Manchas

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miércoles, 6 de abril de 2016

EL CARTUCHO (Texto y fotos por Yineth Mejía)


Nada reflejaba mejor lo que era y sigue siendo Bogotá como el barrio  El  Cartucho  (Santa Inés) en el centro de la ciudad. En sus calles se reunían todos aquellos que por algún motivo se habían apartado del sistema o el sistema los había sacado a ellos.   Lejos de lo que creería todo el mundo, este era un lugar como cualquier otro, simplemente las personas que lo habitaban vestían en harapos. La ropa no era una necesidad, la droga sí.  Entraba todos los domingos por la calle principal que era mirada desde la esquina por la estación de policía de la sexta que parecía un edificio abandonado a pesar de estar repleta de hombres vestidos de verde que atropellaban con sus motos a los que llaman indigentes. Ellos a su vez son llamados cerdos por los habitantes de calle, no indigentes.

Al entrar, la música vieja retumbaba por todo el lugar. Una tienda donde se vendían gaseosas y cervezas estaba siempre abierta. Era atendida por un hombre de unos 50 años, limpio y humildemente vestido. Las personas se acercaban casi siempre a comprar una taza de agua panela caliente con pan, se sentaban en las escalerillas a  tomar con ansiedad la que era tal vez su única comida del día, si había suerte. Se dice que la mezcla de ácido sulfúrico, gasolina y restos de cocaína que contiene el bazuco hace que la sensación de hambre disminuya para los consumidores.

Aquí empezaré a hablar en primera persona con todo y el riesgo que eso conlleva cuando me lean personas cercanas. Ha llegado el tiempo de la honestidad y es necesario escribir los hechos como fueron.  Tengo que decirles también que no me arrepiento de nada.  Las épocas más difíciles de mi existencia fueron también las más hermosas porque conocí la vida de la calle, de los otros, esa fue la única manera de verme a mí misma, de enfrentar mis fantasmas, de ser quien soy hoy. El Cartucho me enseño la fragilidad de los seres humanos, la pérdida y la muerte.  También dilucidé lo  largo que sería mi caminar por un  mundo que jamás me ha gustado,  las relaciones personales tan complicadas para mí y esa manera mía tan personal  de verlo todo. Como si subiera a un bus y me sentara en silencio a contemplar la vida de los otros, oscura y fría como la propia.          




Me gustaba escuchar la música que sonaba en el Cartucho. Me recordaba a mi padre. Canciones  de cantina para tomar aguardiente. Letras desgarradoras y tristes que hablaban de la desolación de la vida, de lo difícil del amor que aún no conocía. Fumándome un cigarrillo deambulaba por mi historia y la de los míos, trayéndolos de vez en cuando en el tarareo monótono de la canción que retumbaba por todas partes. El cartucho me pareció siempre un lugar de bellas melodías, la arbitrariedad del ritmo, la cadencia lúgubre de un mundo que no se parecía a nada de lo que  había visto, era una música real detrás de las posturas ficticias de la mayoría de la gente que conocía. Ellos eran de verdad, sus demonios existían. No competían por parecer ser otros o tener algo que no deseaban. Eran tan humanos como yo, bailaban en la dirección de la amnesia. La música del callejón de la muerte tenía la distancia de las cosas ajenas, de las que se miran de reojo porque incomodan por su absoluta sinceridad, el rock de la realidad humana sin posturas, sin ataduras, sin nada más que el vacío.  Esa era la melodía que concordaba con la Bogotá que conocía, sin máscaras, sin toda esa mierda que me llenaba de asco. El mundo normal.  Lo que se suponía que tenía que ser y la rebeldía absoluta de no querer ser parte de ninguna fila, de no tener ganas de parecerme a nadie. Por eso no quería bailar El Combo de las Estrellas en navidad, ni ponerme el uniforme del colegio de monjas donde estudiaba y me lavaban la cabeza rezando padrenuestros para salvar mi alma de la podredumbre; no quería la ropa de señorita que mi mamá me compraba, no quería repetir la historia de nadie, quería mi propio lugar, por eso el rock, la mariguana y la contracorriente.  Por eso el centro, por eso las calles llena de gente anónima, por eso la vida de los que caminaban conmigo, por eso los Ramones, los Sex Pistols, Nirvana, Joy División. Por eso la vida pendiendo de un hilo, por eso un soplo para estar, para vivir, para ser.                


