Siempre he creído que cada ser
humano es enviado a la tierra con un ángel guardián que velará por él hasta el
día de su muerte. Estoy convencida del
poderoso vínculo que une a los seres vivos con fuerzas angélicas que apenas podemos
percibir. Serafín venia montado en bicicleta por un camino de
servidumbre, escoltado por tres vacas y un ternero recién parido. Su nombre me remitió a los espíritus
bienaventurados que pertenecen a la orden de más alta jerarquía junto con los
querubines y los tronos, en los nueve coros angélicos de la teología
cristiana.
Lo vi una mañana saliendo de la
bruma. Tenía puesta una ruana vieja y sucia, un pantalón de paño raído, unas botas de caucho embarradas y una gorra
desteñida por el sol que dejaba ver un rostro surcado por arrugas. Los perros de las fincas vecinas ladraban a su
paso mientras el hombre sin mirarlos
seguía avanzando con la determinación de aquellos que saben con certeza
cuál es el destino final de sus pasos.
Intenté saludarlo cuando pase a su lado pero apenas si reparó en mí y
siguió de largo como si fuera invisible para sus ojos. Continué mi camino sin
prisa esperando rencontrarlo alguna vez si había suerte.
Con el tiempo descubrí que era
tímido y silencioso pero me empeñé en conocerlo. Deseaba poder hablar con él sobre su vida.
Pero ¿Por qué habría de tener interés alguno en contarle a una extraña sobre una
vida de lucha y trabajo de campo que para él era normal? Nos encontramos varias
veces en el mismo camino a la misma hora, yo luchando por mantener a raya a las
tres perras que siempre me acompañan como sombras en mis excursiones matutinas,
intentando siempre alejarlas de las patas de las vacas que ejercían sobre ellas
una fascinación instintiva por morderlas. Por fin, tras varios meses de encuentros, un
día cualquiera el hombre al verme correteando tras ellas soltó la risa y me
dijo que no me preocupara tanto que los animales eran así.
Al acercarme vi sus manos
callosas y sus uñas maltratadas sosteniendo el manubrio de su bicicleta. A cada
lado llevaba un balde lleno de desperdicios: lechugas maltratadas, cáscaras de
papa, sobras de arroz, plátanos a medio pelar; a sus espaldas un costal con
pasto recién cortado.
- ¡Usted es muy
juicioso! ¡Todas las mañanas los veo pasar a la misma hora!
- Si señora, vamos pa´ donde mi primo que vive más allá de
las casas nuevas.
- ¿Y deja las vacas allá?
- Por este mes se ha podido, pero
ya me dijo que buscara pa´ donde llevármelas, el dueño de la finca se dio
cuenta y lo regañó. Ya mañana a mirar pa´
donde coger con ellas.
- ¿Y ya sabe qué va a hacer?
- Por ahí hablé con una señora que
tiene un solar grande por la sexta, me dijo que no había problema poner las
vacas allá pero me cobra veinte mil el día y con la venta de la leche que dan
las muchachas no me alcanza.
- ¿A quién le vende la leche?
- A mil pesos el litro recién
ordeñado. Tengo mis clientes de toda la vida, Doña Ofelia, Don Armando y otros
más que ni me acuerdo. Me sale mejor venderla menudeada, los de las fábricas
grandes de por aquí pagan a 600 el litro y a veces demoran mucho en pagar. Esos
son verracos para ganar plata, la quieren toda para ellos y como no les toca lo
duro que les importa el campesino.
- Disculpe, no le he preguntado su nombre.
- Sumercé, mi nombre es Serafín,
para lo que necesite tiene en mi un servidor y la dejo, tengo que aprovechar
que está temprano y no viene tanto carro para pasar. Estas se asustan mucho con
el pito de los buses y la gente se impacienta cuando nos ve caminar despacio.
Las vacas no son como las motos o los carros, ellas no conocen de afán y tiene
uno que tratarlas con cariño, son voluntariosas las jodidas yo ya las conozco
como la palma de mi mano.
