Clandestinos
“Solo voy con mi
pena, sola va mi condena, correr es mi destino para burlar la ley, perdido en
el corazón de la grande Babilón, me dicen el clandestino por no llevar papel”
Clandestino. Manu Chao.
Recuerdo estar sentada en el Wafe,
puerto del Urabá antioqueño, a las 6 de
la mañana con un letargo viajero de ocho horas de recorrido mal dormido, sin
saber muy bien dónde estaba mi mente. Los
ojos juguetones observándolo todo, embelesada con el caminar de las morenas
voluptuosas recién bañadas, que con cada movimiento desprendían ese olor
delicioso a otra parte, a música de cuerpos, a sexo, a oscuridad de mar.
Siempre altivas, coquetas, deliciosas. Y los machos con cortes a la moda, uñas
pintadas con filigrana, ropas de marca, avanzando siempre a la caza de
atención, dinero, de oportunidad. Los
ojos puestos en el turista desprevenido que casi siempre está tomando fotos de
cualquier cosa. Todos esperando el verde, los sueños se compran con dólares, el
peso colombiano vale menos en estas tierras.
La rutina del puerto incesante.
Vendedores de sombreros, gafas, carimañolas. El olor del muelle en oleadas
pestilentes. Los detritos flotando por todas partes, bolsas de basura, aves
muertas, desperdicios de comida, el vómito de la humanidad en todo su esplendor. Esa nausea contenida, esa sensación extraña de
estar parada justo al borde de algo que no sabes muy bien como definir: A lo
lejos, majestuoso, el mar, mezclado con
aguas dulces del rio León que se diluye en colores grises casi tristes; al fondo, en el horizonte, la promesa de ese
viejo mar se mezcla con los manglares que son la puerta de entrada a la selva
del Darién; acá el cementerio de barcazas que es el Wafe, las casas coloridas y
destartaladas que casi se yerguen sobre ese caño que hace de entrada al muelle.
Un desayuno de café oscuro y arepa de
huevo, el hambre apremia y los viajes prueban los estómagos y también las conciencias.
No es raro estar parada en medio de la nada pensando el destino propio, la inutilidad de la existencia, lo
solos que estamos casi siempre en medio del gentío parlante buscando un tiquete
de lancha, en medio del estruendo del vallenato y el reguetón que parecen
incesantes en esta zona.
Cansada me reclino en una silla a
la espera de la salida de la lancha rumbo a Triganá. Me revuelvo en mi puesto, incomoda, sin saber
con exactitud si me duele el cuello o la cabeza. A mi lado una mujer con varios
niños pequeños, uno de ellos en brazos,
una negra de estatura mediana de rasgos hermosos, muy distinta de todas
las otras, tiene un turbante de colores vivos en la cabeza y el rostro sudoroso.
La niña la jala de la falda y le pregunta una y otra vez algo que no entiendo.
Me incorporo de a poco y aguzo el oído para saber qué es lo que le dice pero
tropiezo con un inglés rápido y mezclado que no comprendo. Estoy de vacaciones,
me digo mentalmente, no debería estar entrometiéndome en lo que no me importa,
pero soy curiosa, quiero saberlo todo, es algo natural en mí, qué le vamos a
hacer. A los pocos minutos se reúne con la mujer y los niños un hombre de unos
cuarenta años, delgado, de ojos saltones, mal vestido. Lleva en las manos unos
tenis recién comprados. Se quita los zapatos
viejos, desbaratados, y los tira de mala gana a una caneca de basura. Tiene las
medias rotas pero no le importa, se los pone con rapidez y sigue en lo suyo. Saca
con las dos manos ropa de las maletas y la tira igual que los zapatos viejos.
La niña llora desconsolada al ver sus cosas desaparecer entre la basura.
