Manchas

Manchas

viernes, 27 de enero de 2017

CLANDESTINOS

Clandestinos

“Solo voy con mi pena, sola va mi condena, correr es mi destino para burlar la ley, perdido en el corazón de la grande Babilón, me dicen el clandestino por no llevar papel”

Clandestino. Manu Chao.



Recuerdo estar sentada en el Wafe,  puerto del Urabá antioqueño, a las 6 de la mañana con un letargo viajero de ocho horas de recorrido mal dormido, sin saber muy bien dónde estaba mi mente.  Los ojos juguetones observándolo todo, embelesada con el caminar de las morenas voluptuosas recién bañadas, que con cada movimiento desprendían ese olor delicioso a otra parte, a música de cuerpos, a sexo, a oscuridad de mar. Siempre altivas, coquetas, deliciosas. Y los machos con cortes a la moda, uñas pintadas con filigrana, ropas de marca, avanzando siempre a la caza de atención, dinero, de oportunidad.  Los ojos puestos en el turista desprevenido que casi siempre está tomando fotos de cualquier cosa. Todos esperando el verde, los sueños se compran con dólares, el peso colombiano vale menos en estas tierras.

La rutina del puerto incesante. Vendedores de sombreros, gafas, carimañolas. El olor del muelle en oleadas pestilentes. Los detritos flotando por todas partes, bolsas de basura, aves muertas, desperdicios de comida, el vómito de la humanidad  en todo su esplendor.  Esa nausea contenida, esa sensación extraña de estar parada justo al borde de algo que no sabes muy bien como definir: A lo lejos, majestuoso, el mar,  mezclado con aguas dulces del rio León que se diluye en colores grises casi tristes;  al fondo, en el horizonte, la promesa de ese viejo mar se mezcla con los manglares que son la puerta de entrada a la selva del Darién; acá el cementerio de barcazas que es el Wafe, las casas coloridas y destartaladas que casi se yerguen sobre ese caño que hace de entrada al muelle.  Un desayuno de café oscuro y arepa de huevo, el hambre apremia y los viajes prueban los estómagos y también las conciencias. No es raro estar parada en medio de la nada pensando el destino  propio, la inutilidad de la existencia, lo solos que estamos casi siempre en medio del gentío parlante buscando un tiquete de lancha, en medio del estruendo del vallenato y el reguetón que parecen incesantes en esta zona.



Cansada me reclino en una silla a la espera de la salida de la lancha rumbo a Triganá.  Me revuelvo en mi puesto, incomoda, sin saber con exactitud si me duele el cuello o la cabeza. A mi lado una mujer con varios niños pequeños, uno de ellos en brazos,  una negra de estatura mediana de rasgos hermosos, muy distinta de todas las otras, tiene un turbante de colores vivos en la cabeza y el rostro sudoroso. La niña la jala de la falda y le pregunta una y otra vez algo que no entiendo. Me incorporo de a poco y aguzo el oído para saber qué es lo que le dice pero tropiezo con un inglés rápido y mezclado que no comprendo. Estoy de vacaciones, me digo mentalmente, no debería estar entrometiéndome en lo que no me importa, pero soy curiosa, quiero saberlo todo, es algo natural en mí, qué le vamos a hacer. A los pocos minutos se reúne con la mujer y los niños un hombre de unos cuarenta años, delgado, de ojos saltones, mal vestido. Lleva en las manos unos tenis recién comprados.  Se quita los zapatos viejos, desbaratados, y los tira de mala gana a una caneca de basura. Tiene las medias rotas pero no le importa, se los pone con rapidez y sigue en lo suyo. Saca con las dos manos ropa de las maletas y la tira igual que los zapatos viejos. La niña llora desconsolada al ver sus cosas desaparecer entre la basura.