- Si señor, hágale tranquilo que yo sigo mi camino. Ha sido
un gusto conocerlo, nos vemos luego.
No pude evitar quedarme parada
mirándolo alejarse, tenía un nudo en el estómago. Me pareció muy injusto que un
hombre que ha luchado toda su vida para ganar su sustento en el campo se vea
abocado todos los días de su vejez a caminar buscando un lugar para tener y
alimentar a sus vacas. Me sorprendió gratamente su mirada tranquila, su tono de
voz tan calmado y su decente manera de hablar, su entusiasmo a pesar de lo
difícil del día a día. Quiero anotar aquí una particularidad difícil de
transmitir en el lenguaje escrito: el Serafín, venido de los altos coros celestiales,
imagen de dios, tiene labio leporino, lo que no hace más que aumentar la bondad
que trasmite al hablar.
Nos encontramos en varias
oportunidades más. Alguna vez lo vi tomando una cerveza con el zapatero del
barrio, me vio pasar por la acera, salió con alegría a saludarme y me invitó a
una gaseosa.
- Venga le presento a Don Carlos,
amigo mío desde chinche. Éramos muy cansones y la profesora nos regañaba a toda
hora ¡Yo más contento que me sacara de clase! siempre me dieron rabia las
tareas y las divisiones. A mí lo que me gustaba era trepar árboles y ayudar a
mi mamá en la casa cuidando las gallinas o recogiendo leña para la estufa. Por
eso un día llegué de clases muy aburrido y le dije a ella que por allá no
volvía. Ella levantó los hombros y me dijo que yo vería, que sin educación la
vida era aún más complicada pero que cada cual decidía y que yo ya tenía más de
diez años.
- ¿Y se arrepintió?
- ¡Qué va! ¿de qué me hubiera
servido a mi ser el mejor en matemáticas o sociales si finalmente nunca pude
salir de las fincas? Pasé de ayudar a mi mamá a ser empleado de los que tenían
plata. Todavía me acuerdo del día que me mandó a trabajar interno a una casona
grande en Zipaquirá. Yo sentí que me moría de dejar mis perros y mis gallinas.
Salí con lo que tenía puesto y unas monedas de centavo para coger el bus. Me
fui todo el camino llorando y pensando que no iba a regresar. Desprenderme de
mi madre fue la cosa más dura que viví en esa época. Pero no tenía más
opciones. Mi padre había muerto cuando yo era niño y la vieja no tenía como ver
por mí. Yo trabajaba jornadas de 12 horas, me levantaba a las 4 de la mañana a
ordeñar más de 20 vacas, tenía que limpiar los corrales, mejor dicho, hacer de
todo.
- ¿Pero le pagaban?
- Lo que les daba la gana. Yo
ahorraba hasta el último peso y se lo mandaba a mi mamá. Para la navidad la
venía a ver mientras estaba viva, después de su muerte me quedé por allá como
diez años, hasta que me regresé aburrido del maltrato.
- ¿Y cómo lo maltrataban?
- ¡Ah! en esa época no tenían con uno ninguna
consideración. Tuve un patrón, Don Eustaquio, que me cascaba con un zurriago con
el que arreaba los caballos, si me veía por ahí sentado tomándome un agua
panela me gritaba que era un vago y me daba unos totazos que para qué le
cuento. Uno chino y pobre tiene que soportar eso y más.
-¿De qué murió su mamá?
- Me imagino que de soledad. Los
vecinos la veían ir y venir todo el día, sola. Salía a comprar las cosas
básicas de la casa pero no hablaba con nadie. A mi madre le dio muy duro la
muerte de mi papá, yo creo que la mató eso.
Serafín se quedó mirando al
infinito por un rato largo, la mirada ausente, como si se hubiera reencontrado
con un recuerdo sepultado muy adentro de sí. Como si de repente los años
pasados regresaran para hacerlo sentir triste, quizá solo.
- No se ponga triste, Don Serafín, que me hace sentir
culpable por ponerlo a recordar cosas.