La gente se arremolina en la
salida, ha empezado el llamado a lista para embarcar. No me muevo de mi sitio,
estoy mejor ahí sentada que entre el barullo de la turba que quiere subir
primero para aguantar una hora a que todos
los demás suban después de pesar las maletas. A un par de metros unos
jóvenes negros ríen estruendosamente. Son altos y fornidos como la mayoría,
bien vestidos. Algunos acaban de comprar teléfonos celulares y se toman fotos
entre ellos. Dos tienen cadenas de oro y anillos grandes. Al lado de sus
maletas galones de cinco litros de agua y botas pantaneras. Me quedo
reflexionando largo rato. Botas de caucho en este calor infernal. Quizá van a
trabajar en las bananeras. Me levanto y voy en busca de mi compañero de viaje,
él entiende mucho mejor que yo el inglés y necesito que les pregunte, antes de
que se suban a la panga (lancha), adónde van. Jairo se acerca, como quien no
quiere la cosa, a hablar con uno de ellos. Los miro de lejos con interés. No
alcanzo a escuchar nada, solo puedo ver las manos del muchacho que se mueven
mientras habla mirando al suelo, no mira a los ojos, esquiva de manera pertinaz
la mirada del otro. La charla dura un par de minutos. Jairo me guiña un ojo y
se va a tomar fotos de los que se están subiendo a las lanchas.
- ¿Quiénes son?
- Buena pregunta, me contesta
Jairo entretenido con el lente como siempre.
- Algo te tuvo que decir, yo los
vi charlando, le contesté impaciente.
- Me dijo que es de Haití y que
vienen desde Pasto, que están de paseo.
- ¿Para dónde van?
- Capurganá.
- ¿Para qué llevan botas?
- Él no me dijo nada pero creo que son
inmigrantes ilegales.
- Hubieras empezado por ahí, Le
dije mirándolo con los ojos que se me salían de las orbitas.
- Él dice que viene de paseo para
despistar pero a toda esa gente la traen para pasarla a Panamá por la selva del
Darién.
- Pero a quién se le ocurre semejante barbaridad, si esa selva se traga
todo.
- No sé, me contestó mientras
salía corriendo a tomar la foto de una tijereta.
Esa madrugada, recién llegados,
el dueño de un hostal cercano nos había sacado de la calle. Estaba paseando un
par de pastores alemanes y vio que nos habíamos instalado en la plazoleta al
lado del Wafe a esperar el amanecer. Vengan se toman un tinto, aquí no es bueno
que esperen, los borrachos del lugar no hacen nada pero pueden pasar otros en
moto y los roban. Lo seguimos con un poco de desconfianza pero el café caliente
nos devolvió la calma. Fue este paisa de Turbo quien nos contó que hasta hace
poco el puerto había estado repleto de
cubanos intentando pasar hacia el norte. Nos dijo que ahora eran
africanos. Realmente era imposible saber
el origen de cada ser de piel negra transitando las calles. Saqué el teléfono
de mi bolsillo y les tomé un par de fotos. No podía apartar los ojos de ellos. Si hubiese podido los habría entrevistado
pero teniendo en cuenta que no hablo inglés me quedé rabiosa observando a mi
acompañante encaletado detrás de unas sillas tomando fotos a una indias Cuna,
malacarosas, que hablaban entre ellas. Esas son las únicas oportunidades en que
reniego de no haber aprovechado las clases que me pagó mi madre en el Meyer y
que me aburrieron hasta la náusea. Embarcamos después de un rato y los perdí de
vista. La morena de los niños se fue con nosotros en la misma barca. La vi
secarse las lágrimas un par de veces mientras miraba el mar. Los niños
inquietos, igual que ella, miraban a la lejanía a quién sabe qué. No lo sabré nunca.