Compraba siempre un paco de bareta por mil pesos que me alcanzaba para toda la semana. En la olla ya me conocían, era  la mona porque tenía el pelo largo y claro. Nadie se metía conmigo, era su visitante habitual, la mayoría sabía que me tomaba una cerveza en la esquina mientras esperaba el encargo envuelto en hojas de periódico. Mientras esperaba miraba las personas a mi alrededor, la miseria en sus ropas, el olor a basura,  al humo dulzón del bazuco.  Era una atmosfera perturbadora, parecía una historia del libro La Gente del Abismo de Jack London. Las calles aniquiladas  por el tiempo y el uso. El que había sido en otras épocas un barrio hermoso y colonial, llamado Santa Inés en el año de 1833,  ahora era un socavón derruido.  Se habla de que en aquellos años existían en esas calles chicherías, fábricas de instrumentos de cuerda, velas y jabones. Este lugar era visitado por todo tipo de personas y con el tiempo empezaron a alquilarse habitaciones y a generarse robos y problemas en la zona. El periódico el Cachaco de Bogotá, bajo la dirección del periodista Florentino Gonzales, aseguraba:  “vagan por las calles enjambres de hombres y mujeres que pueden ser pobres. Se dice que son vagabundos y embusteros”   Este mismo personaje propuso  cerrar las chicherías, limpiar las esquinas contiguas al Rio San Francisco y prohibir los espectáculos públicos. Estas serían las primeras políticas públicas expresadas acerca de los habitantes de la calle. En 1829  el jefe de la policía de la ciudad, el señor Ventura Ahumada, reclutaba a los vagos y gente sin oficio, deseaba que las prostitutas se emplearan en oficios “más limpios”, como decía él. Las calles del barrio Santa Inés empezaron a ser vistas por la clase dominante  como un espacio marginal donde se encontraba lo sucio y feo de la sociedad.  Situación que no ha cambiado en nada.  Ahora hay más ollas en diferentes sitios de la ciudad, ya no es exclusivo del centro de Bogotá ser zona roja, ya cada sector tiene su zona de tolerancia. La descomposición a la que tanto temían en épocas pasadas se ha propagado como una plaga.  Las difíciles condiciones de vida, la falta de educación y oportunidades, la desigualdad, el interminable desplazamiento y la migración de personas de todo el país a la capital por violencia o en busca de empleo, han poblado las calles.


En el Cartucho se encontraban extranjeros, periodistas, médicos, comerciantes, políticos, etc. No es una leyenda urbana, los vi caminando sin rumbo, hablando otros idiomas en medio de la euforia asesina de las drogas.  Entre todos ellos estaba Jorge Gaviria Pérez, El Científico lo llamaban. Se decía  que era arquitecto de la Universidad Javeriana, que venía de una familia acaudalada pero que se perdió en el vicio y terminó viviendo en el callejón de la muerte. Todos lo conocían porque se sentaba al lado de la hoguera que siempre ardía de cara a la avenida Caracas a componer poemas:

“Desechables,  el tiempo nos hace desechables, nos baja la mirada.
Nos arrastra la mirada por el piso las angustias, rondamos la basura del ayer.
Dominando días blandos de cartón, despertamos el enigma del futuro”


Fue Clara la loca, su mejor amiga,  quien le dijo que no dejara perder sus poemas, que los guardara, que eran hermosos. Entonces El Científico empezó a buscar entre la basura lápices y cuadernos para escribir sus letras llenas de tristeza y soledad.  A unos compañeros de calle empezó a dárselos para que los vendieran en los buses y pudieran dejar de mendigar por un pan y de ser atropellados por la gente. Con el tiempo empezaron a sacar fotocopias en una tipografía y nació El  Volante, un proyecto que buscaba darle dignidad a un centenar de personas que no tenían nada. Fue amigo personal de María Mercedes Carranza quien lo invitó a varios recitales de poesía en la Casa de Asunción Silva.  El Científico murió en el año de 1990 víctima de una neumonía a sus 35 años, se lo tragó la calle. Quién sabe qué lo hizo llegar allí o qué circunstancia de la vida lo marginó de sí mismo, lo único cierto es que detrás de cada ser humano hay historias que nadie conoce, la vida es un destino perdido para muchos. 
                  
En 1894, este barrio en el corazón de Bogotá se convirtió en un vecindario al que llegaban viajeros de otras partes del país. Llegaban en el nuevo servicio de ferrocarril a la estación de la Sabana. Entre los años 1919 y 1925 se abrió la avenida Jiménez de Quesada hasta la Plaza San Victorino, se construyó la escuela Santa Inés y se acondicionó para el barrio la línea del tranvía por  la calle octava, la carrera once y San Victorino. Se habla de casas estilo republicano con entradas de inmensos portones de madera tallada, dando paso a inmensos zaguanes que llevaban a patios centrales rodeados de piletas y materas.  En este patio estaban los opulentos salones de recibo.  En los segundos pisos se encontraban las habitaciones. Había un tercer patio donde estaban la cocina, la pila de recoger el agua y los baños.     

