El Urabá estaba dibujado en sus ojos. Parecía nacido para ser árbol, siempre erguido y orgulloso de su raza, de su sencilla manera de vivir, rodeado de pinceles, bastidores, lápices, crayolas. Nació en una familia campesina en Campamento Antioquia en el año de 1957. La lucha siempre fue para él parte de ser hombre. Por eso lo dejó todo, un trabajo estable en las bananeras, y se aventuró en sus propios sueños para llegar a ser lo que realmente anhelaba su corazón. Pintaba día y noche. Buscaba en su imaginario la manera de plasmar sin artificios lo que veía en las calles de su pueblo, en las miradas de la gente que lo rodeaba, en la violencia del tiempo que vivía. Tuvo que ver de cerca el conflicto armado durante varias décadas, en el que las masacres y las desapariciones eran el pan diario de la vida en Urabá. Por eso pintaba para gritar lo que sentía, para decirle al mundo que a través del arte también podemos llorar, es posible hasta creer en algo diferente a lo que por desgracia se hereda, como la muerte. Desde adolecente se vinculó al Taller de Arte Nueva Generación en Apartado donde conoció al maestro José Debanny Marín quien lo influenció de manera positiva en el tema del arte y el inmenso compromiso que tienen los seres humanos con la época en la que viven. Por eso Kintana, desde su mirada y desde su trabajo, como artista siempre les dijo a sus interlocutores que sus colores y formas eran otra cosa, no quería ser parecido a nadie, él quería que lo recordaran por su propio estilo. Su creación artística fue muy propia y primitiva. Por eso el maestro escribía, por esa razón en algunos momentos de su vida decidió buscar nuevos caminos. Se radicó en el Bajo del Oso en Aparatadó, luego se fue a Medellín y terminó en el barrio El Paraíso en Bogotá, donde se dedicó a dibujar, a tallar, a pintar, a caminar por la ciudad. En la capital siempre se sintió cómodo, aunque lejos de su tierra, seguro, feliz de poder dedicarse a su arte. Las limitaciones económicas siempre fueron un quebradero de cabeza porque, como buen soñador, los temas de dinero no eran lo más importante y por eso regalaba algunas de sus obras. En su corazón quería darlo todo. 



Después de varios años en Bogotá, por razones familiares, regresó a Apartado y continuó trabajando con muchas limitaciones económicas ya que era el encargado de proveer a su familia de lo necesario para subsistir. El hecho de no contar con una casa propia lo llevó a perder muchas obras de trasteo en trasteo. Sin embargo, eso jamás fue un obstáculo para continuar su imparable creación que aún no ha podido ser clasificada por su extensión. Se habla de que dejó más de tres mil obras. Juan Gil Blas, escritor, me obsequió unos apartes de una entrevista que le hizo a Jenaro hace un par de años en su casa de la Calle San Juan en Medellín. Una de las impresiones más importantes es el profundo sentimiento de soledad del maestro, una tristeza honda por la realidad del país, por la difícil tarea de ser de alguna manera un artista reconocido en Urabá, aunque no pedía serlo. Para Jenaro Kintana el compromiso era con la vida, con el arte, con la pintura, con la época. Al hablar con Juan sobre el proyecto de este escrito fue muy generoso al darme este material argumentando que no necesitaba colocar el crédito de su entrevista. Pero es menester de mi escrito darle voz a uno de los grandes amigos de Jenaro que hasta el día de su muerte lo acompañó con profunda admiración y respeto, no solo por ser un gran ser humano sino un artista de los mejores que ha parido esta tierra de olvidos y miserias. 



Aquí transcribo algunos apartes de la entrevista que permiten vislumbrar quien era el maestro: 