La gente se arremolina en la salida, ha empezado el llamado a lista para embarcar. No me muevo de mi sitio, estoy mejor ahí sentada que entre el barullo de la turba que quiere subir primero para aguantar una hora a que todos  los demás suban después de pesar las maletas. A un par de metros unos jóvenes negros ríen estruendosamente. Son altos y fornidos como la mayoría, bien vestidos. Algunos acaban de comprar teléfonos celulares y se toman fotos entre ellos. Dos tienen cadenas de oro y anillos grandes. Al lado de sus maletas galones de cinco litros de agua y botas pantaneras. Me quedo reflexionando largo rato. Botas de caucho en este calor infernal. Quizá van a trabajar en las bananeras. Me levanto y voy en busca de mi compañero de viaje, él entiende mucho mejor que yo el inglés y necesito que les pregunte, antes de que se suban a la panga (lancha), adónde van. Jairo se acerca, como quien no quiere la cosa, a hablar con uno de ellos. Los miro de lejos con interés. No alcanzo a escuchar nada, solo puedo ver las manos del muchacho que se mueven mientras habla mirando al suelo, no mira a los ojos, esquiva de manera pertinaz la mirada del otro. La charla dura un par de minutos. Jairo me guiña un ojo y se va a tomar fotos de los que se están subiendo a las lanchas.

- ¿Quiénes son?
- Buena pregunta, me contesta Jairo entretenido con el lente como siempre.
- Algo te tuvo que decir, yo los vi charlando, le contesté impaciente.
- Me dijo que es de Haití y que vienen desde Pasto, que están de paseo.
- ¿Para dónde van?
- Capurganá.
- ¿Para qué llevan botas?
-  Él no me dijo nada pero creo que son inmigrantes ilegales.
- Hubieras empezado por ahí, Le dije mirándolo con los ojos que se me salían de las orbitas.
- Él dice que viene de paseo para despistar pero a toda esa gente la traen para pasarla a Panamá por la selva del Darién.
- Pero a quién se le ocurre  semejante barbaridad, si esa selva se traga todo.
- No sé, me contestó mientras salía corriendo a tomar la foto de una tijereta.



Esa madrugada, recién llegados, el dueño de un hostal cercano nos había sacado de la calle. Estaba paseando un par de pastores alemanes y vio que nos habíamos instalado en la plazoleta al lado del Wafe a esperar el amanecer. Vengan se toman un tinto, aquí no es bueno que esperen, los borrachos del lugar no hacen nada pero pueden pasar otros en moto y los roban. Lo seguimos con un poco de desconfianza pero el café caliente nos devolvió la calma. Fue este paisa de Turbo quien nos contó que hasta hace poco el puerto había estado repleto  de cubanos intentando pasar hacia el norte. Nos dijo que ahora eran africanos.  Realmente era imposible saber el origen de cada ser de piel negra transitando las calles. Saqué el teléfono de mi bolsillo y les tomé un par de fotos. No podía apartar los ojos de ellos.   Si hubiese podido los habría entrevistado pero teniendo en cuenta que no hablo inglés me quedé rabiosa observando a mi acompañante encaletado detrás de unas sillas tomando fotos a una indias Cuna, malacarosas, que hablaban entre ellas. Esas son las únicas oportunidades en que reniego de no haber aprovechado las clases que me pagó mi madre en el Meyer y que me aburrieron hasta la náusea. Embarcamos después de un rato y los perdí de vista. La morena de los niños se fue con nosotros en la misma barca. La vi secarse las lágrimas un par de veces mientras miraba el mar. Los niños inquietos, igual que ella, miraban a la lejanía  a quién sabe qué. No lo sabré nunca.   