- El recuerdo es lo único que nos
queda cuando envejecemos. Mi madre es la más bella de las imágenes que tengo en
la cabeza. Cuando hablo de ella, siento que la vuelvo a ver, que regresa a mí
como en aquellos tiempos felices, porque los hubo muchos cuando era niño y no
conocía nada del mundo que iba a tener que vivir.
- ¿Y continuó trabajando ya aquí en Cajicá?
- Si, me hice cargo del lote
donde vivía mi mamá y me casé con una mujer muy buena que estuvo muchos años
conmigo. Doña Ana era un pan de dios y vivimos con mucha pobreza pero mucho
cariño el uno por el otro. La conocí en las fiestas del pueblo. Ella estaba
sentada en la plaza tomando algo con unas primas y yo, que he sido tan tímido,
me quedé mirándola disimulado y decidí pretenderla. Pero me costó mucho conquistarla, en esos
tiempos era muy diferente que ahora, tocaba pedir permiso a los padres y hacer
la visita en la puerta de la casa. ¡Dios mío si me dieron unos griponones de
estar parado en la puerta de la casa de ella hablándole de amores! Pero nos
enamoramos y nos casamos un 24 de diciembre.
- ¡Es una bonita historia!
-
Tuvimos tres hijos que tienen su casa por aquí cerca pero no vivo con
ellos. Se casaron, ya tienen sus hogares,
son buenos muchachos, todos tienen familia. Mire usted que yo ya soy abuelo de
2 niñas chiquitas y lo más boniticas. Yo paso por las mañanas y les llevo su
botellita de leche recién ordeñada. A veces las llevo a dar una vuelta en la
bicicleta. Mis hijos trabajan recolectando lo que queda de las siembras de papa
y alverja. Otro cuida una finca grande a la entrada de Cajicá y el dueño lo
dejó tener sus animales, pero tuvo que venderlos hace poco. Con la sequía se
acabó el pasto y el concentrado para las vacas es muy caro y no rinde. Eso es negocio cuando usted tiene buena plata
y puede comprar al por mayor, eso por puchito lo deja a uno en la calle. El
hombre se la rebusca todos los días, nunca le falta trabajo pero vive muy pobre,
con mucha necesidad. A veces me gustaría ayudarlo pero yo apenas sobrevivo con
la venta de la leche y pagando arriendo. Pero, Madre Bendita, no me quejo, no
me falta nada.
- Y su esposa ¿qué pasó con ella?
- Anita, mi doña, se enfermó de
los bronquios, yo creo que por la bregadera con esa bendita estufa de leña. Empezó con una tos seca que se volvió crónica
y cuando la llevamos al médico ya estaba muy desmejorada y la mandaron a morir
a la casa. Murió tranquila una tarde lluviosa mientras yo escuchaba noticias en
la cocina. Cuando fui a darle las buenas noches no la sentí respirar y me
acerqué callado creyendo que estaba dormida pero ya estaba muerta. Desde esa
época todo cambió para mí: hice un mal negocio con la casa y la perdí. Menos mal ya estaba solo porque si no eso la
hubiera matado a ella. Los hijos se disgustaron mucho conmigo y dejaron de
hablarme muchos años. Yo seguí trabajando en lo que salía, recogiendo madera,
cortando pasto o recogiendo papa en las cosechas. Lo más verraco es uno viejo
que ya no sirve para nada, ya la gente no le quiere dar trabajo a uno porque es
lento y no rinde igual que un muchacho de veinte años. ¡Juventud hermoso
tesoro!
Pidió con tranquilidad otra
cerveza. Se sentó frente a mí con ganas
de seguir hablando, como si fuera una catarsis, una manera de exorcizar los
fantasmas que a todos nos rondan siempre que los llamamos nuevamente a sentarse
en nuestra mesa después de años de ignorarlos. Aquel hombre me dejaba sin
palabras. Aquella imagen que tenía al verlo pasar todas las mañanas por mi lado
no era nada ahora que me contaba todas las cosas que había tenido que vivir.