 “—La aprendiste en Urabá. 
—¿Qué? 
—La pintura.
 —He ido aprendiendo, en Urabá, y ya los contactos también pues con… 
—Pero Urabá. 
—Pero sí, el aprendizaje de la pintura, de los colores y las vainas es Urabá todo. Urabá. Yo… un ejercicio que yo creo que empezó por ahí qué, catorce, quince años.
 —¿Hace? 
—A los catorce o quince años más o menos de mi edad. Me alegra mucho, conocí a Neruda en Anorí. Conocí a Neruda en Anorí como en una vaina de prensa donde había el poema número veinte, conocí a Neruda ahí pues como así en esa época. Fue muy bonito eso, y ya, la comunión sí con el campo, así, también, de campo, muy… Y el arte yo lo he tomado como…, o el ejercicio mío como un juego, yo me acuerdo que pintando eso como jugando con el trompo, o tirando canicas, o bueno, como un juego, pero a la vez muy serio también, porque vos si estás jugando canicas y si no aprendés a tirar bien te pelan, y bueno, o el trompo también, no te baila bien si no aprendés a tirarlo bien, a enderezarle bien el error, si lo querés que baile bastante, o como lo querrás, o que zumbe. Como un juego, pero un juego muy serio. Entonces cuando ya llega uno como a estas partes así que la gente comienza Rún, rún, que Fulano, que el trabajo, que no sé qué, entonces la cosa es comprometedora, pero uno no, uno cuando arrancó no tengo que…, de como esas cosas, ni quiero pues tampoco como apecharme pues tampoco como en esa cosa, yo no sé, Juan, pero sí se preocupa uno de todas maneras. Mucha responsabilidad ya por la credibilidad de la gente…”

 “—Yo he vendido mucho trabajo, Juan, ¿me entendés?, lo he vendido favorable, a bajo precio, para sobrevivir, ¿me entiende?, todo eso, pero…, pero y con eso hay mucha más responsabilidad, hay mucha más responsabilidad, que a vos te compran, entonces Uy, hijueputa, van creyendo en vos. —¿Vos empezaste a vender a partir de la primera exposición? —No, yo creo que demoré muchos hijueputas años para vender el primer trabajo, pero sí, sí. Pero como vender-vender, nunca.”

 “—Yo venía trabajando digamos en un aprendizaje y yo empecé pintando mucho como con el azul, algo así muy azul…, por mis gustos con el color azul, que para mí el color, si algún color a mí me fascina de la naturaleza es el azul, y en toda su gama de azules, me fascina mucho el azul, el azul como por la tranquilidad, por lo que es como el horizonte, la lejanía, bueno, como ese tipo de cosas. Y de ahí, pero también mezclados con todos los colores, porque yo sé y si vos ves los primeros ejercicios de mi trabajo mezclando, trabajé incluso con los dedos de la mano, todos los colores y mezclados. Juego con los colores. Después, en esa época, comienzo yo a pensar cómo (… …) como a tanta sangre y tanta vaina, a partir de colores, es donde empecé trabajando con el rojo, con el negro, y posteriormente el blanco.” 



Sus materiales de trabajo tenían el espíritu de la tierra. Recogía de las calles tablas, puertas, ventanas de las casas donde habían sucedido las masacres. También utilizó las cajas de las bananeras, que tanta violencia y muerte le han dado a este país, para pintar. Una de las cosas más particulares del maestro Kintana era su eterna búsqueda, su alma de niño era inagotable. Un niño que jamás perdió el brillo juvenil de su mirada de gitano. Ojos como nunca vi, felinos, grandes. La primera vez que lo conocí en “La Oficina”, una cafetería diagonal a la Casa de la Cultura de Apartado, me impresionó su timidez, su humilde manera de acercarse. Muy mesurado en su lenguaje, pero muy cercano y cariñoso con todos los que sabíamos, calladamente, la clase de artista con la que estábamos sentados. Sin pretensión de alardear sobre sus conocimientos de arte o sobre sus bellos poemas, era un lector ávido y una persona sumamente culta. Independiente a eso, un ser humano de una generosidad y un sentido del amor que te traspasaba, te hacía querer ser una mejor persona. ¿Y cómo no conmoverse al escucharlo hablar de su trabajo, de sus caminatas incesantes para reconocer en todos quién era él? Todos somos la tierra, todos somos uno, decía con mucha emoción. Hablaba arrastrando un poco las palabras, su sangre antioqueña era su sello. Su ropa se componía de una camiseta blanca del Taller de Escritores de Urabá, bien planchada y limpia, un pantalón de jean y unas botas de obrero. Una gorrita azul deportiva y una mochila terciada de lado. Fumaba bastante y miraba siempre a los ojos a las personas con las que hablaba. Jamás interrumpía cuando otros tomaban la palabra y esperaba pacientemente la hora de decir lo que pensaba y la risa de aquel hombre ojalá no se nos olvide nunca a ninguno de los que lo conocimos. Como dice Hector Abad Faciolince en su libro el Olvido que Seremos: “La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos. O mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigados sobre una playa de olvidos” 