Bajamos primero en Triganá donde
estaríamos un par de días. Disfrutamos de la soledad de la playa, de un mar
sosegado y resplandeciente, días hermosos con pocos turistas y comiendo patacón
con pescado a diario. Una alta dosis de cerveza fría y mucho tiempo para
caminar y pensar. Se me clavó la espinita de la historia de los migrantes e
intenté preguntar a los locales que sabían de eso. Siempre encontraba
respuestas evasivas, al parecer no les gustaba mucho hablar de eso, sin
embargo, allí en Triganá hallé el primer atisbo de lo que se convertiría en la
mitología del migrante. La historia dominante en el lugar era que estas
personas, haitianos y africanos en su mayoría, habían sido contratados en
Brasil para las construcciones previas al mundial de fútbol y que una vez
habían terminado, se quedaron allí varados y sin trabajo por lo que empezaron a
subir buscando llegar a Estados Unidos. Al parecer ingresan al país por la
frontera con Ecuador, de Ipiales pasan a Pasto y desde allí algunos vuelan a
Medellín aunque la mayoría, me enteraría más adelante, eran esperados en Pasto
por personas que les tienen la ruta armada en bus hasta Turbo y de allí en
lancha hasta Capurganá y Sapzurro, para cruzar la frontera con Panamá por la
selva del Darién.
Nuestra segunda parada era
Capurganá. Llegamos un jueves en la tarde para encontrar todo revuelto: era la fiesta de la Cigua y todos se
preparaban para un fin de semana de parranda y trago hasta que la conciencia se
perdiera por completo. Descubrimos con sorpresa que no había electricidad, estaban apagados
ventiladores y neveras, se habían caído unas torres de energía. En la tarde
empezaron a encenderse las plantas eléctricas, las más grandes de ellas, las
que alimentaron los parlantes en el parque principal, fueron aportadas por los “paras”
de la zona. Sí, todavía están ahí y todos lo saben. La música empezó a tronar.
Llegó la champeta y el reguetón a apoderarse de turistas y nativos. Las
muchachas con sus mejores ropas caminaban hacia el parque.
El viernes en la mañana salimos a
desayunar y al lado de donde estábamos, había un tipo gordo con acento paisa
hablando por teléfono: “Yo ya le dije a usted que tengo la flecha segura.
Además son unos dólares más pero yo garantizo la vuelta. Tengo gente de aquí
que conoce la región. Usted vera pues, me llama si concreta algo, yo ya mañana
me voy para Medellín, a la final el que se embala es usted”. Detrás del hombre,
a la entrada de un hostal, se hallaban reunidos todos aquellos negros de idioma
extraño que habíamos visto en Turbo, se
estaban poniendo las botas pantaneras sobre unas gruesas medias de fútbol que
también vimos vender en el puerto, llevaban ya capas impermeables y el garrafón
en la mano o colgado a sus maletas. Los coyotes, aunque allí nadie les llama de
esa manera instaurada en México, son los encargados de pasar a los migrantes
cubanos, senegaleses, congoleses y de
otros lugares hasta Panamá. Cobran entre 50 y 100 dólares para guiarlos por el
tapón del Darién hasta un punto en el que, supuestamente, los reciben indios
Cunas o militares panameños para continuar el camino. Los grupos son de
aproximadamente 40 personas, lo que le resulta más rentable y han bajado las
tarifas. Me quedé parada en una esquina viendo desembarcar la gente, un muchacho en una moto los guiaba con la mano
para que no se quedaran a la vista de todas las personas y de los guardas de
migración que se hacían los bobos cuando pasaban a su lado. Todos miraban al
suelo, asustados, y caminaban a paso rápido. Cuando el tipo de la moto se dio
cuenta que los seguía con la mirada y estaba tomando fotos empezó a gritarme
groserías: “Aquí no se pueden tomar fotos, si no quiere problemas mejor
lárguese que no nos gustan los sapos” Los vi desaparecer camino a la cascada El
Cielo.
Las fronteras se parecen entre
sí, más filosófica que geográficamente. El sueño está del otro lado. Colombia
no es frontera con los Estados Unidos pero es el inicio de la travesía.
Tradicionalmente han sido los sudamericanos los que cruzan por este lado pero con
el tiempo se han sumado muchos que desde cualquier continente llegan a este
para iniciar su peregrinaje sin fin. Atraviesan
varios países para llegar a nuestro Tijuana, a nuestra Ceuta. Piensan que con
llegar a Centroamérica han completado la mitad del camino. Saben de las
restricciones en el norte pero nada saben de las mapanás, de los mosquitos de
la malaria, de los jejenes de la leishmania, de los rigores de la selva, de los
fantasmas que quieren su dinero y no reparan en causar la muerte, de las pocas
posibilidades de éxito.