Santa Inés estaba habitada por gente común y corriente. Eran familias provenientes de Boyacá, los Llanos Orientales y Santander. La cotidianidad solo se interrumpía por las sirenas de la fábrica de Bavaria que retumbaba en las calles a las 7 am. Los viernes era el día de mercado en la Plaza Central. Los productos eran traídos de Villeta y Facatativá. El transporte de los alimentos se hacía en zorras o, para que no suene tan mal, transporte de tracción animal. En esta época ya se reportan trancones monumentales en esta zona de la ciudad. Esta historia encaja de manera perfecta si se quiere entender la dinámica del centro de Bogotá. En este barrio también existieron personajes como el bobo del tranvía, la loca Margarita y el poeta Tamayo, editor de la Voz del Pueblo. Este personaje vivía en la calle 10 y perteneció a un movimiento literario llamado la Gruta Simbólica, considerado un grupo de humanistas y poetas que representaron una sociedad dividida y con grandes diferencias de clase. Querían que se respetara el lenguaje tradicional y se oponían a la vanguardia que robaba la identidad de las gentes y sus tradiciones originarias.

Como siempre, las élites vivían en otros lugares y miraban de reojo una realidad que les molestaba enormemente. Los Turbay, los Rima y los Salem compraban pan fresco en la tienda del polaco y exuberantes arreglos florales donde una madame francesa de finísimos modales, las elegantes señoras que querían parecer españolas compraban costosas telas a los árabes en la carrera 9. Las mujeres de alta sociedad cuando tropezaban con un pobre le gritaban “indio zarrapastroso”, la ciudad cambiaba, mostraba su cara más real e incomodaba a todos los que querían residir en un lugar de bellos parques e inmensas iglesias para ir sin falta los domingos. Rezar era una costumbre muy arraigada ayer y siempre para lavar culpas, para expiar conciencias manchadas. La iglesia ha patrocinado desde siempre la desigualdad, la pobreza y ha fomentado la exclusión.  ¿Acaso la miseria no es la mejor manera de colonizar y segregar a las personas haciendo de unas pobres y otras ricas?


El oficio del reciclaje, que data de esta época, sucedió porque muchas personas padecían hambre y veían como los que tenían recursos botaban a la basura cosas que ellos ni en sueños tendrían. En los desechos encontraban envases y  papel.  Después de la canalización del rio San Francisco quedó marcada la ruta hacia la calle del Cartucho, lugar de reunión de las mujeres de pañolón negro de flecos que recorrían la ciudad gritando a voz en cuello: ¡comproooo botellaaaa, papel!  Los tesoros mejor pagados eran los envases de perfume María Farina porque en ellos se reenvasaban perfumes adulterados y pachuli barato. Estas mujeres caminaban días enteros con un costal al hombro por zonas en construcción como Teusaquillo, Chapinero y la Candelaria. Otra de las funciones de las botellas recogidas era para rellenarlas de  “Pipo”, un licor que era preparado en alambiques caseros, una mezcla de aguardiente con gaseosa y gasolina. Ya podrán ustedes imaginar el resultado de esta combinación que resultó ser explosiva y la causa de problemas de orden público en el barrio. Algo así como para nosotros en los noventas una cajita de Tequimón o un chorrito de ron Jamaica.                                
                 
La Cucha


Tenía unos sesenta años mal llevados. El rostro con marcas de heridas y la boca sin dientes. Siempre llevaba el pelo recién bañado en una cola bien peinada. Limpia, con ropa que parecía no ser de ella, que le quedaba grande, los zapatos inmensos sin medias. Cuando caminaba  arrastraba los pies, parecía cargar sobre sus hombros un sinfín de historias y pobreza.  Yo le llevaba galletas, café y cigarrillos Piel Roja cuando podía. La mujer se alegraba de verme siempre. Alguna vez me invitó a su casa y me mostró como vivía: una pieza húmeda con un colchón en el piso y una bolsa de basura negra llena de cachivaches viejos que vendía  en la calle principal del Cartucho por las tardes. Por las mañanas apenas se paraba, víctima de la resaca del bazuco que le dejaba el cerebro hecho pedazos y le quitaba las ganas de vivir. Pantalones viejos, camisas rotas, cosas por lo que apenas conseguía un par de monedas para una bicha de bazuco.   Me dijo que me sentara mientras preparaba un café en lo que al parecer era una improvisada cocina en el pasillo. Mientras miraba la pared a punto de caerse escuchaba a la mujer dando bomba a una estufa de gasolina. Por una de las ventanas traseras de la habitación se veía una pieza grande en penumbra.  Sin embargo, se entreveían varias figuras de personas envueltas en un humo blanco y espeso. Una de las sombras caminaba de un lado a otro como si el volumen de la música de su cabeza estuviese muy alto.  Una sombra alargada y de pelo en la cintura estaba mirando de frente la pared y parecía hablar con ella. Sentados en un sofá raído algunos otros miraban al vacío sin decir nada. Tuve mucho miedo, era la primera vez que conocía de cerca un lugar tan sórdido, tan lleno de nada, tan completamente carente de alegría.   Mientras intentaba ver para otro lado, una canción empezó a sonar en mi cabeza y los pies se empezaron a mover, repetía una y otra vez la estrofa de Soledad Criminal de las 1280 Almas:

Un hombre sale en la noche a buscar compañía.
Y termina apelado por la policía.
Alguien compra y se inyecta la dosis letal.
Alguien corre en la calle peligro mortal
Alguien grita y llora y nadie lo entiende
Un anciano olvidado  se vuelve demente.
Es esta soledad criminal.
Es esta soledad criminal”
     
- Usted está muy joven para andar metida por acá - me dijo mientras me entregaba una taza rota con tinto.
- No pienso mucho en eso - le contesté con antipatía.
- La diferencia de muchos de los que vivimos aquí es que no tenemos más opción que esta.
- Pero  ¿por qué no se va? - le dije incrédula.
- A uno después de que lo coge el bazuco no lo suelta, ese es mi demonio, mi infierno y mi muerte.
- A mí no me gusta esa vaina – respondí -  Solo fumo marihuana.
- Ojalá que nunca le dé por gustarle, sería muy triste tenerla de compañera de pieza. Es solo una fumada lo que lo separa a uno de una vida medianamente feliz a vivir confinado en un infierno como este.

La mujer sacó del sostén una pipa hecha con una tapa de gaseosa y encendió un fosforo que acercó con maestría a su boca repleta de arrugas. Dio una intensa calada y se quedó mirando al vacío. No había pánico en sus ojos ni prisa en sus palabras, simplemente una mueca vacía en sus labios apenas dibujados en su rostro cenizo.

-Siempre me acuerdo de mi mamá cuando fumó. Es como si por alguna razón se me aclarara la mente y la viera frente a mi hablándome con esa voz tan bonita que tenía ella: ¡Arréglese el pelo mija que parece una bruja! Me decía en broma. Yo me iba a abrazarla fuerte porque me encantaba que me dijera bruja. Mi madre murió cuando yo tenía 16 años y la vida para mí se acabó ese día. No hay un solo momento que no la extrañe y solo espero el momento en que pueda reencontrarme con ella, lo único que temo es que el humo que se me ha metido en la cabeza no me evite verla cuando por fin salga del purgatorio.
- Gracias por contarme eso - le dije mirándola con tristeza - tenga la confianza de que la va a ver y ella a usted.
- Ojalá - respondió la anciana cansada.

La historia de la cucha había sido el resultado de una familia dividida por la muerte de la madre por un cáncer fulminante del estómago. Su padre las abandonó mucho antes y al fallecimiento de ella quedó totalmente desamparada. Al principio vivió con una hermana de su mamá pero se cansó pronto de ser la empleada del servicio de ella. Nunca quiso estudiar y cuando se dio cuenta ya tenía más de 25 años y no sabía hacer nada. Conoció a Nelson, un ladronzuelo del centro de Bogotá, y empezó a fumar marihuana con regularidad. Con él se organizó y tuvo su primer hijo que le fue arrebatado por el Bienestar Familiar por su abuso con las drogas.