 Uno de sus amigos más cercanos, el poeta y catedrático de la Universidad de Antioquia Juan Mares Poteas, en un artículo publicado después del fallecimiento de Kintana afirma: “En muchas ocasiones me iba por los potreros y las bananeras hasta la casa de Jenaro en el Bajo del Oso. Allí tertuliábamos cuando él no podía asistir. Por aquellos días no pensaba retirarse de Unibán y aún no se había decidido lanzarse como artista en pleno y en medio de la incertidumbre de noches tenebrosas, fijaba imágenes geométricas y punteaba colores para relatar el miedo, la angustia y el horror desencadenado por la soberbia, era una guerra ya fratricida y radical mucho antes, mucho antes. En el titular de un periódico de mucha circulación en el país alcanzaron a titular: “En Urabá vale más un banano que la vida de un administrador.” Dos bandos se disputaban los sindicatos y ya por los noventa empezó la retaliación por otras fuerzas igualmente tenebrosas y estos no llegaron graneando, llegaron arrasando y el dolor creció. Cada que nos encontrábamos nos abrazábamos como si fuera el último, ya cualquier cosa podría ocurrir” Juan Mares retrata de manera muy sincera los embates de una época difícil para Jenaro Kintana que estuvo siempre en la mitad de un conflicto personal y social que marcó de manera definitiva el carácter de su obra llena de personajes, entre los que se encuentran niños desamparados y hambrientos, mujeres desplazadas por el conflicto armado, cadáveres, tiempos turbulentos y tristes que han desangrando a Colombia y que siguen sucediendo una y otra vez. Es como una cadena de calvarios que es parte ya de nuestro imaginario porque hemos crecido en medio de las balas, odios, luchas y asesinatos. 



 Siempre me ha sorprendido mucho que la obra del maestro Kintana no haya sido valorada como se debe, que no fuera reconocido en vida por su extenso y maravilloso trabajo. Por eso este ejercicio que le debía al maestro ha surgido como una promesa cuando vi el espíritu de sus dibujos, la extraordinaria esencia de sus colores, su fuerza creadora, su energía animal que espero que las personas que lean estas líneas se tomen el tiempo de observar y valorar, dejando atrás las comparaciones o las odiosas maneras que tienen muchos artistas plásticos para desvirtuar la técnica sin profundizar. A Jenaro Kintana hay que mirarlo con el alma, hay que darle la oportunidad de la sorpresa, de la ingenuidad, de la profunda mirada de un ser único que perdimos todos. Pero siempre estará su obra, siembre estarán los Bocones, las Vírgenes de Bojaya, Los niños de la calle, La Sequía, Los Andes, Banderas, Lugar Común, entre otros títulos. Se han referido a la obra de Jenaro como un artista abstracto, como un artista onírico y surrealista. Fue un enamorado de Picasso, Kandinsky, Guayasamin, Miró, Wifredo Lam, de Warhol y Basquiat, entre muchos otros. Lo que si es cierto es que no se parecía a nadie. “Sí, porque yo siempre me consideré muy malo para dibujar en la escuela, le sirvo un ejemplo, por decir algo, los profesores me decían: vea, que el marranito, entonces uno tenía que hacer el hijueputa marrano igualito al marranito, muy bravo, o el conejo, huy, esas particularidades tan verracas que lo meten a uno ahí como a primera pues, muy bravo, entonces yo siempre me negué como para el dibujo” Palabras de Jenaro cuando se refería a su manera de mirar el mundo desde siempre muy suya. 



Este trabajo ha sido a todas luces un camino de sinsabores, intentar reconstruir la memoria es algo doloroso. A veces se pregunta uno por qué la vida es de la manera que es, por qué en el mundo habitan un montón de alimañas que mueren de viejos al lado de la nada. Y con eso me refiero a los asesinos, a los políticos corruptos, a los violadores, a gente que se debería ir primero, ojalá sin despedirse. He tenido un amargo sabor de boca desde que se fue Jenaro. Esta vida es un ejercicio en el que todos deberíamos propender por dejarle algo al mundo diferente a una maraña de sombras y tristeza. Una mirada del lugar que habitamos, desde donde nos encontremos, reconstruir la memoria para que nadie nos olvide, sin importar cuánto dinero podamos tener por ello. Esa quizás es la enseñanza del maestro, crear, ser, vivir. Aunque la muerte sea caprichosa. 