Se estima que en 2016 fueron
detectados 3.891 migrantes irregulares en el Urabá. El año pasado se generó el drama humanitario más
grave ya que Panamá cerró la frontera dejando más de 200 personas varadas en
Turbo. Estas personas dormían en los
parques y las calles, muchos de ellos padres de familia con sus hijos menores
de edad también en precarias condiciones sanitarias y económicas. Según
familias cubanas retenidas en la zona el camino empieza con dos mil dólares de
presupuesto y la promesa de los coyotes es que el viaje durará ocho días. Salen
de Cuba con destino a Guyana camino a Brasil. Después cruzan por la amazonía o
por Ecuador y desde cualquier punto, por 800 dólares toman un vuelo chárter Medellín
y por tierra llegan al Urabá antioqueño. Según Migración Colombia el
tráfico de migrantes se incrementó hace dos años. Una de las políticas
migratorias es la expedición de salvo conductos para permitir a estas personas
poder circular libremente. Según fuentes no oficiales, son los antiguos
paramilitares los que se encargan del tráfico de personas desde su ingreso al
país hasta su paso por esta zona.
En los tiempos que corren la
gente huye de donde vive. Intenta buscar mejores oportunidades a costa de su
propia vida y la de sus familias. No interesa el precio ni los peligros a los
que se exponen. El sueño de esa tierra prometida tal vez no existe en ninguna parte. ¿Qué más
da cuando no hay nada que perder? Muchas de las personas que intentan pasar a
Panamá por la selva del Darién no tienen la menor idea en lo que se meten. Los
coyotes nunca les hablarán de la inclemencia del tiempo, de las lluvias de tres
y cuatro días, de las serpientes venenosas que se esconden detrás de la maleza. El agua
que llevan siempre se agota, los alimentos son insuficientes y las largas
jornadas de camino minan sus fuerzas. Muchos han muerto en el recorrido, es
imposible saber la cifra, nadie los reclamará nunca porque se esfumaron entre
kilómetros y kilómetros de manigua. Se habla de mujeres violadas, niños
ahogados, personas atacadas por las víboras. Los gobiernos se tiran la pelota,
hablan de controles y ayudas para los migrantes pero la realidad es otra muy
distinta, a nadie les importan. Los policías de migración están comprados,
todos se mueven por el dólar, ellos no son seres humanos, son el dinero que
entregan por el agua, las botas, la comida. A la gente no le interesa cuantos
llegan en las lanchas, quienes son y cuál será su destino. Pasan como si nada, por su lado, sin
detenerse a pensar en ellos. Somos una sociedad enferma y bisoña, preferimos
mirar a un lado cuando algo incomoda. Somos gentes de mala sangre.
Un sociólogo con el que hablé, ya
de regreso en Apartadó, me contó que este negocio lo manejan los paramilitares
que aún son los dueños y señores de esta zona. No se mueve una hoja si la
empresa, como ellos la llaman ahora, no acepta. Ellos ponen tarifas, mueven los
contactos y reciben mucho dinero por pasar esta gente de Colombia a Panamá. Al
fin y al cabo no es muy diferente del tradicional tráfico de drogas para el que
ya tienen toda una infraestructura montada. Los vi caminando por todas partes
en silencio, son gente muy observadora, poco hablan, pero saben quién
eres, de dónde vienes, eso siempre me
pareció perturbador y sentí miedo muchas noches en la casa de Guillo en el
Aguacate (Capurganá), que es vecina de la que todos llaman a viva voz la casa
de los paras. Recuerdo las noches sin luz hablando en la mesita al lado de la
cocina, aguzando el oído porque me sentía observada. Ellos mantienen el orden
en la zona y cuando uno de los dueños de unas cabañas se reveló contra ellos y
su control entraron a su casa a las siete de la noche y le pegaron un tiro en
la cabeza mientras descansaba en la hamaca del segundo piso. El cuento es que
el hombre se armó para defenderse y los únicos que pueden tener armas son
ellos. Lo mataron delante de su esposa que después del levantamiento del
cadáver salió corriendo con lo puesto y jamás volvió. Quedó la casa abandonada y cerrada quizá para
siempre.