Bajamos primero en Triganá donde estaríamos un par de días. Disfrutamos de la soledad de la playa, de un mar sosegado y resplandeciente, días hermosos con pocos turistas y comiendo patacón con pescado a diario. Una alta dosis de cerveza fría y mucho tiempo para caminar y pensar. Se me clavó la espinita de la historia de los migrantes e intenté preguntar a los locales que sabían de eso. Siempre encontraba respuestas evasivas, al parecer no les gustaba mucho hablar de eso, sin embargo, allí en Triganá hallé el primer atisbo de lo que se convertiría en la mitología del migrante. La historia dominante en el lugar era que estas personas, haitianos y africanos en su mayoría, habían sido contratados en Brasil para las construcciones previas al mundial de fútbol y que una vez habían terminado, se quedaron allí varados y sin trabajo por lo que empezaron a subir buscando llegar a Estados Unidos. Al parecer ingresan al país por la frontera con Ecuador, de Ipiales pasan a Pasto y desde allí algunos vuelan a Medellín aunque la mayoría, me enteraría más adelante, eran esperados en Pasto por personas que les tienen la ruta armada en bus hasta Turbo y de allí en lancha hasta Capurganá y Sapzurro, para cruzar la frontera con Panamá por la selva del Darién.

Nuestra segunda parada era Capurganá. Llegamos un jueves en la tarde para encontrar todo revuelto:  era la fiesta de la Cigua y todos se preparaban para un fin de semana de parranda y trago hasta que la conciencia se perdiera por completo. Descubrimos con sorpresa que  no había electricidad, estaban apagados ventiladores y neveras, se habían caído unas torres de energía. En la tarde empezaron a encenderse las plantas eléctricas, las más grandes de ellas, las que alimentaron los parlantes en el parque principal, fueron aportadas por los “paras” de la zona. Sí, todavía están ahí y todos lo saben. La música empezó a tronar. Llegó la champeta y el reguetón a apoderarse de turistas y nativos. Las muchachas con sus mejores ropas caminaban hacia el parque.



El viernes en la mañana salimos a desayunar y al lado de donde estábamos, había un tipo gordo con acento paisa hablando por teléfono: “Yo ya le dije a usted que tengo la flecha segura. Además son unos dólares más pero yo garantizo la vuelta. Tengo gente de aquí que conoce la región. Usted vera pues, me llama si concreta algo, yo ya mañana me voy para Medellín, a la final el que se embala es usted”. Detrás del hombre, a la entrada de un hostal, se hallaban reunidos todos aquellos negros de idioma extraño que habíamos visto en Turbo,  se estaban poniendo las botas pantaneras sobre unas gruesas medias de fútbol que también vimos vender en el puerto, llevaban ya capas impermeables y el garrafón en la mano o colgado a sus maletas. Los coyotes, aunque allí nadie les llama de esa manera instaurada en México, son los encargados de pasar a los migrantes cubanos, senegaleses, congoleses y de otros lugares hasta Panamá. Cobran entre 50 y 100 dólares para guiarlos por el tapón del Darién hasta un punto en el que, supuestamente, los reciben indios Cunas o militares panameños para continuar el camino. Los grupos son de aproximadamente 40 personas, lo que le resulta más rentable y han bajado las tarifas. Me quedé parada en una esquina viendo desembarcar la gente, un  muchacho en una moto los guiaba con la mano para que no se quedaran a la vista de todas las personas y de los guardas de migración que se hacían los bobos cuando pasaban a su lado. Todos miraban al suelo, asustados, y caminaban a paso rápido. Cuando el tipo de la moto se dio cuenta que los seguía con la mirada y estaba tomando fotos empezó a gritarme groserías: “Aquí no se pueden tomar fotos, si no quiere problemas mejor lárguese que no nos gustan los sapos” Los vi desaparecer camino a la cascada El Cielo.





Las fronteras se parecen entre sí, más filosófica que geográficamente. El sueño está del otro lado. Colombia no es frontera con los Estados Unidos pero es el inicio de la travesía. Tradicionalmente han sido los sudamericanos los que cruzan por este lado pero con el tiempo se han sumado muchos que desde cualquier continente llegan a este para iniciar su peregrinaje sin fin.  Atraviesan varios países para llegar a nuestro Tijuana, a nuestra Ceuta. Piensan que con llegar a Centroamérica han completado la mitad del camino. Saben de las restricciones en el norte pero nada saben de las mapanás, de los mosquitos de la malaria, de los jejenes de la leishmania, de los rigores de la selva, de los fantasmas que quieren su dinero y no reparan en causar la muerte, de las pocas posibilidades de éxito.