Son las once de la noche, afuera llueve y ha sido un día muy frio en la sabana de Bogotá. Recordar a Jenaro ha sido muy triste, especialmente hoy. Recuerdo que vino a Bogotá a pedir la visa en la embajada de Francia días antes del viaje. Siempre se quedaba en el Paraíso en la casa de unos amigos que lo querían mucho, llamó a mi esposo, que en este punto del relato debo decir que fue el que me presentó al maestro, a él le debo todas las historias hermosísimas que sé de él. Nos visitó con Jota, su hijo, en nuestra casa de Cajicá. Nos trajo un par de pinturas que había hecho para recolectar dinero para su viaje. En ellas estaban, sin conocerlas siquiera, nuestras perritas: la Mona y la Negra. Jairo y yo en un lienzo naranja enfrentados uno al otro. 

- Jenaro, pero ¿cómo pintaste a la mona y la negra sin conocerlas? 
- Ah no sé, me imaginó que ya las conocía. Muy linda la casa, qué bonito lugar para vivir. 
- Felices, Jenaro. 
 - El dibujo que les traje es para que lo miren cada vez que peleen. Siempre se tienen que acordar de todas las cosas que los hacen estar juntos. Uno en la vida tiene que aferrase a lo que lo hace feliz y ustedes dos tienen que acordarse de eso siempre, que no se les olvide.



Compartimos una bella tarde, caminamos hasta el pueblo y en la plaza principal estaban celebrando el día de la raza. Kintana tomó un par de fotos y compramos un café con panela que nos ayudó a pasar el frió. Regresamos caminando, charlando de lo felices que nos hacía que hubiera sacado un ratico para venir a vernos. Como si no quisiéramos despedirnos, preparé dos o tres cafés más en casa, como intentando postergar la despedida, como si por alguna razón quisiéramos que se quedara para siempre con nosotros. 

La última imagen que tengo de ti es cuando paramos el bus, te quedaste muy cerca de mi corazón y me abrazaste. 
 - Jenaro lo quiero mucho. Suerte en Francia. 
- Gracias Yineth por el apoyo, sos una bonita. 
- No se olvide de nosotros, aquí vamos a estar para lo que necesite Jenarito. 
- Los llevo en el corazón. 
- Escribanos por Facebook, pónganos foticos de la exposición. 
 - Claro, apenas me instale y vea como es la movida yo les cuento como va todo. 
- Cuídese, gracias por las pinturas, la próxima vez que venga ya las vamos a tener enmarcadas en la sala para que las vea. 
- No se olvide lo que les dije, no peleen. 
- Jenaro, nosotros no peleamos - le respondí guiñando el ojo. 
 - Bueno, ya viene el bus. Nos vamos. 
- Adiós, Jenarito. 
- Adiós, Yineth, mucho ánimo, siga trabajando en lo suyo, no se dé por vencida. 
- No lo haré. 



Dos meses después supimos que Jenaro, al llegar de su exposición en Francia, había muerto en Chapinero. Unos amigos lo recogieron en el aeropuerto el Dorado de Bogotá. Al llegar al apartamento el maestro tuvo dificultad para respirar y cayó fulminado en el suelo. Fue trasladado a la Clínica Palermo a donde llegó por urgencias sin signos vitales. El maestro Kintana murió de un tromboembolismo pulmonar, que según registros médicos se produjo por un coagulo de sangre que se formó en sus piernas por el largo tiempo que estuvo sentado durante su viaje de regreso. Al empezar de nuevo a caminar, el coagulo se desprendió y viajó por sus venas, hasta llegar a los pulmones y taponar algún vaso, lo que le produjo la muerte. Vino a morir a su amada Colombia. Su cuerpo fue trasladado a Apartado después de un corto homenaje en Bogotá, al cual no pudimos asistir por la premura. Sentados en el estudio, sin poder dar crédito a una noticia tan desafortunada, se escucharon en el computador sin razón aparente doce campanazos de iglesia. El silencio nos rodeó y un estremecimiento me subió por la espalda, era el maestro Jenaro Kintana que se despedía de nosotros. Cerré los ojos un momento y busqué en el recuerdo su mirada gitana. La encontré serena, bravía, profunda. Le dije adiós, que nos veíamos en un ratico, que había sido un orgullo y una infinita felicidad conocerlo. Gracias maestro.