En los años noventa  empezaron los rumores de que sería demolido el barrio  Santa Inés por ser una amenaza de ruina por el mal estado de las casas y ser el refugio itinerante de vendedores y consumidores de drogas. En más de una ocasión  fueron tomados por sorpresa sus habitantes por intensos operativos policiales que daban como resultado el decomiso de armas y drogas, motos robadas y toda clase de objetos que eran vendidos a bajos precios por los adictos. Se hablaba de que allí se reunían diez mil personas entre delincuentes, recicladores, consumidores y habitantes de calle. Lo que la gente sabía y no le importaba era que ejército y policía se lucraban de actividades como la venta de drogas, prostitución de menores y cualquier actividad ilícita. Las fuerzas del orden estaban vendidas al mejor postor, regateaban con la muerte, con la miseria. Las mayores ollas de consumo de drogas en Bogotá estaban, y siguen estando, frente a sus ojos porque ellos las patrocinan, ellos son los que han sacado provecho. Los dueños de las ollas no son indigentes, son empresarios, son militares de altos rangos, es el estado hipócrita que tiene el control. La pobreza es la mejor manera de perpetuarlo todo. Los indigentes, los drogadictos y las prostitutas lavan dinero, con sus cerebros pagan la cuota de un país enfermo desde adentro. Nadie nos quiere inteligentes, nadie nos supone medianamente informados.  Nos quieren callados, nos desean víctimas, nos anhelan muertos. Aunque sea en vida.                 

Este barrio tuvo mejores épocas, confesaba la anciana, aquí vivía gente muy rica.   Su nombre viene de los hermosos cartuchos que florecían en los jardines de las casas  de este sector.   Por la proximidad de este barrio con la plaza de mercado  y sus actividades de reciclaje la zona empezó a deteriorarse. Otro de los factores que dio el golpe final para que el barrio Santa Inés se acabara fue el Bogotazo que hizo que gran cantidad de personas desplazadas y gente que buscaba nuevas oportunidades llegaran a él. La demolición posterior de la plaza y la iglesia de Santa Inés para la construcción de la carrera decima daría una nueva dinámica de miseria a esta zona céntrica de Bogotá. La alta tasa de desempleo en la segunda mitad del siglo XX produjo grupos de personas que se establecieron como vendedores estacionarios en la carrera 10 con calle 12. La calle se convirtió en un canal de servicios, la clase obrera tomo la calle como su única vía de sustento y comenzaron a luchar por la reivindicación y respeto de sus derechos.  


En los años sesenta y setenta se registraron grandes migraciones por la reforma agraria que hizo que los dueños de las tierras fueran unos pocos y los campesinos azotados por el hambre y la miseria tuvieron que salir del campo a buscarse la vida en la ciudad. El desplazamiento no es un fenómeno nuevo, hace parte de nuestra historia. En aquella época empezaron a desfilar familias numerosas buscando un lugar donde vivir. Muchos de los niños recién llegados, debido a la necesidad, empezaron a salir a las calles a mendigar. Mientras los cachacos disfrutaban de la ópera y la tertulia, otra parte de esa misma ciudad pasaba infinidad de necesidades. Los extraños, los recién llegados, empezaron a unirse a la población de las calles. La hermosa ciudad que todos soñaban se empezó a sentir insegura, era mejor no salir tarde en la noche porque las esplendidas damas de sociedad eran despojadas de sus collares y sombreros.                


Meses después de conocer su casa, la cucha desapareció para siempre de aquellas calles. Un día cualquiera me encontré con la esquina vacía y por más que pregunté nadie supo darme razón. Me arriesgué y la fui a buscar a la vieja casa donde solía vivir pero la puerta estaba cerrada con un inmenso candado. Intenté mirar por una de las ventanas y no vi nada, no estaba el colchón ni la ropa, se había esfumado.   La cucha aún camina en mi cabeza y estos días que la he traído de regreso en mis recuerdos ha vuelto a hablarme en voz baja. Espero que esté con su madre pero tengo la certeza de que cualquier lugar es mejor que este.



Entraron las retroexcavadoras, la fuerza pública acabo con todo a su paso. Millares de personas tuvieron que darse por vencidas ante los gases lacrimógenos, las golpizas y los asesinatos. Los que no tenían nada, tuvieron que salir de un lugar que nunca fue propio, con la promesa de un parque hermoso que engalanaría el centro de una ciudad que es más de ellos que de cualquiera. Y con todo, sigue siendo un espacio marginal donde aún están. No puedes suprimir con arrogancia la verdadera esencia de lo que somos y seguiremos siendo, la Bogotá sin adornos, sincera, triste, macabra. La Bogotá de todos y de nadie.


1 comentario:

  1. Madame, me gustó lo que escribió. Viví allá un tiempo por camisa de fuerza cuando todavía estaba Flota La Macarena y Expreso Bolivariano, los que llevaban pasajeros a Cáqueza y Villavicencio. También conocí cómo vivían lo que no fumaban porro y tampoco juzgaban, ladrones inverosímiles que podrían ser actores y un analfabeta que aprendió a hablar inglés a trancazos para robar a los "gringos" con anillos de cobre y esmeraldas de vidrio. Allá en medio de Led Zepelin y Gardel, me emborraché y preferí al porro a al alcohol y las drogas,

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