Se estima que en 2016 fueron detectados 3.891 migrantes irregulares en el Urabá. El año  pasado se generó el drama humanitario más grave ya que Panamá cerró la frontera dejando más de 200 personas varadas en Turbo.   Estas personas dormían en los parques y las calles, muchos de ellos padres de familia con sus hijos menores de edad también en precarias condiciones sanitarias y económicas. Según familias cubanas retenidas en la zona el camino empieza con dos mil dólares de presupuesto y la promesa de los coyotes es que el viaje durará ocho días. Salen de Cuba con destino a Guyana camino a Brasil. Después cruzan por la amazonía o por Ecuador y desde cualquier punto, por 800 dólares toman un vuelo chárter Medellín y por tierra llegan al Urabá antioqueño. Según Migración Colombia  el  tráfico de migrantes se incrementó hace dos años. Una de las políticas migratorias es la expedición de salvo conductos para permitir a estas personas poder circular libremente.   Según fuentes no oficiales, son los antiguos paramilitares los que se encargan del tráfico de personas desde su ingreso al país hasta su paso por esta zona.



En los tiempos que corren la gente huye de donde vive. Intenta buscar mejores oportunidades a costa de su propia vida y la de sus familias. No interesa el precio ni los peligros a los que se exponen. El sueño de esa tierra prometida  tal vez no existe en ninguna parte. ¿Qué más da cuando no hay nada que perder? Muchas de las personas que intentan pasar a Panamá por la selva del Darién no tienen la menor idea en lo que se meten. Los coyotes nunca les hablarán de la inclemencia del tiempo, de las lluvias de tres y cuatro días, de las serpientes venenosas  que se esconden detrás de la maleza. El agua que llevan siempre se agota, los alimentos son insuficientes y las largas jornadas de camino minan sus fuerzas. Muchos han muerto en el recorrido, es imposible saber la cifra, nadie los reclamará nunca porque se esfumaron entre kilómetros y kilómetros de manigua. Se habla de mujeres violadas, niños ahogados, personas atacadas por las víboras. Los gobiernos se tiran la pelota, hablan de controles y ayudas para los migrantes pero la realidad es otra muy distinta, a nadie les importan. Los policías de migración están comprados, todos se mueven por el dólar, ellos no son seres humanos, son el dinero que entregan por el agua, las botas, la comida. A la gente no le interesa cuantos llegan en las lanchas, quienes son y cuál será su destino.  Pasan como si nada, por su lado, sin detenerse a pensar en ellos. Somos una sociedad enferma y bisoña, preferimos mirar a un lado cuando algo incomoda. Somos gentes de mala sangre.

Un sociólogo con el que hablé, ya de regreso en Apartadó, me contó que este negocio lo manejan los paramilitares que aún son los dueños y señores de esta zona. No se mueve una hoja si la empresa, como ellos la llaman ahora, no acepta. Ellos ponen tarifas, mueven los contactos y reciben mucho dinero por pasar esta gente de Colombia a Panamá. Al fin y al cabo no es muy diferente del tradicional tráfico de drogas para el que ya tienen toda una infraestructura montada. Los vi caminando por todas partes en silencio, son gente muy observadora, poco hablan, pero saben quién eres,  de dónde vienes, eso siempre me pareció perturbador y sentí miedo muchas noches en la casa de Guillo en el Aguacate (Capurganá), que es vecina de la que todos llaman a viva voz la casa de los paras. Recuerdo las noches sin luz hablando en la mesita al lado de la cocina, aguzando el oído porque me sentía observada. Ellos mantienen el orden en la zona y cuando uno de los dueños de unas cabañas se reveló contra ellos y su control entraron a su casa a las siete de la noche y le pegaron un tiro en la cabeza mientras descansaba en la hamaca del segundo piso. El cuento es que el hombre se armó para defenderse y los únicos que pueden tener armas son ellos. Lo mataron delante de su esposa que después del levantamiento del cadáver salió corriendo con lo puesto y jamás volvió.  Quedó la casa abandonada y cerrada quizá para siempre.