La empresa es una realidad, el
paramilitarismo avanza. Recuerdo que por esos días había votado en el referendo
por la paz y me sentí burlada y engañada. No hay manera de salir de esta
espiral, estamos atrapados en un país carroñero, en un lugar donde los malos
tienen el control de nuestras vidas. Las zonas rurales del Urabá viven en el
completo abandono, no hay hospitales, no hay transporte, no hay trabajo. Viven
del turismo pero como siempre los que se llevan los recursos son los dueños de
los grandes hoteles, los nativos sobreviven con casi nada. Son pescadores,
limpian las habitaciones de los hoteles o cocinan para otros. Intentan no
cuestionar mucho lo que sucede, en el fondo tienen miedo.
Esta coyuntura es la que permite
todo lo que pasa en esta zona, por eso seguirán llegando lanchas llenas de
personas de Angola, Senegal, Gambia, Haití, etc. No hay manera de detener el éxodo porque el
mundo se está convirtiendo en un infierno lleno de muros y de represión. Los líderes
mundiales son xenófobos, intolerantes y quieren expulsar a los que no son de
allí. Las políticas que se están implementando son de odio, de represión,
estamos en un momento de esquizofrenia absoluta porque las fronteras se
cierran, los países se declaran la guerra y los que mueren no son los que
ordenan bombardeos y masacres, son los niños, son personas como nosotros que tuvieron las
desgracia de nacer pobres. Esas son las mismas personas que huyen a cualquier
costo. Es la mujer que vi con su hijo en brazos en el Puerto del Wafe tratando
de escapar y los muchachos jóvenes que se tomaban fotos antes de entrar a la
selva para llegar a un lugar que ellos sueñan, donde puedan trabajar y rescatar
a sus familias que quedaron atrás. Por eso, cuando veo las noticias o leo los
periódicos, confirmo que nada se dice de la realidad. No alcanza los titulares
por conveniencia. Estamos condenados a repetir la historia una y otra vez
porque no hemos aprendido absolutamente nada. Porque no avanzamos en la construcción
de sociedad y de respeto sino más bien estamos en la dinámica de la destrucción
global. Prima el interés particular sobre el individual, por eso las políticas
migratorias son ineficaces, básicamente las están creando desde los escritorios
y no a partir de las necesidades de los pueblos que están migrando.
Cada desgracia es negocio. Si les
quitas el tráfico de drogas buscarán otra fuente igual de rentable y además
seguirán con las drogas de otras formas. No solo en Colombia, en el mundo.
Fueron unos poco minutos en los
que aquellas personas de grandes sonrisas o, al contrario, de miradas
nostálgicas, estuvieron delante de mí pero no puedo dejar de pensar en qué
habrá sido de ellos, de esos niños tan pequeños para una travesía de tal
magnitud, de esos muchachos con dreadlocks en el pelo que ostentaban iphones y
tenis que quizá debieron abandonar en el camino, o que quizá les fueron
robados, esas mujeres inocentes con ojos de madres que ignoraban que los mapas
no reflejan para nada las distancias ni los peligros, tal vez algunos de ellos
incluso hayan muerto en el camino, aunque prefiero pensar que llegaron al menos
vivos a cualquiera que fuera su destino o que la rigurosa selva solo les haya
servido para arrepentirse y decidir otro camino menos tortuoso. Alguna vez fui
inmigrante en España y, aunque mi situación no fue ni remotamente parecida a lo
que viven estas personas y aunque no lo fui ilegalmente, siempre añoré el
regreso a casa.
Fotos: Jairo Orrego (https://www.flickr.com/photos/jorrego/) (Instagram: toomai79)
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