Como dice el poeta antioqueño Juan Mares Poteas en su libro
Ritmos del Equilibrista:
“Somos la sed y el
fuego
También el caudal
Que riega y que inunda
Y que igual se va
Burbuja donde se transparenta mi voz
Palabra que mira
Dice mi cuerpo y las huellas del tiempo
En las articulaciones de mis dedos
En la geografía de mi rostro”
Cuando me embarqué en el
propósito de retratar las historias que iba encontrando en las calles de este
pueblo, jamás imaginé lo que encontraría. Tenía la sospecha de que muchas cosas
en mi vida cambiarían, que tendría que revaluar la manera en la que había
mirado lo que me rodeaba y que tal vez nunca había observado de una manera
honesta por estar siempre preocupada por otros asuntos que a la larga han
desaparecido. Esta reflexión la hago porque es muy difícil entender las
dificultades que deben enfrentar muchas personas en un mundo con desigualdades
abismales entre unos y otros. Desigualdades que parecen surgir de una brecha
temporal ocasionada al poner a una persona del siglo pasado a vivir al lado de
una persona de este siglo. Una máquina del tiempo loca que va dejando
rezagados. Mientras muchas personas cuentan con más de lo que necesitan, otras
deben vivir toda su vida sirviendo a otros, soportando la pobreza con
resignación, eso es algo que me cuesta mucho entender. Estar inmersos en esta
nueva cultura de lo ostentoso que las personas intentan remedar, así no puedan,
por qué es lo que las define. Ese afán por mantenerse al día con lo último en tecnología,
utilizar maquinas hasta para exprimir una naranja, tomar leches ultraprocesadas
que sientan peor que un litro de leche natural vinagre, mientras todavía
existen quienes viven con lo que sus manos les permiten obtener, con lo que la
tierra devuelve al trabajo de esas manos. Sé que todos tenemos diferentes vidas
en distintos escenarios pero que no podamos reconocernos los unos a los otros
es devastador. Por eso me quedó con el silencio del barrio, con la caminata a
la montaña mientras exista el aire fresco de la mañana, con los pocos amigos
que me quedan y que cada vez veo menos, con las ganas de estar apartada para
poder mirar, con poseer poco para crear mucho, con no creerle a la
posmodernidad.
-¿Si pudiera haber vivido de otra manera lo habría hecho?
- No creo, no imagino estar en otra
parte. Cuando me voy por un par de días siempre me da angustia de estar lejos,
este es el lugar donde he vivido durante sesenta y cinco años. Aquí están
enterrados mis padres, aquí nacieron mis hijos, aquí está todo lo que tuve, la
vieja casa donde viví aún sigue ahí, así ya no sea mía. Verla de lejos me alegra
el corazón.
- ¿Dónde vive ahora?
- Alquilo una pieza en una casa,
pago cincuenta mil pesos. Me levanto muy temprano en la mañana y paso todo el
día pendiente de mis vacas. Yo mismo preparo mi comida, si tengo ganas de
huevos pues hago huevos, si quiero chicharrón me lo frito a mi gusto. Me
acostumbré a la soledad, siempre estoy andando de aquí para allá, no me gusta
quedarme quieto. Llego muy tarde en la
noche y me acuesto. Escucho un rato en la radio las noticias, no veo televisión,
no me gustan esas bobadas que muestran, me dan sueño. Voy a misa todos los
domingos y aprovecho para charlar con los vecinos que quedan, muchos se han
muerto ya. Este barrio ha cambiado mucho, ya no somos los mismos.
-¿En qué ha cambiado?
- Pues imagínese, ya no tenemos
donde poner a pastar las vacas. Han comprado todos los terrenos para hacer
conjuntos residenciales, casas de mil millones de pesos. ¿Cuándo una persona
como yo, que gano menos de 20 mil pesos al día, va a comprar una propiedad de
ese precio? Nos compran por nada y nos dejan en la calle. La gente está
vendiendo todo porque no ven ya esta tierra con los mismos ojos de los
campesinos que la labramos desde hace años. Se mueren los viejos y los hijos
quieren apartamentos en la ciudad. Los de aquí se van y los de la ciudad están
aburridos y quieren comprar por aquí. Una cosa muy rara que no se entiende.