La empresa es una realidad, el paramilitarismo avanza. Recuerdo que por esos días había votado en el referendo por la paz y me sentí burlada y engañada. No hay manera de salir de esta espiral, estamos atrapados en un país carroñero, en un lugar donde los malos tienen el control de nuestras vidas. Las zonas rurales del Urabá viven en el completo abandono, no hay hospitales, no hay transporte, no hay trabajo. Viven del turismo pero como siempre los que se llevan los recursos son los dueños de los grandes hoteles, los nativos sobreviven con casi nada. Son pescadores, limpian las habitaciones de los hoteles o cocinan para otros. Intentan no cuestionar mucho lo que sucede, en el fondo tienen miedo.

Esta coyuntura es la que permite todo lo que pasa en esta zona, por eso seguirán llegando lanchas llenas de personas de Angola, Senegal, Gambia, Haití, etc.  No hay manera de detener el éxodo porque el mundo se está convirtiendo en un infierno lleno de muros y de represión. Los líderes mundiales son xenófobos, intolerantes y quieren expulsar a los que no son de allí. Las políticas que se están implementando son de odio, de represión, estamos en un momento de esquizofrenia absoluta porque las fronteras se cierran, los países se declaran la guerra y los que mueren no son los que ordenan bombardeos y masacres, son los niños, son  personas como nosotros que tuvieron las desgracia de nacer pobres. Esas son las mismas personas que huyen a cualquier costo. Es la mujer que vi con su hijo en brazos en el Puerto del Wafe tratando de escapar y los muchachos jóvenes que se tomaban fotos antes de entrar a la selva para llegar a un lugar que ellos sueñan, donde puedan trabajar y rescatar a sus familias que quedaron atrás. Por eso, cuando veo las noticias o leo los periódicos, confirmo que nada se dice de la realidad. No alcanza los titulares por conveniencia. Estamos condenados a repetir la historia una y otra vez porque no hemos aprendido absolutamente nada. Porque no avanzamos en la construcción de sociedad y de respeto sino más bien estamos en la dinámica de la destrucción global. Prima el interés particular sobre el individual, por eso las políticas migratorias son ineficaces, básicamente las están creando desde los escritorios y no a partir de las necesidades de los pueblos que están migrando.



Cada desgracia es negocio. Si les quitas el tráfico de drogas buscarán otra fuente igual de rentable y además seguirán con las drogas de otras formas. No solo en Colombia, en el mundo.


Fueron unos poco minutos en los que aquellas personas de grandes sonrisas o, al contrario, de miradas nostálgicas, estuvieron delante de mí pero no puedo dejar de pensar en qué habrá sido de ellos, de esos niños tan pequeños para una travesía de tal magnitud, de esos muchachos con dreadlocks en el pelo que ostentaban iphones y tenis que quizá debieron abandonar en el camino, o que quizá les fueron robados, esas mujeres inocentes con ojos de madres que ignoraban que los mapas no reflejan para nada las distancias ni los peligros, tal vez algunos de ellos incluso hayan muerto en el camino, aunque prefiero pensar que llegaron al menos vivos a cualquiera que fuera su destino o que la rigurosa selva solo les haya servido para arrepentirse y decidir otro camino menos tortuoso. Alguna vez fui inmigrante en España y, aunque mi situación no fue ni remotamente parecida a lo que viven estas personas y aunque no lo fui ilegalmente, siempre añoré el regreso a casa.


Fotos: Jairo Orrego (https://www.flickr.com/photos/jorrego/) (Instagram: toomai79)

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