- Yo soy uno de ellos.
- Como dijo mi mama: uno es quien es.
- Eso es verdad.
- ¿Otra gaseosita?
- No señor, gracias, así está bien.
- Cada cual busca donde quiere
estar, eso no tiene nada de malo, dijo Serafín mirándome sin pestañear.
- Pero se pone uno a pensar y no
está bien venir a joderlo todo. Es triste ver la realidad de la gente de aquí.
Ver que ya no hay campo para sembrar, que los animales sufren sin un lugar
donde pastar, no deja uno de sentirse como un invasor, como una mala persona.
- No, yo creo que son muchas vainas, me interrumpió
Serafín, es parte de la vida. Uno también tiene que entender que las cosas
cambian, que los tiempos son distintos, lo que pasa es que uno de viejo se
vuelve blando y quisiera que todo fuera como antes pero que va, ya nos estamos
muriendo para dar paso a otras generaciones, otra manera de vivir, sin que eso
sea malo. Yo no creo que usted tenga la culpa de nada, es parte de la vida y ya
está. Lo que si le digo es que si la gente sigue por ese camino en un par de
años ya no va a haber comida ni agua para nadie. Sí, uno sabe que lo económico
es importante pero ¿qué hace uno con plata y sin que echarle a la olla?
- Eso es cierto.
- La cosa es que Cajicá era un
pueblo agrícola y con muchas fincas productoras de leche pero las constructoras
vieron el negocio y empezaron a comprarle a esa gente grandes terrenos donde
construyen urbanizaciones de casas lujosas. Los ricos quieren vivir lejos de la
bulla de la ciudad y compran por acá. Todos los días por donde usted pasa hay
máquinas y obreros construyendo apartamentos, tumbando casas antiguas y
haciendo lo que saben hacer: ganar plata. Esto en diez años va a ser otra
Bogotá. Mire usted no más la calle principal, trancones y trancones, ya esto de
pueblo no tiene nada.
En este punto vale la pena darle
un vistazo a los pocos antecedentes que existen de la creciente urbanización en
Cajicá. Los datos encontrados son de los años noventa y ya en ese momento
advertían el impacto que causaría a esta zona netamente agrícola y lechera la
construcción indiscriminada de proyectos de vivienda que hasta ese momento no
habían sido aprobados por el Plan de Ordenamiento Territorial (POT). Sin embargo,
pese a todo esto los terrenos en esta
población pasaron de un valor de 20 millones de pesos por hectárea a
2000 mil millones, sin contar con los réditos que deja la explotación urbana de
este territorio.
En un artículo de la edición 31
del periódico el Observador de Cajicá,
se denuncia como el Concejo Municipal, de la mano con el Alcalde
Mauricio Bejarano, aprobó el Plan de Ordenamiento Territorial que a la larga
traerá un impacto negativo en la vida de los habitantes del municipio. Según la
representante de la comunidad de Aguanica, la Señora Clara Fonseca, el proceso
que vive la región ya se ve reflejado en que en solo 14 años Cajicá ha perdido vallados,
varias especies de árboles y fauna nativa. “Nos hemos convertido en una ciudad
atrasada, congestionada, insegura y fea”
Se habla de alcaldes y exalcaldes
investigados por estar involucrados en carteles de contratación que junto con
grandes constructoras han comprados miles de hectáreas de siembras de lechuga,
alverja y papa, entre otras, para construir conjuntos campestres en los que las
casas cuestan de mil millones de pesos en adelante. Unidades residenciales con
gimnasio, piscina, canchas de tenis y squash. La otra cara de la moneda:
familias humildes que venden sus terrenos por precios muy por debajo de su
valor, para trasladarse a la ciudad de donde todos huyen por el estado actual
de la movilidad, el alto precio de la propiedad, la inseguridad y el desempleo.
Campesinos, como Don Serafín, que perdieron sus viviendas y que están abocados
a vivir en inquilinatos, sin seguridad social y sin ningún tipo de pensión ni
subvención del estado, que finalmente ha sido el cómplice de las ventas y de la
falta de argumentos legales que protejan los terrenos donde se cultivaba. A la
larga, una bomba de tiempo en los campos plagados de más gente y menos comida
para todos.
Alguna vez me sentí indignada viendo el
documental de Monsanto donde se hablaba de los cultivos transgénicos y de la
intervención de semillas para el consumo humano, hoy pienso que de alguna
manera se tendrá que dar alimento a los miles de seres humanos que habitamos la
tierra. Sin justificar los monopolios. Lo cierto es que en un par de años no habrá
nada para nadie si de los cultivos tradicionales hablamos. Somos muy hipócritas,
al hablar desde la comodidad de nuestra vida de situaciones de las que no
sabemos absolutamente nada. Cuando vemos de cerca las vallas verdes y los
letreros de venta de casas todos los días nos preguntamos adónde iremos a
parar.
- Si tiene hambre pida unas papitas o algo, pan con
salchichón.
- No, Don Serafín, gracias, estoy bien así.
- Se me pasó el tiempo, ¿qué horas son a todas estas?
- Faltan diez para las seis.
- Acabo esta cerveza y me voy, tengo que recoger las vacas.
- Yo también tengo que irme ya.
- Perese un momento y nos vamos los dos.
- Bueno, sí señor.
Caminamos un par de calles juntos,
en silencio, acompañando nuestros pasos. Yo pensando en todas las cosas que me
había dicho, no sé qué pensaba él. Nos separamos en una esquina cualquiera con
un apretón de manos y un hasta la vista.
Sigo encontrándome con Don Serafín a diario, él con sus vacas, yo con mis
perras. El con su suerte al hombro, yo con la mía.
Hace unos días nos encontramos
enfrente de la finca donde hace un par de semanas puede poner a pastar las
vacas porque está desocupada. El antiguo agregado fue sacado por los nuevos
dueños. Me acerqué a saludarlo. Estaba sentado, muy concentrado ordeñando una
de las dos vacas que le quedan, tuvo que vender las otras por falta de pasto
para darles, la intensa sequía de la zona desde hace unos meses ha dificultado la tenencia de los
animales. Me contó que estaba pegado a Dios
para que los nuevos propietarios le dieran la oportunidad de cuidar la finca,
que eso le ayudaría a no pagar más arriendo y tener unas gallinas y sembrar
árboles frutales que tanto le gustan. Me
dio un recorrido por el lugar mostrándome con tristeza como el que se había ido
había cortado las plantas de uchuva, tumbado los árboles de tomate de árbol y otros frutales.
Según sus palabras, le dio tanta rabia irse que dijo que tumbaba todo para que
nadie lo disfrutara. Cosas de la gente que no se entienden, me dijo mirando con
tristeza los palos caídos al lado de la casa cerrada con candado.
- Si me dejan aquí un tiempo, va a
ver usted como pongo esto de bonito. Hay muchas cosas para hacer, igual no me
preocupa que estén rotos los palos, la naturaleza es hermosa y regresa, toma su
tiempo que den fruto pero con cariño esto se vuelve bonito otra vez.
- ¿Y cuánto tiempo podría quedarse aquí?
- Bueno, eso no se sabe, según lo
que me dijeron los dueños esto lo compró Amarilo para un conjunto
residencial. Están esperando a acabar
con una obra grande más arriba pero vienen para acá. Yo le pongo un año. Y
cinco más para que también construyan el lote de al lado.
- ¿El de los cultivo
de lechuga y alverja?
- Esos mismos. El miércoles me dicen si me dejan quedar aquí,
yo le cuento para invitarla a un tinto.
- Claro, Don Serafín.
Lo deje parado al lado del camino
mirando la casita, con los ojitos contentos. Todo un ángel cuidando del reino
que, según el Génesis, Dios nos dejó, sin saber que no estábamos preparados
para ser jardineros de ningún jardín.